Ceuta continúa, imperturbable, su estrafalario peregrinaje hacia ninguna parte. Hoy, nadie es capaz de predecir con un mínimo rigor cómo será nuestra ciudad en un futuro relativamente próximo.
Vivimos en un estado de permanente e inquietante espera, confiados en que el tiempo ajuste milagrosamente lo que nosotros nos empeñamos en desbaratar diariamente con redoblado afán. La inmensa mayoría, silenciosa y estupefacta, ha renunciado a ejercer su legítimo protagonismo, delegándolo en el PP, en la convicción de que este partido es quien mejor defiende los intereses de nuestra Ciudad. Este hecho quedará reflejado en los anales de la historia como un perfecto ejemplo de la alienación política. Porque el único hecho cierto es que, más allá de las medidas paliativas a corto plazo, útiles para persuadir a incautos y egoístas, el PP no ha sido capaz de abordar ninguno de los problemas estructurales que convierten a nuestra Ciudad en un jeroglífico sin solución esperando el desenlace final. Socialmente, Ceuta es un polvorín (como consecuencia del racismo, el fracaso escolar, el paro y la pobreza); económicamente una ruina (sustentada artificialmente por los presupuestos del estado y la economía irregular o sumergida) y políticamente un engendro (palmariamente desencajada de todas las estructuras posibles).
Pero es aún peor. A esta letal trilogía, asumida ya como inevitable, se está acuñando lenta, aunque inexorablemente, una cuarta seña de identidad no menos dañina. Los gobiernos del bipartidismo, por la vía de los hechos consumados, están convirtiendo Ceuta en una Ciudad-presidio para inmigrantes. Desde las cloacas del sistema, rehuyendo el debate político, y apoyados en “razones de seguridad” que tan eficaces resultan para convencer a una sociedad insensible subyugada por el confort, han pergeñado un pequeño laboratorio antropológico, en el que se experimenta con la crueldad como instrumento disuasorio de la inmigración. La derecha (en todas sus versiones y matices) tiene una contrastada experiencia en esta materia.
Si el Gobierno del PP tuviera algún interés en Ceuta, ya habrían adoptado las medidas pertinentes para dotarnos de un marco legal inequívoco, seguro y estable desde el que gestionar correctamente los flujos migratorios en la parte que nos corresponde. El espectáculo ofrecido por el Gobierno tras los sucesos de febrero en El Tarajal, sonrojaría a cualquier persona decente. Que el Gobierno de la Nación no sepa decir dónde empieza España, ahorra argumentario. Es de conocimiento universal que la inmigración no es un fenómeno pasajero. En consecuencia, lo lógico sería resolver los problemas detectados para evitar nuevos conflictos. Sin embargo, y a pesar de las evidencias, nada se ha hecho. El Gobierno prefiere mantener la ambigüedad. Porque allí se desenvuelven con más tranquilidad e impunidad. En tierra de nadie, los derechos se diluyen y las porras afloran. Es la situación ideal para quienes ven en los derechos humanos un enemigo irreconciliable de su patológico egoísmo. De este modo, los inmigrantes que llegan a Ceuta son víctimas de la más absoluta arbitrariedad. Las decisiones sobre su vida no están fundamentadas en leyes claras, precisas y tasadas, sino en un conjunto de interpretaciones y vaguedades que terminan por dejar en manos de los políticos de turno su destino. Los políticos de turno (hasta ahora fundamentalistas del bipartidismo) encuadran la inmigración entre la concertina, el palo y la reclusión. Ceuta, concebida como un lugar para escarmentar.
Y así, hemos llegado al lacerante episodio de las familias sirias acampadas en la Plaza de los Reyes. Exigen que se agilicen los expedientes que les permitan transitar a la península. Es difícil encontrar una reivindicación más justa y razonable. Y sin embargo, se les niega, aduciendo un hipotético respeto al “principio de autoridad” (si acceden a la petición estarán fomentando las acciones de protesta, dicen). Es una interpretación de la realidad tan mezquina y miserable que provoca nauseas. Cuando el principio de autoridad se desvincula de la ética, se convierte en barbarie institucionalizada. No es posible abstraerse de la angustia de estas personas sin incurrir en un abominable pecado de inhumanidad. La Delegación del Gobierno sabe perfectamente que la normativa vigente ampara a estas familias que huyen de una guerra y buscan refugio; pero hacen prevalecer su indigno papel de “vigilantes de la porra de la opulencia del norte” sobre el respeto a los derechos humanos. Para ellos, el sufrimiento de los seres humanos no es más que una pieza del tablero de juego en el que dilucidan sus cuitas de poder. No sienten el menor remordimiento cuando pasean su esperpéntica figura, embutida en uniformes de políticos decadentes, entre miradas inocentes de niños que buscan ansiosos la vida. Se sienten gente importante. Son vomitivos.
Capítulo aparte merece el ejército de maldad que reclama acciones contundentes para desalojar la plaza. No se indignan con un Gobierno que está infligiendo un trato inhumano (e ilegal) a unas familias humildes que llevan años huyendo de una guerra; sino que arremeten contras las víctimas por que les molesta la imagen, les quiebra su idílico paisaje de personas felices en tierra de prosperidad. A veces se diría que Dios (el que cada uno elija) se ha marchado de vacaciones, acaso definitivamente, de esta Ciudad. El Gobierno de la Ciudad, presionado por esta legión del horror, en lugar de colaborar para acelerar el traslado a la península, emplea su tiempo, su energía y su dinero en buscar la solución más eficaz para practicar el desalojo. No importa la suerte de aquellas personas. ¡Que se vayan de allí!, gritan como iracundos aprendices de terratenientes de la nada, superados por un odio incompresible.
Es posible que tanto despropósito sea consecuencia de la ignorancia. Se impone un insoslayable examen de conciencia. Dejando al margen la llamada “emigración masiva” (cuatro millones y medio de españoles abandonaron nuestro país entre 1890 y 1930); sólo en 1939, quinientos mil españoles emigraron huyendo de la guerra; en 1960, dos millones de españoles, tuvieron que marcharse empujados por la pobreza. Todas esas personas han sido auténticos héroes anónimos que han construido con su impagable esfuerzo, sus penurias, y en muchos casos con su vida, este estado de bienestar que, hoy, otros disfrutamos. También acamparon en plazas, en calles, en cunetas… defendiendo el derecho a una vida digna. También nos humillaron, nos desalojaron, nos insultaron y nos despreciaron. Eso somos nosotros, ese es nuestro ADN. Quien reniega de sus orígenes es un desdichado de escaso valor como persona. Los españoles, y en nuestro caso concreto los ceutíes, tenemos una deuda de gratitud con la humanidad que debemos saldar profesando comprensión, afecto y auxilio a todas las personas que, como los amigos sirios, hoy, necesitan nuestra ayuda.