Categorías: Opinión

Ceuta la Vieja y sus bares (I)

Mi niñez y adolescencia transcurrieron entre las décadas 40 y 50 del siglo pasado. Fueron tiempos difíciles. Los rescoldos de la Guerra Civil y de inmediato la Segunda Guerra Mundial, fue un hándicap que ralentizó en demasía la recuperación de todo el pueblo español. Para Ceuta, por su situación geográfica, y las diferentes circunstancias que se dieron, el problema fue menos grave, de tal manera, que las penurias que los españoles tuvieron que padecer, aquí, en parte a la gran flota pesquera que poseíamos, el contrabando con Gibraltar y la gran huerta marroquí, fueron menos y aliviaron muy mucho, al menos el hambre.
Aquella flota pesquera, probablemente haya sido la industria más fructífera e importante, de toda la historia de Ceuta, no sólo por el gran número de sus barcos y la de cientos de familia que vivían de la pesca. También junto a aquellas traíñas y marrajeras industrias satélites como fábricas de conservas, fábrica de guano y bares, muchos bares, sobrevivían porque la buena gente de la mar, propiciaron que fuera un negocio próspero y lucrativo.  
Hoy quiero recordar aquellos bares que existían por mi barrio desde que era un niño. Todos desaparecieron con el tiempo. El penúltimo en caer fue para mí el más entrañable de todos: el ‘Bar sin Nombre’, conocido popularmente en el barrio como ‘Casa Lucas’, que así se llamaba su propietario. Con la primavera, cuando los naranjos que bordeaban la fachada del Palacio Municipal  se ornamentaban con esas pequeñas y aromáticas florecillas llamadas azahar, inundando el lugar con su olor inconfundible, el bar, colocaba dos filas de mesas, una junto a la fachada del Ayuntamiento y otra al borde de la acera, especialmente sábados, domingos y días festivos. Esa costumbre duraba todo el verano.
También en Plaza de África, en la esquina que forman las calles Valentín Cabillas –qué acierto poner  su nombre a una calle ceutí y precisamente en este lugar– con O’Donnell había un bar conocido como el de ‘Pepe vinagre’, cuyo propietario, José Martín, vivía en el número dos de esta última calle. Este señor junto a su hermano, también eran propietario de dos barcos, ‘Africano’ y ‘Voluntad de Dios’. No se dedicaban a la pesca, pero cuando la pesca en Ceuta excedía del mercado local, bien lo compraba o acordaba con el armador propietario del pescado y en uno de sus barcos navegaban hasta Algeciras para venderlo allí a mejor precio. Esta buena relación con los armadores, hacía que muchos barcos fueran a partir a este bar.
Justo en la acera de enfrente existía un edificio de cinco plantas con una cúpula a imitación de la del Palacio Municipal. Este inmueble se ubicaba al inicio de lo que hoy es la Gran Vía, entre el Ayuntamiento y los pabellones militares y aquí nacía la calle Teniente Gómez Marcelo. En los bajos de esta casa, estaba la ferretería ‘Construcciones y Maquinarias’ y el bar ‘Prado’. Este bar era especialmente frecuentado por gente de la mar. Cuando los marineros de la almadrabeta –es como llama el ceutí a la almadraba, para diferenciarla de la barriada del mismo nombre–, arribaban a la playa de la Ribera para desembarcar el producto de la última levanta –la fábrica de pescado se ubicaba, donde hoy está el Club Natación Caballa, y era propiedad de la familia Carranza– y ganarse el merecido descanso, era paso obligado antes de llegar a casa, pasar por ‘Prado’ y entre dos o tres marineros, tomarse un carrizo, que no era otra cosa que una botella con un tapón de corcho con dos carrizos de caña hueca, uno largo y otro corto que servía para “empinar” la botella y beber “al chorro” a modo de botijo o porrón sin utilizar vasos. Los armadores de traíñas ya jubilados  esperaban todas las tardes ver partir sus barcos apoyados en la balaustrada más cercana a la dársena del muelle de pescadores, para remontar la Almina a la vez que los botes tanto “cabeceros” como “luceros” a remos, recortaban por el foso para salir al encuentro de los barcos.
Más tarde dando un paseo y en grupos iban caminando hasta el añorado Espigón de la Coraza Baja que llamaban ‘El Mirador’ –hoy ocupado por el bar del Club Natación Caballa–, donde observaban el encuentro de los botes con el barco que los remolcaba por popa hasta el caladero. De regreso y sobre todo con buen tiempo el ‘Bar Prado’ era el lugar idóneo para sentarse un rato en las mesas que tenía sobre la acera, y en animada charla, dar buena cuenta de uno, dos o tres “carrizos”, según el número de tertulianos. Me cuesta nombrar a los que recuerdo, porque me apena ignorar a los que conocía de “vista” pero no sé sus nombres. Cuando yo iba, era porque acompañaba a mi abuelo o tío Jesús y en mi memoria, aún perduran muchos de aquellos lobos de mar, como Juan Andújar, Sebastián López dueño de los ‘Larderos’, otro Sebastián López dueño del ‘Pepita’ su yerno Agustín Escamez que tenía el ‘Águila’ y el ‘Calvo’, Joaquín León –el chaparreta–, Pepe Jiménez –conocido como Pepe Rayo–, José el chanco creo era dueño de los ‘Gurugús’, el dueño del ‘Joseico’ que no recuerdo su nombre y varios más, que siento en el alma, que este escrito no sirva para hacerle un mínimo homenaje. Escribo de memoria y yo entonces era muy niño.
El marinero y más particularmente el pescador, ha llevado siempre consigo una herramienta que le ha sido indispensable, la navaja. Para remendar la red, cortar una beta y cientos de casos que se les presenta a bordo, es un útil que nunca faltaba en el bolsillo del pescador. Para tenerla siempre a punto solían afilarla, junto al bar ‘Prado’, justamente bajo en primer balcón de los pabellones militares adyacente al bar. Hasta hoy perdura la huella de aquella costumbre, y aunque la han querido reparar con un relleno, no lo han conseguido del todo. El Faro expone una fotografía de aquella reliquia del pasado. ¿Cuantas miles de navajas, se habrán amolado en esa piedra?
Dejamos atrás Plaza de África y accedemos por la calle Jáudenes aunque en mi niñez, todos la llamábamos calle Larga. En el número cinco de esta calle, se hallaba un bar llamado ‘El Retiro’, propiedad de don Antonio Lozano. Aunque frecuentado a diario por algunos marineros –nos hallamos en una calle paralela del antiguo arrabal de pescadores– no era el bar típico de la gente de mar, su agradable ambiente era más futbolero. En esta misma calle, a la altura del número 40, se ubicaba una antigua bodega, de gran solera en la ciudad, ‘Bodega Fortes’. Poseía dos grandes portalones de acceso y como su hermana gemela de la calle Real, no era un bar común, sino la típica tasca, donde se acudía a saborear un buen vino. Poseía en la margen izquierda, un rústico mostrador y en el fondo junto a la pared, una batería de grandes barriles de roble, poseedores cada uno de distinto néctar. El local no poseía sillas ni mesas, sólo tres o cuatro barriles en vertical, donde los que degustaban los caldos que allí se servían, apoyaban los vasos, cuando el mostrador estaba saturado. Se servía muy buen vino a granel y era típico “el torito o mezclaillo” que era una combinación de dulce con tinto. A pocos metros de allí, en dirección este, se hallaba la cafetería ‘Florentino’, pero esta de más reciente inauguración. Al finalizar la calle Larga o Jáudenes a la derecha y haciendo esquina con la Avenida General Sanjurjo –hoy José Victori Gonalons– se hallaba el restaurante de los pobres; los ‘Pellejos’. Aquí solían comer, militares de baja graduación y gente de la mar, y algunos que se avergonzaban de entrar, por el que dirán, solían mandar algún niño tras una propina, provisto de una cacerola, a que le trajera una ración de callos, eran famosos.
Bajamos por General Sanjurjo y a la altura del número 12 hallábamos el bar del ‘Cante escuchao’. Típico bar de tertulianos, donde el gran tema de conversación solía girar sobre el cante jondo. Era famoso en la ciudad el ‘Niño del cante escuchao’, que rivalizaba con otros famosos como los hermanos Borrego, ‘El niño del cohete’, Pepe Córdoba, entre otros. En el número 8 de esta misma calle, estaba el ‘café bar Canarias’, propiedad de don Pedro Pérez. Este bar es la única reliquia que nos queda de aquel pasado. El único que sigue en pie, dado que todos han ido cayendo paralelamente al declive de la flota pesquera, y que para poder subsistir, se convirtió en salón de juegos.   
Dejamos el ‘Canarias’ y a los pocos metros la calle se ensancha, para que metros más abajo unos escalones nos dan acceso a otro bar que no recuerdo el nombre, en el barrio era conocido como  ‘bar del Puente’, otra bodega donde también se degustaba un buen vino. Siguiendo por la misma acera y dejando atrás la calle Mártires donde las esquinas las forman Casa Cosío y la ferretería Aragón, a los pocos metros, topábamos con ‘La Mezquita’, cuyo último propietario, antes de convertirse en ‘Kilomet’, fue don Francisco Amado. Este bar se dedica a dar comidas económicas –competencia de los ‘Pellejos’– y solía ser frecuentado por pescadores de marrajeras. De hecho, el propietario era armador de una llamada ‘Las tres Rositas’. Estos pescadores, a diferencia de la traíña que utilizan el arte de cerco, usanban el sistema llamado  palangre.

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