Opinión

Centenario del Tratado de Versalles

Se constatan, multitud de causas que trasegaron al viejo continente a convertirse en el epicentro de la guerra más mortífera y con más fallecidos de la Historia. Desde el apogeo de totalitarismos, ya fueran fascistas o comunistas, viniendo por el expansionismo germano y el colonialismo británico, hasta la crisis del año 1929.
Pero, sin duda, el Tratado de Versalles rubricado el día 28 de junio de 1919, es decir, hace ahora justamente un siglo, puso fin a la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (1914-1918), asentando los cimientos iniciales del orden multilateral de gobernanza global, que hemos heredado.
Era evidente, que la catástrofe con la que comenzó el siglo XX, nos reportó a un reordenamiento del entramado geográfico, social, político y económico, donde la Tierra cambió tajantemente; pero, sobre todo, la cuantificación de dieciocho millones de vidas perdidas y el desenlace de decenas de millones de muertos provocado por la fiebre española; así como, veintiún millones de heridos y mutilados, diez millones de refugiados, trescientos millones de casas devastadas, numerosas ciudades y pueblos total o parcialmente destruidos, al igual que calzadas, puertos, fábricas, etcétera.
Un acontecimiento que sumergió a este continente y a una gran parte del planeta, en un pasadizo sombrío, que veinte años más tarde desembocaría en una segunda contienda; pero, también, en la huella identificativa de un acuerdo internacional, que tuvo una enorme repercusión durante el pasado siglo y aún hoy, continúa teniéndolo.
Habían sido cuatro difusos y dilatados años en otra pirueta de la humanidad, en los que la urbe europea había pasado del optimismo y la demencia belicista, a precipitarse por el barranco del recelo y la ruina más calamitosa. Por primera vez, los difuntos civiles representaban dos tercios del total de los perecidos en un enfrentamiento militar.
Consecuentemente, influidos por el abatimiento al comprobar la colosal capacidad destructiva que la gente había descubierto por medio de sus herramientas e institucionalidad bélica, los estados firmantes del Tratado de Versalles se comprometieron a fraguar un orden internacional que dejara atrás las discrepancias, dando un impulso a la cooperación y amistad recíproca, como una nueva forma en las relaciones internacionales.
No obstante, era difícil de obviar, que en la etapa de la posguerra predominó lo contrario, un mundo a primera vista dividido. Las heridas abiertas entre las fuerzas fueron seguidas de disputas nacionalistas, como de fascismos y militarismos, revolución socialista, conflictos regionales y carrera armamentística, proteccionismos y crisis económicas, entre algunas de las manifestaciones que confluyeron e hicieron saltar la chispa de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Con todo, lejos de que Versalles simbolizara el cerrojazo al imperialismo decimonónico, más bien, fue el estreno de una fase más combativa, que armonizó antiguas refutaciones imperialistas con intenciones exaltadas como el hitleriano. El nuevo laberinto universal fue aún más catastrófico con cincuenta millones de caídos, pero, que no se convirtió en obstáculo para que pronto detonara la Guerra Fría (1947-1991) y, mismamente se eternizaran los choques regionales y entre naciones.
Así, el nombramiento del Palacio de Versalles para las futuribles negociaciones que estarían por llegar, no fue algo fortuito. Ya que allí mismo, los franceses habían sufrido la degradación de su derrota en la Guerra franco-prusiana (1870-1871), con la aprobación como emperador de Guillermo I (1797-1888) en el Salón de los Espejos.
Del período de este tratado, se emanan doctrinas que en la actualidad son absolutamente legítimas, como la obligación del respeto al Derecho Internacional y el desempeño de las obligaciones internacionales, o el multilateralismo para contrarrestar los retos que concurren y la consecuente unidad de Europa.
Ciñéndome sucintamente a la firma de este tratado histórico, que le dio carácter a las sociedades presentes, y que administrativamente puso el punto y final a la guerra entre Alemania y las potencias aliadas, posteriormente a la Primera Guerra Mundial, los estados intervinientes dispusieron de una amplia documentación y estudios pormenorizados para plantear la cuestión esencial, que, sin duda, sería cómo iba a sufragar Alemania la estimación de estas reparaciones, valorada en unos 31,4 millones de dólares de la época, correspondiente a 442 millones de dólares de nuestros días.
Actualmente, es generoso el razonamiento en afirmar, que se asignó una indemnización demasiado excesiva a Alemania, aunque, historiadores bien definidos la discuten, al defender que las deudas proporcionalmente eran equivalentes a los recursos del país y, por lo tanto, no se disparaban a lo irracional. Habiendo sido finiquitada definitivamente, el 3 de octubre de 2010.
En el resto de documentos se explicita, cómo se veían perjudicados otros países, incluida la división del imperio otomano.
También, otros líderes exploraron sus intereses, tomándose como muestra el caso del emir Fáysal ibn Husáyn, con frecuencia nombrado como Fáysal I de Irak, que estaba dispuesto a establecer lo que a posteriori, se limitaría a lo que hoy es Arabia Saudí.
Del mismo modo, estuvo sobre la mesa qué hacer con Siria, evidentemente, todavía estamos tratando de responder a esta cuestión. Lo cierto es, que treinta naciones estaban constituidas en el plano de asientos, donde la distribución de los cuatro grandes como EE.UU., Reino Unido, Francia e Italia, proyectaron el dominio que ostentaban sobre el futuro del Tratado de Versalles.
Las circunstancias y objeto de estudio fueron bien diferentes y para teorizarla, basta con interpretar el paisaje geopolítico durante las reuniones, inconsistentes y sin horma a nivel mundial, que no adquirieron suficientes mimbres como para aplicar sus premisas.
Inmediatamente, tras seis meses de negociaciones y la Conferencia de Paz de París, que acompañaron al armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918, Alemania, la gran perdedora, frustrada y arruinada de la conflagración y retratada como la principal incitadora del lance, asistió para certificar un tratado de desarme y resarcimientos específicamente severo para sus intereses.
Con este Tratado, Alemania debía dar la razón no sólo al desacierto en el campo de batalla, sino aceptar su responsabilidad moral y material, ahora apartada del tablero geoestratégico.
Por ello, como antes se ha citado, Alemania estaba exigida a hacer frente a considerables desagravios, con el propósito de subsanar a los estados ganadores y a los habitantes alemanes que habían invertido en la guerra.
De esta manera, Alemania tuvo que hacer designaciones territoriales, traspasar su imperio colonial distribuido entre los vencedores, especialmente Francia y Reino Unido; conjuntamente, entre algunos mandatos facilitó la totalidad del material bélico y promovió un procedimiento gradual de desmilitarización hasta hacerlo definitivo, anulando para ello el servicio militar obligatorio y, en paralelo, suspendiendo la elaboración de cualquier útil de movilización.
De la misma forma, a lo largo de un quinquenio, se deshizo de una parte importante de buques mercantes, cabezas de ganado, carbón, efectos industriales y cables submarinos, fabricación química y farmacéutica, oro y moneda en metálico. El desembolso de 132.000 millones de marcos debía cumplimentarlo en oro; una cantidad que extremaba sus reservas y que irreparablemente indujo a una inflación galopante, que excepcionalmente entorpeció la recuperación económica de la nación.
Por este precedente, no le quedó otra alternativa, que solicitar créditos patrocinados básicamente por operadores americanos y magnates.
Profundizando en los antecedentes anteriores, se desprende, que Alemania malogró el 13% de su espacio europeo y el 12% de su población. En concreto: al este, repuso a Francia la comarca de Alsacia-Lorena, de la que se había apropiado hacía más de cuarenta años. Asimismo, hubo de adjudicarle terrenos a Bélgica y a la Sociedad de Naciones (SDN) o Liga de las Naciones, le concedió el control por quince años de la región de Saar. Y, por si fuera poco, en el norte, Dinamarca adquirió la zona de Schleswig y, al este, continuó con Checoslovaquia, Polonia y Lituania que obtuvieron departamentos, jurisdicciones y demarcaciones territoriales.
Cien años después de la firma más discutida de toda la contemporaneidad, constan evidencias análogas que produjeron las dos guerras mundiales. Diecinueve años han transcurrido del nuevo milenio, donde la globalización, la paz y la conservación están coaccionadas con dirigentes nacionalistas y militaristas; a lo que le secundan las progresivas rigideces políticas y operaciones regionales; desaceleraciones económicas integrales y el forcejeo en la pugna de la supremacía internacional, entre los Estados Unidos y China.
Vista algunas de las variables identificativas, dos serían los planos desde donde debería hacerse un juicio histórico sobre el Tratado de Versalles, pero, con anterioridad, hay que indicar, que documentalmente, es un texto amplio trenzado con cuatrocientos cuarenta artículos, diversos anexos y una configuración compleja.
Entre las que inciden, la Parte I comprende el Pacto de la SDN (arts. 1 a 26 y Anexo); a continuación, disposiciones sobre los nuevos límites fronterizos de Alemania, estipulaciones militares, navales y aéreas, condiciones sobre prisioneros de guerra, reparaciones y cláusulas financieras. E igualmente, se compilan otras disposiciones sobre vías férreas y vías marítimas, puertos y navegación aérea.
La Parte XII está destinada al nuevo marco de las relaciones laborales con la plasmación de la Conferencia Internacional del Trabajo (CIT) y la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) en sus arts. 387-389 respectivamente.

Por último, el Tratado acaba con pronósticos sobre ordenamientos y garantías.
En atención a los criterios instituidos en la norma jurídica de naturaleza internacional, vinculante y obligatoria para los estados que lo suscribieron, primero, se hace figurar su escasa competencia en obtener el último objetivo propuesto en los catorce apartados del discurso del presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson, emitido el 8 de enero de 1918. Literalmente manifestó: “La creación de una asociación general de naciones, a constituir mediante pactos específicos con el propósito de garantizar mutuamente la independencia política y la integridad territorial, tanto de los Estados grandes como de los pequeños”.
Esta asociación, me refiero a la SDN, en efecto fue instituida, pero únicamente consiguió un concretísimo peso, elocuentemente por el cambio en la tesitura de los Estados Unidos, cuyo Congreso no ratificó la membresía en ese organismo.
La efímera paz conseguida por el Tratado de Versalles y la SDN, se estancó, esencialmente, como consecuencia del desconcierto económico que autografió a la década de los treinta. Siendo incompetente para abarcar las aspiraciones de las potencias revisionistas en Europa y Asia; e incluso, de satisfacer la voluntad indignada de Alemania.
Específicamente, las rigurosas y durísimas medidas imputadas en el Tratado al país germano, como la gran fracasada de la Primera Guerra Mundial, cuyos efectos negativos vino precedido por el ahogo económico, residió en el descontento dentro de su comunidad hacia el resto de la colectividad internacional, predisponiendo el levantamiento del régimen nazi y la tendencia en la gestación de la Segunda Guerra Mundial o Gran Guerra.
Terminada esta, los estados triunfantes se empeñaron en no caer en el mismo traspié del Tratado. Principalmente, en 1948, Estados Unidos implantó un programa de asistencia máxima para la restauración de Europa, el conocido Plan Marshall o European Recovery Program, consignando el 11% de sus fondos para costear el restablecimiento de Alemania Occidental.
Segundo, a pesar de las indiscutibles restricciones como organismo apto para salvaguardar la paz internacional, la SDN fue comparativamente exitosa en compensar el curso de los nuevos estados, socorrer a las minorías y abrir la puerta a la transición formal de territorios colonizados en estados soberanos.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, de muchísima mayor atracción histórica con irrisorios logros, la SDN se empleó de referente para la constitución de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En pocas palabras, se podría sintetizar, que conllevó la nueva diplomacia, la autodeterminación de los pueblos y la consumación de la autocracia con la intervención de todos los países. El empeño era clarividente: ser el lugar de encuentro con talante pacífico, donde quedasen zanjadas las controversias.
Quizás, lo aquí puntualizado pueda dar la sensación de quedar distante en una época pretérita como la descrita. Pero, es preciso matizar, que la Segunda Guerra Mundial no se debió propiamente por el sumario que acuñó al Tratado de Versalles, sino, a las deliberaciones que aportaron los gobernantes en instantes decisivos anteriores a su cierre.
De hecho, los analistas son remisos en situar algún vínculo mecánico, entre la liquidación de la deuda que tenía pendiente Alemania y el acrecentamiento de la ideología nazi, ya que como se ha mencionado, no hay que tildar al Tratado como el causante del conflicto que, luego detonaría.
Por ende, las nuevas aportaciones de los expertos inducen a suponer que, probablemente, al crearse un clima propicio al nacionalsocialismo, comúnmente acortado como el nazismo, fue más trascendente el impacto político de las reparaciones, que el económico.
La Carta de las Naciones Unidas y la causa de unificación, son muestras altisonantes que las teorías que allí se ejemplificaron, no cayeron en saco roto. En contraposición, en la perspectiva presente han sobrevenido otros inconvenientes de calado turbio, que necesariamente demanda de soluciones inéditas.
Los egocentrismos e individualismos nacionales han reaparecido con vivacidad. Las múltiples contrariedades existentes revisten de una gran complejidad y no es un buen remedio blindarse en el interés nacional como regla de conducta y, menos aún, en el retroceso identitario, que tampoco lo enmienda.
No queda otra, que resistir a los nuevos envites, porque con el Tratado de Versalles, la universalización resultante de los derechos humanos, la gestión de los recursos comunes, el desarme nuclear, la innovación tecnológica, el cambio climático o el hambre y la pobreza más extrema de cuantiosas poblaciones, como los flujos migratorios, los nacionalismos dictatoriales, los fundamentalismos religiosos, y así, un largo etc., no se quedan en la remesa como aquellos tantos que afloraron en aquella época.
Todos, sin exclusión, somos beneficiarios del orden multilateral cuyas primeras simientes se esparcieron con el Tratado de Versalles. Acaso, el transcurrir de los tiempos, ha podido empañar nuestra agudeza sobre la valiosísima evolución de las relaciones internacionales que esta herramienta sembró. En aquel tiempo, se estaba falto de organismos de gobernanza; la soberanía absoluta de las naciones era el método jurídico-político por excelencia; siendo la guerra, la última aplicación no impedida y el emblema peculiar por antonomasia de la soberanía estatal.
Era para menos: la finalización de la Primera Guerra Mundial había avivado un verdadero tumbo geopolítico; la proyección europea y de Oriente Próximo fue obra de la decadencia de los imperios austro-húngaro, alemán y otomano; además, emergieron nuevos estados-nación y varias minorías étnicas resultaron desorientadas, limitadas o enclavadas en las nuevas fronteras sin el reconocimiento de sus singularidades.
Pero, a diferencia del ayer, hoy, asumiendo como principio un sistema de gobernanza general, que ha desterrado la guerra y que emprende la democracia, la paz, el respeto a los derechos humanos y la cooperación internacional, perduramos en una creación más gobernable, donde la comodidad individual y la bonanza social asumen incalculables oportunidades de actuación.
Naturalmente, la aldea global soporta inmensos desafíos para conducir nuestro hogar común. La acentuación de las relaciones entre los distintos actores internacionales; las nuevas tecnologías de la información; los vaivenes culturales y la variabilidad del diseño político inclinándose a la multipolaridad, hacen incuestionable, que las estructuras de gobernanza de ahora, no sean los adecuados.

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