Seguro que la mayoría de ustedes recuerdan la magnífica película El show de Truman, en la que un bebé nace bajo los focos de las cámaras de un programa de televisión y toda su vida transcurre en una realidad virtual, donde todas las personas que pueblan su vida son actores y los paisajes en los que deambula son decorados. Todo es ficción. Todo es mentira, pero él no lo sabe y permanece ajeno a la realidad, porque ignora tal concepto. Podría considerarse como una versión moderna e imaginativa de la alegoría de la caverna de Platón, en la que unos hombres encadenados perciben como seres reales las sombras deformadas que se proyectan en la pared de la cueva, pues nunca han visto otra cosa.
De la misma manera, el nacionalismo catalán, con un maquiavelismo y astucia dignos de encomio, ha construido durante cuarenta años una ficción muy elaborada, basada en groseras mentiras repetidas a machamartillo en escuelas y medios de comunicación rigurosamente controlados por su aparato de propaganda. Así han crecido millones de catalanes, en una realidad virtual dirigida y adoctrinada hasta el mínimo detalle por un poder nacionalista omnímodo y totalitario, donde la discrepancia era arteramente identificada con fascismo y anticatalanismo. Todo ello con la vergonzosa aquiescencia de los sucesivos gobiernos de España, capaces de venderse por un plato de votos sin el menor escrúpulo con tal de sumar los sufragios suficientes para poseer el bastón de mando en el Gobierno de Madrid. Como si el show de Truman-Cataluña no fuera con ellos. Y ahora, a punto de llegar la sangre al río, se dan cuenta de su mayúscula negligencia. La integridad territorial de España, una de las naciones más antiguas de Europa, está en juego, lo cual no sería tan grave si no fuera porque la construcción del hipotético nuevo país catalán está cimentada en unos sentimientos creados artificialmente con ominosas falacias.
Las mentiras de la ideología nacionalista catalana son muchas y variadas, teniendo como denominador común el victimismo y una suerte de supremacía económica, que llega en ocasiones a un mal disimulado racismo. Sí, he dicho racismo, y no deja de ser paradójico que partidos autodenominados de izquierdas hayan sido y sean cómplices necesarios del oprobio, defendiendo postulados tan rancios y reaccionarios. La izquierda española es así de peculiar, pero eso sería asunto de otro artículo.
Por razones de espacio me ocuparé hoy solo de dos de los mantras repetidos hasta la saciedad por el catecismo ideológico nacionalista.
Mantra número 1. España es un país fascista y antidemocrático. España nos oprime y nos priva de libertad. Pues no. La democracia española es perfectible, como todas, pero en la actualidad está homologada internacionalmente con las más avanzadas del mundo. Lo constatan instituciones imparciales libres de toda sospecha. En el Economist Democracy Index de 2016 https://www.eiu.com/topic/democracy-index, estudio anual que maneja 60 parámetros de niveles de democracia en 167 países del mundo, el estatus de España es el de “democracia plena”, en el puesto número 17 del mundo, por delante de países como Francia, Bélgica, Italia, Estados Unidos o Japón, por citar algunos ejemplos significativos. En pocos países perfectamente democráticos se permite, impunemente, insultar y abuchear públicamente al rey, silbar el himno nacional, quemar banderas, hacer escarnio de instituciones y símbolos comunes, y el sinfín de actos ofensivos para la mayoría de la población que son tolerados estoicamente en el nuestro, en nombre de la libertad. No, España no es fascista ni antidemocrática. Lo fue, por supuesto, pero con la lucha de muchos y la determinación de todo un pueblo nos hemos situado en los puestos de cabeza del planeta en calidad democrática. Disfrutamos de unos niveles de libertad tan satisfactorios como mejorables, pero calificar España de fascista y antidemocrática, como hace machaconamente el gobierno y el nacionalismo catalán, es un disparate tan burdo como malintencionado. Pero les funciona, en parte gracias a la valiosísima complicidad de la izquierda populista, que no tiene reparos en hacerles la ola para medrar y acercarse al codiciado poder a costa de lo que sea.
Mantra número 2. El Estado español ataca y discrimina la lengua catalana. Todo lo contrario. El catalán goza del momento de mayor esplendor de su milenaria historia, favorecido por las políticas lingüísticas de recuperación y promoción que se impulsaron desde la Constitución de 1978. Es la lengua regional de toda Europa que disfruta de mayor apoyo institucional por parte del Estado. Es la lengua vehicular exclusiva de la Educación, lengua oficial prioritaria de todas las instituciones catalanas –cuando no única-, lengua única de todos los medios de comunicación públicos catalanes, disfruta de millonarias subvenciones del erario público que en muchos casos tienen como objetivo, más que la promoción y difusión del catalán, la exclusión y arrinconamiento del castellano, que paradójicamente, es la lengua materna de la mayoría de la población de Cataluña. Ni siquiera países con Estado propio, como Irlanda, dispensan a su lengua autóctona el trato de favor de que goza el catalán en Cataluña. Decir que el Estado español discrimina la lengua catalana es un embuste tan cínico como insostenible. Bastante más realista sería afirmarlo respecto a los castellanohablantes en Cataluña, que soportan con resignación silenciosa la exclusión de su lengua de todas las esferas públicas, en un calculado ejercicio de hispanofobia por parte del nacionalismo catalán. Por increíble que parezca, la falacia de la persecución lingüística también funciona dentro y hasta fuera de Cataluña.
Estos dos mantras de la Cataluña oficial, entre otras muchos (“catalanofobia”, “Espanya ens roba”, etc.) no soportan el menor contraste con la realidad. Me ocuparé de estos últimos en otro artículo. Pero el nacionalismo catalán, que ostenta desde hace cuatro décadas todos los tentáculos del poder, los ha inoculado en la población con innegable éxito. Casi dos generaciones que han nacido y crecido en el show de Truman, sin enterarse de que son personajes de una realidad virtual y manipulada al servicio de una de las ideologías más peligrosas del último siglo: el nacionalismo excluyente.
No va a ser fácil convencerles ahora de que todo era una película.
Magnífico artículo.