Opinión

Cien días con la Tata

Durante la pandemia, Miguel Ángel Muñoz (Actor de cine) pasó 100 días junto a la persona que lo crió de pequeño. Los padres del actor tuvieron que recurrir a la ‘Tata’ para que cuidara a su hijo. Desde entonces, nunca se separaron.

Relata en el documental la relación que ha mantenido durante toda la vida con su ‘Tata’, la hermana de su bisabuela que ayudó a criarlo y que tiene actualmente 97 años. El confinamiento lo pasó enterito con ella, en su apartamento. De ahí salió una historia de amor, complicidad, ternura; pero también se dibuja el miedo de la pérdida, la nostalgia de los recuerdos, la vida que se consume a cada instante y los inmensos cuidados que necesitan las personas mayores que van perdiendo facultades cognitivas, motrices y psicológicas entrando en una dimensión  en la que ya no es posible el retorno.

¿Cómo encajar social y familiarmente a las personas que nos han dado la vida entera?  ¿Cómo responder a las necesidades de la vejez con todo lo que ella conlleva?

Todos nos enfrentaremos o nos  enfrentamos a esta circunstancia: familiares mayores que nos necesitan constantemente, personas vulnerables, inseguras, dependientes, que van a condicionar un giro copernicano en una realidad que solemos tapar con parches cuando nos sentimos desbordados.

La misma sociedad ha diseñado modelos en los que “se resuelven” y se dan soluciones para que nada altere nuestros proyectos vitales: asilos, residencias, cuidadoras, compartir cargas con familiares turnando casas o un hoy te toca a ti y mañana me toca a mí.

La deshumanización llama a nuestra puerta; a esta le acompañará la cosificación y la carga. Y nos iremos marchando de los que nos dieron todo lo que eran para ser quienes somos.

Amanezco este tórrido verano en casa de mi madre. Ya camino a los 86 años. Ahora me aporta emociones que no había experimentado: protección, el mar de los abrazos, las manos apegadas como enredaderas a los árboles. Percibo sus miradas que reflejan imágenes del pasado, escucho el crepitar de su respiración y una voz tenue que, sin decírmelo, me susurra que no la deje, que ella tiene que cuidar a este niño de 58 años.

Charlamos viendo fotos, cocinando,  averiguando soluciones para asuntos sencillos que ella los tiene por irresolubles.

Y me encuentro a mí mismo cuando la veo dormir, cuando plancha la ropa que yo nunca he planchado, cuando cose sin apenas ver el hilo y una aguja rebelde, cuando me aconseja las cosas que debo o no debo hacer.

Me repite muchas cosas que ya me dijo ayer u otro día, pero para mí son nuevas, como si no me las hubiera dicho nunca.

Arrancar de la memoria, ignorar el viaje a ninguna parte que han emprendido perdidos en un bosque oscuro, sin linterna, sin mapas ni brújulas es como devorarse a uno mismo. Ellos somos nosotros y hora nos toca ser un cielo protector.

Esto es lo que se cuenta en ‘Cien días con la Tata’. Seguir las huellas de ellos para saber lo que somos, para asimilar  el dolor de los que nos indicarán que ya no pueden quedarse.

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