Conmemorar supone rememorar en común, es decir, realizar un ejercicio social mediante el que actualizamos en nuestro presente aquellos acontecimientos más importantes de nuestro pasado. La aprobación de nuestra Constitución de 1978, culminación jurídico-política de nuestra Transición a la democracia tras la muerte de Franco, figura entre las efemérides más trascendentales de la historia de España, lo que justifica sobradamente la relevancia de la celebración de su cuadragésimo aniversario. Por si eso fuera poco, la actual situación política confiere a esta conmemoración un significado especial y un valor de oportunidad.
El pacto constitucional de 1978 supuso un punto de inflexión que resolvió más de siglo y medio de intentos frustrados de establecer una democracia liberal en España y, consecuentemente, abrió el período de mayor libertad, estabilidad y prosperidad de toda nuestra larga historia como nación.
En 1978 no decidimos olvidar nuestro pasado, sino que, muy al contrario, lo tuvimos muy en cuenta y supimos aprender de él, de todos los errores que antaño nos llevaron al terrible fracaso de una guerra civil saldada con un régimen autoritario de casi cuatro décadas.
Fue esa amarga experiencia la que nos guio por la senda de la reconciliación y del acuerdo para sentar las bases de un régimen de libertades plenamente homologable al de las democracias occidentales de nuestro entorno. Los españoles llegamos tarde a la democracia, pero cuando llegamos lo hicimos con decisión, con madurez y con inteligencia.
En 1978, en ejercicio de nuestra soberanía, los españoles acordamos convivir como ciudadanos libres e iguales, dentro de un Estado social y democrático de Derecho y bajo la forma política de monarquía parlamentaria. Y acordamos también que nuestra indisoluble unidad como nación era, es, perfectamente compatible con el reconocimiento del derecho a la autonomía política de los distintos territorios que integran España.
Estos son, en suma, los principios esenciales de nuestro pacto del 78, un pacto cuyo balance positivo está fuera de toda duda y que sigue gozando de plena vigencia cuarenta años después. Considero fundamental que los españoles de 2018 seamos conscientes de la inestimable importancia de lo que, juntos, hemos construido en estos últimos cuarenta años, porque sólo así, juntos, podremos seguir protegiéndolo.
Si creyéramos que la democracia es algo que cae del cielo y que el pacto constitucional que le da entidad se sostiene solo y no necesita que todos lo defendamos permanentemente, estaríamos cometiendo un error que podríamos pagar muy caro. La España y, en general, el mundo que vieron nacer nuestra Norma Fundamental eran distintos, por muchos conceptos, a los de hoy.
Sin embargo, las supremas aspiraciones de libertad, de igualdad, de justicia, de solidaridad, que en su día nos motivaron a sacar adelante nuestra Constitución, son las mismas aspiraciones que hoy siguen dando aliento a nuestra sociedad.
En la Constitución del 78 aún seguimos encontrando la mejor garantía para la defensa de nuestros derechos fundamentales y para la limitación de los abusos de poder. Nuestra Norma Suprema sigue ofreciéndonos el espacio de acuerdo fundamental sobre nuestra forma de Estado y de gobierno que mejor puede asegurar nuestra estabilidad política.
La Constitución nos ofrece seguridad y estabilidad para poder seguir progresando: Dentro de ella sabemos a qué atenernos. Fuera de ella, sólo hay inestabilidad e incertidumbre. La Constitución es de todos los españoles, habiten donde habiten y militen en la ideología que militen.
Incluso es de aquellos que dicen no creer en ella. Nadie, pues, debería pretender acapararla, nadie debería proclamarse titular exclusivo de sus valores y nadie, tampoco, debería querer repensarla o adaptarla a la horma de sus preferencias particulares.
Dentro de ese amplio espacio delimitado por sus principios esenciales, la Constitución debe seguir siendo plural, debe seguir sirviendo para aproximarnos a nuestros adversarios políticos, jamás para excluirlos.
No se me ocurre mejor momento que éste de hoy día, con tantas perplejidades e incertidumbres, para que los partidos constitucionalistas asumamos con lealtad, sin reservas ni tacticismos, el compromiso de buscar puntos de encuentro en torno a los principios y valores constitucionales en los que, más allá de nuestras diferencias, coincidimos.
Y para que, de ese modo, construyamos espacios de acuerdo sobre los grandes asuntos que los españoles tenemos hoy sobre la mesa: el fortalecimiento de nuestra democracia; la salvaguarda de nuestro modelo social de bienestar; el papel que nuestro país debe jugar en Europa y en el mundo; y, muy en especial, la defensa de la unidad de España y de nuestro modelo autonómico. Ese sería, indudablemente, el mejor homenaje que podríamos hacerle a aquella valiente generación de políticos que, hace ahora cuatro décadas, plantaron los cimientos de nuestra convivencia en libertad, así como el mejor modo de proteger y enriquecer su legado proyectándolo al futuro.
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