Mi competencia en nuestros contenciosos diplomáticos está reconocida dentro y fuera de España tras una dedicación de larga data, que arranca desde que fui el primer y único diplomático que se ocupó de los 335 españoles (339, para las estadísticas ya que localicé a otros cuatro tras confeccionar el censo) que quedaron en el Sáhara, algo después de nuestra salida, con los numerosos militares lanzando las habituales proclamas y los no escasos funcionarios buscando el puesto en la Península. Y nuestros compatriotas sin la menor protección, hasta el punto de que hubo que esperar a que se produjeran detenciones para que el Estado reaccionara. Esa sería mi reiterada credencial para tratar estos temas, observación cautelar y no gratuita, ante la cantidad de aficionados, de newcomers, que escriben, opinan y hasta tratan de influir en tan delicadas cuestiones, lo que constituye un dato antes que un subdato. Quizá no esté de más el apuntar, eso sí, sotto voce, que si Moncloa y Santa Cruz hubieran aceptado mi ofrecimiento de colaboración, que vuelvo a hacer, quizá, quién sabe, no hubieran incurrido en esta desafortunada estrategia.
El pasado viernes experimenté un choz (prosigo esperando la respuesta del Secretario Perpetuo de la Lengua a la lista de vocablos en desuso que intento recuperar, y que haciendo honor al título se está tomando su tiempo) al ver en los medios que Madrid daba un giro a la posición tradicional sobre el Sáhara Occidental, aproximándose de manera inequívoca a la tesis de la soberanía rabatí. Acerca del movimiento, criticado duramente a diestro y siniestro, desde la oposición y hasta por sus socios de gobierno, aunque imprevisto, podría tal vez conjeturarse como sigue. Abrumado por la cantidad de continuos touchés sin vislumbrar salida, ya casi fuera de juego tras más de un año sin capacidad de respuesta, el gobierno, es decir, el titular de Exteriores hace ver a su jefe y mentor, podría pronosticarse si se me permite que, fundamentalmente, se ha tratado de una componenda a dos, que se está tocando el límite, confesando que a pesar de su patente dedicación, de sus continuos esfuerzos, manifiestos por lo demás, se agiganta la problemática, que se sigue deteriorando, que ya está desbocada, y Sánchez hace tan señalada maniobra, enviando una misiva genuflexa a Rabat, con el agravante si cabe de que, siendo política de estado, no lo consultan ni se lo comunican a nadie. Luego ha aparecido un presidente nuestro, quizá un tanto iluminado, manifestando que él ya lo había defendido en el 2008. Seguro que sí.
El asunto se comenta por sí mismo. Este gobierno no tiene como norma de cabecera para abordar nuestros diferendos, mi máxima diplomática, al parecer némine discrepante, que acuñé hace tiempo: “Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no ocupará el puesto que corresponde en el concierto de las naciones al país que fue primera potencia planetaria y cofundador del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes”.
Y después, todo lo que salta a la vista hasta para los no profesionales, las generales de la ley. Que no se puede ignorar la legalidad internacional, ahí incluidas naturalmente las resoluciones de Naciones Unidas. Que están los derechos humanos, de los que España se quiere relevante paladín como corresponde. Que no se puede obviar la responsabilidad histórica de España, que ya unos irresponsables obviaron ante el mundo hace media centuria. En el artículo España y el honor nacional, pido a nuestras nuevas generaciones diplomáticas, a mi hija Sonsoles, a las/los que empiezan, que no vivieron el dramático episodio, que tengan siempre como guía el honor nacional, que busquen y defiendan el prestigio de la vieja España. Que en temas tan hipersensibles, nunca proceden las técnicas precipitadas, sin las debidas ponderaciones, “de temeridad sin contar con los apoyos suficientes” ha tildado “el volantazo”, estrenándose oportunamente en política exterior, el jefe de la oposición Núñez Feijó. Incluso el que “iba a poner la bandera en el Peñón en cuatro meses”, se ha sentido facultado para calificar al presidente de “autócrata de la política exterior”. Que, en fin, cualquier negociación con Marruecos demanda ejercer una diplomacia de alta escuela que permita compatibilizar la superación y antes la reconducción, de la polícroma globalidad en las relaciones con el vecino del sur con el respeto a los principios, que ese es el punto.
Conozco bien a marroquíes y a saharauis, y a otros árabes como en este caso a los argelinos, donde al frente de un equipo de arquitectos intenté sin éxito, que trasformáramos los castillos de Carlos V en el Oranesado en paradores de turismo, siguiendo nuestro modelo, y donde el deseable, necesario equilibrio con su vecino, con los matices que se quieran, no se ha conseguido nunca por Madrid en términos operativos. Y estoy traducido, y corregido, al árabe, Las relaciones hispanoegipcias, por el insuperable hispanista egipcio Mahmoud Makki. Añoro mis cinco inolvidables años en Rabat, con aquellos crepúsculos celestes y calmos, más de una vez escuchando a Hassan II, el gran dosificador de los tiempos con España. Y nunca olvido las dunas doradas saharauis y a sus buenas, sufridas gentes, exiliados en su propia tierra, lejos de los palmerales desde los que se ve el mar azul.
Pues bien, la resolución a tan enconado conflicto requiere ineludiblemente el acuerdo entre las partes. Y ni la RASD ni Argelia van a aceptar la neotérica posición española, que parece no tener en cuenta elemento tan básico. Sólo un día después, Argel ha retirado a su embajador en Madrid, tras calificar la postura española como “segunda traición al pueblo saharaui”, en una respuesta totalmente previsible sobre la que planea el suministro del gas. Mientras que los saharauis no pueden aceptar el plan de amplia autonomía ofrecido por Rabat, ya que como yo mismo he destacado, la integración en Marruecos podría implicar que terminaran siendo absorbidos, que se acabara diluyendo la entidad saharaui, que finalizaran desapareciendo como nación. Por su parte el referéndum que reclama el Polisario, tropieza con la oposición rabatí. Sigo propugnando como solución casi salomónica, la partición que lanzó, con otras tres opciones en el 2002, Kofi Annan. Sea como fuere, la clave radica en llegar al acuerdo entre las partes.
Por lo demás, diríase que se adolece desde Madrid también de una cierta ingenuidad, y amén de cortoplacista la nueva táctica sólo serviría para atenuar la cuestión migratoria, que mientras no se adopte otra política más resolutiva, no se va a solventar, al tiempo que en relación con las ciudades, islas y peñones, mi Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, considerado un clásico, se publicó en 1989, la reivindicación forma parte del credo programático e irrenunciable alauita, es histórica e imprescriptible, lo que no quiere decir en absoluto que no haya que defenderlas y yo mismo soy modesto miembro del Instituto de Estudios Ceutíes. Tampoco quiere decirse que desde la prudencia no haya que contemplar realistas horizontes de futuro, que en principio se antojarían un tanto en lontananza, en los que la eventual salida pasaría por la voluntad de los habitantes, con distintas modalidades que ya he analizado en publicaciones y conferencias, base incuestionable de cualquier derecho internacional que se proclame moderno.
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