Opinión

Cataluña y los reyes magos

Está visto que Cataluña se ha convertido, querámoslo o no, en el más grave problema de España. Y lo es porque se está tolerando que unos cuantos fanáticos sigan llevando las riendas del gobierno de aquella Comunidad Autónoma, que para ellos, en su alocada fantasía, es ya una República independiente, aunque “los españoles” se empeñen en lo contrario. Y todo ello con un Gobierno de la nación cuya ansiada permanencia depende, precisamente, del voto de los partidos independentistas en el Congreso de los Diputados.

En esa coyuntura, el Presidente de la Generalidad catalana, Quim Torra, junto con el de la fantasmal “República catalana en el exilio” de Puigdemont, además de la CUP, con sus belicosas fuerzas de choque, los llamados “Comités de Defensa de la República” (CDR) han encontrado un filón para forzar al Gobierno de España, con su Presidente Sánchez a la cabeza, a hacer una humillante y ridícula pantomima, que aquellos consideran una “conferencia en la cumbre”, de igual a igual, mientras que éstos la reducen a una “reunión cordial y de cortesía”.

Lo cierto es que Torra se ha apuntando, al menos, dos tantos: el de la fotografía de todos juntos y revueltos, y además, el de una declaración del Gobierno de España rechazando la aplicación del artículo 155 de la Constitución para centrarlo todo en el diálogo.

Es sorprendente que el inventor del “no es no” pregone ahora las bondades del diálogo. Es triste tener que reconocerlo, pero el desaforado empeño de Pedro Sánchez de seguir al frente del Gobierno central –para lo que necesita contar con los votos de los independentistas- está poniendo en el peligroso filo de la navaja algo tan fundamental como es la unidad de España.

Ese comunicado conjunto reconoce la existencia de “un conflicto sobre el futuro de Cataluña” que debe “resolverse mediante una propuesta política” no es más que un triunfo para Torra y una vergonzosa cesión para Sánchez, pues se está pretendiendo nada menos que callar la boca a la Justicia, a la vez que se pone en peligro nada menos que a la piedra angular de nuestra Constitución, basada, según consta expresamente en su artículo 2, “en la indisoluble unidad de la Nación española, Patria común e indivisible de todos los españoles”.

Aquellos que pronto serán juzgados por el Tribunal Supremo no son más que unos individuos cuya actuación pretendió romper la unidad de España y que, además, creen haberlo logrado con los resultados de un referéndum previamente prohibido por la autoridad judicial, un referéndum, por tanto, ilegal.

Si fue rebelión o sedición, si fue también malversación o no, es algo que tiene que resolver el poder judicial sin intromisión alguna por parte de un poder ejecutivo, empeñado en quitar hierro a unos hechos de la más alta relevancia, por cuanto supusieron un ataque a la Constitución y, lo que aún es más grave, a la preexistente unidad e integridad de España como nación única e indivisible.

¿Qué propuesta política cabe hacer ante hechos tan graves? ¿Repetirlos? Porque eso, y nada menos que eso, es lo que desea Puigdemont y su aplicado discípulo, No admiten diálogo alguno que no se dedique a debatir sobre el modo de hacer un referéndum sobre la independencia catalana. Pero estamos en plenas fiestas navideñas, y pienso que ya está bien de tanta Cataluña y de tanta ambición de poder, poniendo en solfa nada menos que la unidad de España, Éstos no son días para intentos de conformar a algunos y, con ello, enfadar a otros.

Son días de paz, de amor fraterno, de santa alegría, de coros y villancicos, de loterías y fotos de los afortunados, de felicitar las fiestas, de mantecados y polvorones, de celebración del nacimiento de nuestro Salvador, de roscones de Reyes, y de esperar a su deseada visita… Siendo niño, veía en las películas de Hollywood cómo aquellos afortunados niños norteamericanos recibían los regalos el Día de Navidad, y que esos regalos los hacía un viejo bonachón llamado Papá Noel, que conducía un trineo volador tirado por ciervos y que decía constantemente “jo, jo, jo”.

Admito que aquello me disgustaba, porque mientras en otros lugares los regalos eran recibidos el 25 de diciembre, los niños españoles teníamos que esperar hasta el 6 de enero, Día de Reyes, lo que representaba una notoria injusticia, pues aquellos tenían más tiempo para disfrutar de sus nuevos juguetes, en tanto que los de aquí solo dispondrían de dos o tres días para ello antes de que terminaran las vacaciones.

Mis razonables quejas no eran atendidas; es más, se me decía que lo de Papá Noel era una farsa y que la verdad residía en la venida de los Reyes Magos, que se festejaba precisamente el tardío 6 de enero. No a Papá Noel y a los bonitos arbolitos decorados; sí a los Reyes Magos y a los bonitos nacimientos, con su portal, su río de papel de plata y sus figuritas.

En esa inflexible postura fuimos educados los niños españoles de mi generación, que esperábamos muchos más días que los de otros países la llegada de los Reyes y, con ella, sus regalos, que nos parecían magníficos, aunque para aquella generación, la de los niños de la Guerra, no fue precisamente comparable en el precio y en la calidad, de los regalos actuales. Daba igual, fuese lo que fuese, gozábamos al recibirlos.

Todo era maravilloso, lo único malo es que solamente dos o tres días después había que volver a clase. ¡Ah, lo olvidaba! Que los Reyes Magos solo le traigan carbón a Torra, a Puigdemont y a cuantos asistieron a la “reunión” ¡Carbones y nada más que carbones para todos ellos!

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