Me gustan los mercados y los cementerios. Son las primeras visitas oficiales que hago cuando conozco un pueblo o una ciudad.
La muerte y la vida, la necrópolis y la acrópolis, el silencio y la bulla, el recogimiento y la alegría de voces que venden pescado fresco. Los latidos del corazón que se encienden y se apagan a pocos kilómetros de distancia.
Cuando era un niño mi madre me llevaba a la plaza (así se llaman en Elche los mercados) y hacía cola; mi madre preguntaba en la cola: ¿Quién da la vez? Y este mocoso de 8 años se ponía nervioso por si mi madre no llegaba cuando nos tocaba el turno.
Ella aprovechaba para hacer otras compras en otros puestos de carne, frutas, verduras, huevos, frutos secos y pescaderías. Me volvía loco el olor a aceitunas, el apio, los chicharrones recién hechos y, sobre todo, los churros. Era lo último que comprábamos.
Esperaba impaciente ver el aceite, la espuma, la churrera de la que salía la masa y el palo que dirigía los churros navegando en el mar óleo en ebullición.
Luego el cucurucho de papel de estraza para guardar el calor del majar de los sábados.
Ayer nos desayunamos en el mercado dos raciones de porras con un buen café con leche.
Evoqué imágenes, sitios, momentos y costumbres relacionados con esta receta popular de siglos.
La historia del churro comienza en China, donde mercaderes portugueses conocieron el “Youtiao”, una tira de masa frita que se servía en el desayuno, siempre de dos.
Agua, aceite, sal harina; los cuatro elementos en la bandera común simbolizando a una sociedad distendida, dialogante, unida en las diferencias.
Las porras madrileñas, los de la riquísima de la plaza Azcárate, los churros de la guapa en el mercado de Cádiz, los de la Plaza del Rey en San Fernando, los del portuario, los que saborea nuestro cinéfilo y maestro Rafa Morata como si estuviera hablando con el mismísimo Fassbunder, su director de cine favorito, los churros con chocolate del 1 de enero y de las madrugadas de resaca.
Tantas preguntas que hacen los filósofos sobre la felicidad y ahora me doy cuenta que la felicidad es un churro.