Era el tiempo de Al-Mansur IbnAbi Aamir, vivían en Ceuta dos pequeños amigos, Yusuf e Hixam, de familias de campesinos hechos a la dura briega. Siendo ellos los más pequeños se dedicaban al pastoreo de un hato de cabras que reunían de este y de aquel vecino.
En general, todos los vecinos eran amables con los niños. Y en especial Aisha, una joven que recientemente dudo a luz a su niña Mariam y que por haber enfermado tras el parto ya no iba al bosque que tanto le gustaba. El marido la había llevado a la ciudad a que la examinaran los médicos, sin que estos dieran con la curación. El marido era un gigantón, de frente redonda y boca con dientes como tejas, que se desesperaba porque Aisha ya no era la que fue. Una joven fuerte y trabajadora con toda clase de dotes porque antes de ponerse enferma, además de despellejar y curtir la piel, era capaz de adobar el cordero como nadie. Manejaba el almocafre, plantaba coles y hortalizas; daba con los escondidos zarzales donde crecen las esparragueras. Gustaba de competir con los piconeros, cuando subían por las hoyas de leña donde se hacía el carbón. Si hacía de cocinera era capaz de llevar la manija de la cuadrilla como el mejor capataz.
Los niños habían probado su guiso de liebre con hierbabuena y era delicioso. En cuanto a su temperamento, su carácter se asemejaba a aquellas colinas, siendo a veces tan indómita, y eran sus rasgados ojos del color de la hierba y de las neblinas de marzo.
Por la tarde, cuando devolvían las cabras, Aisha no solamente le daba la moneda sino que , según los vaivenes de la enfermedad, les preparaba pan markook doblado con miel. Contaba a los niños que en el bosque cada brizna de hierba, cada ser por diminuto que fuera era parte de un todo viviente, de un mosaico de vida que no había que desbaratar, del mismo modo que en cada se cuidaban muebles y cacharros y los suelos deben de estar bien limpios. Si se le trataba bien el bosque era dador hasta un límite y ofrecía para el cesto los frutos silvestres, las cerezas, el espolio y la zarzamora. El bosque daba esto y mucho más , y llegaría un tiempo en que si se portaban bien comprenderían su voz y la de los seres que allí vivían , porque todos los seres tenían su propia voz que era digna de ser escuchada, tanto era así que ella los oyó más de una vez cantar de felicidad y de oírlos había aprendido la tonadilla. Su voz era de esas.
Los niños no comprendían lo que Aisha quería decir. En ocasiones, con la pequeña Mariam en brazos, la joven inclinaba la cabeza como bajo el peso del incierto futuro. Los niños no interrumpían porque les daba lástima y porque los hacía soñar despiertos.
Fuera como fuera, de muy mañana Yosef y Hassam llamaban a las puertas y la gente de la casa le confiaba la cabra o el par de cabras y, por supuesto, llamaban a la puerta de Aisha que acostumbraba a saludarles con una sonrisa de la flor recién abierta y solía decirles algo como “Disfrutad del día en vuestra casa grande. La casa de todos “ Y, camino adelante, los niños se echaban a reír porque no sabían bien lo que Aisha quería decirles.
Una mañana fue el marido el que les entregó las cabras y no tenía cara de que fueran bien las cosas. Así que los niños se alejaron pesando sobre ellos la impresión de que una tragedia se gestaba a sus espaldas.
Ya que Aisha hablaba tanto del bisque, Yusuf le preguntó a Hixam “¿Qué es para ti el bosque?” A lo que Hixam, encogiéndose de hombros, respondió “Pues es el lugar donde comen las cabras”. Sonó tan conciso que los dos niños se echaron a reír. Ellos no sabían gran cosa. Pero sabían que no habían de perder de vista al hato y a cada una de las cabras o se meterían en un embrollo. Y luego de conversar de sus cosas y de andar un buen rato llegaron al bosque de Tadafuq, situado en una quebrada por donde corría un arroyo pedregoso entre jaguarzos y bosquetes de quejigos y acebuches. Una vez soltado el hato, se divertían tanto de los varetazos y saltos de sus cabras como de cualquier otra cosa que cayera bajo sus inquisitivas miradas predispuestas a la diversión. No obstante, había unos seres que les molestaban y eran las hormigas. No hormigas cualquiera sino gigantonas, de cabeza roja y mandíbulas como tenazas que en todo se entrometían , por lo que al decir de ellos eran los animales más molestos , perjudiciales e inútiles no sólo de aquel bosque sino de todos cuantos bosques hubiera, por lo que , aunque esté feo decirlo, las pateaban en cuanto tenían ocasión.
Aquella vez escondieron la manduca debajo de un arbolillo de enebro y después de jugar fueron a buscarla pero la cazuela había desaparecido. Llenos de zozobra buscaron sin encontrarla. Probablemente, se dijeron, fue robada por pastores, por los zorros o por perros mañosos. Bajo la gazuza, los niños se pusieron tristes debido a que todavía faltaba más de media jornada para regresar a casa y comer. Cuando conducían al rebaño hacia un predio en barbecho, revolotearon de entre los matorrales tres perdices. Los niños corrieron detrás de ellass. Se trataba de una madre perdiz y de sus dos polluelos a los que intentaron cazar a pedradas y cuando más cerca estaban de alcanzar su propósito, de pronto ... esto es que oyeron que la perdiz mamá habló. Su voz era tan chiquita que parecía un silbidito, pidiéndoles que no mataran a sus polluelos porque ella los llevaría de inmediato a un gran nido repleto de huevos de perdiz.
Los niños dejaron de tirar piedras a los polluelos. La perdiz voló delante de ellos hasta unos caballones y entre los matojos, al pie mismo de un gran lentisco, hallaron el nido que la perdiz mamá había cavado con sus patas. Un hoyo relleno de esparceta y zulla, bien disimulado. Había en el nido doce hermosos huevos de color marrón, ligeramente morados y brillantes. Se disponían a cogerlos cuando desde un matorral próximo mamá perdiz con su macha negra en el pecho, negra de luto anticipado por sus futuros polluelos, suplicó a los niños que no se apoderaran delos huevos.
-Mire, señora mamá, nada tenemos contra usted o su prole -manifestó Hixam con tono educado-. Es que se nos perdió la tartera, que no comimos los polluelos de la codorniz y que ahora nos vamos a zampar estos huevos, que usted ya pondrá otros.
-Cada nidada es irrepetible y si este desbarajuste es a causa de que habéis perdido vuestra merienda, yo os llevaré ante una comida mucho más pródiga que mis pobres huevos -y con un vuelo se hizo seguir por los niños.
Todo lo oyó un conejo resabiado por los intentos de cazarlo y juzgó que con aquellos dos las crías del bosque estaba en peligro pues cada especie sabía al menos varios lugares donde criaban sus vecinos del bosque, y que por tanto los niños acabarían zampándose a todos ellos. Juzgó que era el momento de las grandes decisiones y fue en busca de quien bien pudiera ayudar. Y este era nada menos que el zorro de cuya peligrosidad ningún conejo dudaba a menos que el tal tuviera el vientre satisfecho. El conejo encontró al zorro a la sombra de una gran piedra. Lo saludó desde lejos y el zorro le dijo:
-¡Bienvenido , conejo, que te como! -pero en realidad se limitó a mover la cola.
-¡Amigo mío! ¡El sabio del bosque!. Escúchame porque no hay tiempo que perder -y le explicó que un par de pastorcillos perdieron la tartera y al principio solamente querían comer los polluelos de una codorniz pero que la madre delató el criadero de otras madres y al final los niños podrían hacerse con todas las crías.
-¿Por qué ha de importarme? -respondió el zorro con los ojos entrecerrados.
-Ah, dime qué harás cuando desaparezcan esas crías que vienen a reemplazar a sus respectivos progenitores.
El zorro se lo pensó.
-En resumen, ¿qué es lo que quieres?
-Consejo y ayuda porque se supone que eres el más inteligente de todos nosotros.
-Cuentas que lo que provocó que los niños pretendieran comerse a los polluelos fue que perdieron su almuerzo -y al decir esto no pudo evitar relamerse.
El conejo dio un paso atrás (no hay que tachar al conejo de medroso ni mucho menos porque se estaba jugando la vida ante la afilada dentadura del otro). El zorro se incorporó y le aseguró al conejo que para impresionar a los niños necesitaría la presencia del lobo.
-¿El lobo? -prorrumpió el conejo y la garganta acabó de secársele.
-Yo sé dónde se para a estas horas. Ya es viejo, pero servirá-dijo el zorro y así fue como se plantaron ante la guarida del lobo y lo despertaron de la siesta a voces. Cuando el lobo salió de la cueva, el zorro le contó la situación de peligro que en general corrían las criaturas del bosque.
-¿Imaginas la alegría de los familiares de esos niños, cuando estos le cuenten todo lo que saben? Hay que acabar con esta situación.
El lobo contestó de no muy buen talante:
-¿Y tú te imaginas que haría ese tropel humano si tocamos un pelo a esos críos? En mi larga vida he visto arder bosques por muchísimo menos.
Conozco de sobra a esos dos pilluelos y por nada del mundo se me ocurriría acosar a una de sus cabras.
Saliendo del marasmo en que le habían sumido las palabras del lobo, el zorro dijo que si se daban prisa porque él sabía cómo evitar tanta desgracia.
Resultó que los niños, llevados por mamá liebre hasta el escondrijo del corso y, en ausencia de la madre de este, acorralaban a la cría para descargar sobre su cabeza las piedras de que iban armados.
-¡Un momento, queridos niños míos! -exclamó el zorro interponiéndose acompañado del lobo -No habéis pensado en el daño que provocaréis por comer ahora aunque esta noche seguro que no os dormiréis sin cenar.
-¡Quítate de en medio! - gritaron los niños, pero estaban impresionados por la presencia del lobo. que, a parte de figurar, callaba prudentemente porque al final todo lo que dijera un lobo se acababa criticando y tergiversando - A nosotros nos robaron nuestra comida y ahora nos comeremos a ese -y señalaron con ahínco al corcillo.
-¡Un momento! -intervino el zorro de nuevo tratando de hacerse con la situación- ¿Si encontráis lo perdido os daríais por satisfechos?
Los niños respondieron que sí porque , entre otras razones, preferían almorzar sin cocinar.
-Nada más fácil entonces -aseguró el zorro categórico. - No creo que ningún animal del bosque haya robado vuestra cacerola ya que por lo general solo los humanos roban a los humanos que a su vez nos esquilman a todos. Pero no queremos porfiar sino encontrar vuestro almuerzo. Sé quién lo hará -concluyó y se puso a buscar a las hormigas, las de las grandes cabezas y mandíbulas como pinzas de carpintero. Así que dio con ellas, el zorro le explicó la situación a la soberana y esta respondió que nada más fácil que localizar la cacerola por estar sus súbditas desplegadas por todo el bosque. El zorro les prometió que si la encontraban podían rebañarla.
Según almorzaban, los niños prometieron que nunca más atacarían a las hormigas. Y luego tuvieron sueño y al despertar encontraron la cacerola bien limpia y sin una sola hormiga, por si las moscas.
Al caer el día, Yusuf e Hixam regresaron a la aldea deseando contar a Aisha lo sucedido, decirle que aquello que decía acerca del bosque era completamente cierto. Al acercase comprobaron que había gran cantidad de gente en la casa de la joven. Al mediodía el marido encontró que Aisha había fallecido y todo el mundo lo lamentaba porque era una excelente vecina y le daban las condolencias al viudo que tenía los ojos llorosos, en tanto que la madre ya no le hacía arrumacos a Miriam porque había partido para no volver y allí estaba la niña sin los brazos que la acunaban.
Toda la consternación, todo el dolor por la pérdida se dio por entero, pero al cabo la vida había de seguir y la gente fue olvidando a Aisha como la piedra que cae en medio del estanque sin dejar huella, tal y como si nunca sus pies hubieran caminado por la tierra. El propio marido empezó a ronear a Laila Mazud, una joven recién llegada de Tetuán y cuya familia no veía con malos ojos un posible matrimonio, porque al fin y al cabo aquel hombre necesitaba una esposa y la recién nacida una madre, y Laila era capaz de ocupar el lugar de cualquier mujer.
Puestas así las cosas, los niños se guardaron los secretos del bosque y llegaron a preguntarse, suspicaces, si se daba el caso de que sus propias cabras hablaban entre ellas y con los animales de allí. No sorprendieron a ninguna haciéndolo, pero todo era posible.
Sí, era verdad que desde que les faltó Aisha se sintieron como si una gran laguna de ausencia se extendiera ante ellos y el agua de esa laguna era la lástima por aquella que no había hecho mal ninguno. Era verdad que su vivencia del bosque los hizo más comprensivos, más apacibles, ¿y por qué no decirlo?: más felices.
Así que se adentraban en el bosque de Tadafu su aliento fresco y húmedo los acogía, el olor de la vegetación y del suelo, el zumbido de las abejas, el bordoneo de los abejorros o el estridente chirriar de las cigarras. Solían descansar en la penumbra sin dormirse del todo para no perder de vista el hato. En las ramas se oía la voz del ruiseñor, en competencia con el pinzón, el canto fino y enrevesado del jilguero que se enhebraba con el suave y dulce gorjeo del petirrojo. Allá arriba, durante la plenitud de la sobremesa, se oía el susurro del viento entre las hojas. Sí, era cierto que a veces el bosque cantaba y ellos aprendieron la tonadilla. Sí, y sus voces eran ya de esas.
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