A las personas las definen sus actos. Los de toda una vida de amor a lo que se hace y a su entorno se resumen días después de que el coronavirus se llevase la vida de Carmen Raya: “Teníamos una perrita. Para quien diga que los animales no sienten. Sí que sienten. A los cinco días se fue ella también. De pena”.
Antonio García Raya tiene a sus espaldas la que fue segunda casa de su madre: el antiguo hospital de la Cruz Roja. Enfrente puede ver la barriada que fue su hogar: los Grupos Alfau.
Él también es vecino de este lugar. Vive dos pisos por debajo de donde vivía su madre. “Todavía no he vuelto a subir a casa. No he sido capaz”. No es el único. Hay más hijos de Carmen que aún no han podido pisar la casa. “Hay mucho olor de ella, por lo que he escuchado a mi sobrina, a mi mujer que sí han visitado la casa. No creo que sea capaz de subir...”.
Es difícil hacer vida normal cuando “a cada momento, un movimiento que hagas, te estás acordando de ella”. Recuerda cómo, tomando café junto a uno de sus hermanos, Jesús, se les acercó una chica a la que no conocían y les dijo que “sentía mucho lo de mi madre, que era muy buena y la echaba mucho de menos”.
El día 5 de abril se contabilizó la tercera víctima de coronavirus en Ceuta. Eran aproximadamente las 04:30 de la madrugada cuando llamaron a la familia. “Nos dijeron que había fallecido. Y ya está. Y que el entierro tenía que ser lo más urgente posible”. Antonio habla con las manos a la espalda. Intenta mantenerse firme. Pero se desmorona cuando revive esas horas. “Tres personas, donde estaba mi hermano Manolo, que es el mayor, mi sobrino José Antonio y yo, cada uno representando a cada uno de la familia. Tres personas allí en el cementerio. Eso es una cosa muy fría, cosa que le dije yo al chico del cementerio que por favor... le pedí que me abriera la caja y me dijo que era imposible, que no se podía”. Con el nudo en la garganta, logra acabar el relato antes de romperse: “No te puedes acercar ni a la caja. Es ver cuatro personas metiendo a tu madre dentro de un boquete ...”.
A los 82 años, tras resistir a “ocho operaciones”; con un marcapasos puesto; con los dolores en las piernas consecuencia de una persona cuya energía la movía a hacer una cosa tras otra. “Pero el coronavirus ha sido el que nos la ha quitado”.
Un mes antes, Carmen Raya fue a vivir a casa de su hija. El 28 de marzo es cuando le hacen la prueba del COVID-19 al tener síntomas. El 30 ingresa en el hospital. “Esperar, esperar, esperar”, era lo único que podía hacer la familia en aquellos días. Sin hablar con su madre, sin verla. Con la impotencia de no poder hacer nada más que “esperar acontecimientos”.
A eso se suma que ninguno de sus hijos podía salir: todos estaban confinados en sus casas. Antonio reconoce que le quedaba la esperanza de que su madre podría salir también de este nuevo envite que le ponía la vida. “Porque mi madre es muy fuerte. Muy fuerte. Mi madre puede tener como unas ocho operaciones de las piernas, de las rodillas y de todo ha salido porque ha sido una mujer muy dura. Muy fuerte. Y con esta no ha podido”.
Antonio, vestido con la ropa del trabajo y con unas gafas de sol que prefiere llevar en todo momento, camina por los alrededores de un lugar en el que su madre estuvo 45 años trabajando. Desde aquellos primeros días en los que entró adecentando el edificio hasta los últimos antes de jubilarse, que desempeñó en la parte de Urgencias.
Hoy, el hospital de la Cruz Roja, con una gran parte del edificio declarado en ruina, conserva solo una parte habilitada que la organización destina a facilitar recursos a las personas que lo necesitan. Se forman colas guardando la distancia de seguridad. Mientras tanto, Antonio recuerda aquellos días en que pasó cuando este era el hospital de referencia de Ceuta.
Aunque vuelve la rutina, cada día para la familia de Carmen “es una pesadilla. No lo crees, no crees que haya podido pasarle a tus familiares. Y además es doloroso, porque no le das la despedida que se merece, no la ves, no estás con ellos. Muy mal…”, continúa.
Pero no es la despedida definitiva. Tienen claro que, en cuanto la situación lo permita, la familia celebrará una misa de difuntos en su recuerdo. “Pero como surgió el brote [a finales de mayo en Erquicia] tuvimos que anularla porque tampoco queremos que nadie se meta en una iglesia y le pase lo mismo. Claro que se la queremos hacer, pero es que además nos vemos obligados a hacérsela porque hay mucha gente que quiere estar con ella”.
Por eso todos sus hijos están muy agradecidos a todas aquellas personas que han mostrado su cariño por Carmen. Una mujer dedicada a la sanidad en cuerpo y alma, y a la que el personal sanitario correspondió.
“Mandarle un agradecimiento a todos los médicos, enfermeros, a todo el personal del hospital, que si no han colaborado en una cosa lo han hecho en otra. Mi madre ha estado súper cuidada, que es lo que se merecía”, relata Antonio.
Un final para nada justo, pero del que les gustaría que hubiera una lectura: “Que todo el mundo tenemos derecho a vivir”.
“El virus sí existe. No piensen que no existe. Esto no es ninguna broma”.
14 de febrero de 1939. La Guerra Civil seguía, aunque anunciaba cuál sería su final. Aquel día de San Valentín nació Carmen Raya. Parecía destinada a hacer las cosas por amor, en una vida que le fue poniendo a prueba a menudo.
“Mi padre tuvo una parálisis. Se le paralizó la parte izquierda del cuerpo y cobraba muy poco. Mi madre se tuvo que poner a trabajar y aquí fue donde empezó, claro está, empezó aquí y ella era la que tiraba de todo. Tanto de mis hermanos, como de mí; de mi padre porque tenía medio cuerpo inválido y había que estar pendiente a él, que lo estábamos nosotros mientras ella estaba trabajando. Así era nuestra vida”, relata Antonio, “muy agradecido por esa vida”.
Una existencia en la que Carmen fue “madre, padre, amiga y confidente. Todo ha sido ella”.
Por eso habla de una “vida destrozada” por su ausencia.
Antonio recuerda cómo sus hijos devolvían a Carmen todos esos cuidados que su madre les dio. “Mi hermana cada vez que a lo mejor se resfriaba o tenía cualquier cosilla, cogía y le decía ‘te vienes conmigo para la casa”.
Con más motivo cuando empezó a extenderse el coronavirus.
“Mi hermana se la llevó a su casa para que ella no tuviera que sacar a la perra ni nada, y estaba mi cuñado, que más que cuñado era su hijo, porque él la quería como su madre. Mi hermana le sacaba a la perra por las mañanas, al mediodía y por la noche”.
Los cuidados que sus hijos le dieron hasta el último día nacieron del amor que Carmen les dio a base de trabajo y dedicación.
Carmen fue una de las primeras personas en entrar a trabajar al antiguo hospital de la Cruz Roja. Sus primeras tareas en este icónico lugar consistieron en la limpieza de las instalaciones. Quién le hubiera dicho que, 45 años después, habría trabajado también de veladora y celadora. Eran su segunda familia: “Te puedo decir tranquilamente que todos sus compañeros, desde vigilantes, enfermeras, celadores, médicos, comadronas… todos, un 99,9% la querían como si fuera su madre”, afirma Antonio. Diez de esos años los dedicó a Urgencias, “mañana, tarde y noche”. Un lugar que potenció su faceta más humana: “Ella si veía a alguien que estaba muy mal, hablaba con el médico. Y no es que ella haya salvado a esa persona, pero ha puesto su granito para que se curara”. Una dedicación que aún recuerdan los vecinos.
“Fue un orgullo muy grande. Que una calle se coja y se acuerde de una persona. Ella ha sido presidenta de los grupos de Alfau. Fue la presidenta de Festejos. Ha estado sacando las mises de los Grupos de Alfau. Ha estado haciendo la Cruz de Mayo de los grupos Alfau. Se ha prestado a todo. Todo lo que hiciera bien para los grupos Alfau, en eso estaba ella”. Y tanta gente detrás, también colaborando “sin nada a cambio”. A las 20:00 horas del 5 de abril, los aplausos fueron para toda una vida.
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