Un día de principios de octubre de 1944, y a temprana hora, salí de casa en compañía de mi hermano, cuatro años y medio mayor que yo. Frente a nuestro portal, el Bar Nieto y Casa Laureano ultramarinos, y en nuestro mismo edificio, cerca de la Plaza de Azcárate, Muebles Ruíz y la sede de su propietaria, la Mutua de Ceuta. Ese día iba a iniciar una de las etapas más significativas de mi vida, la de ir al Instituto para cursar aquel largo bachillerato de entonces. Siete años y, como colofón, un riguroso examen de reválida.
Fuimos caminando, en la Ceuta de aquel tiempo, por la calle Real, entonces Falange Española. Pasamos por el Colegio de la Sagrada Familia -situado frente a Casa Serafín y a la Iglesia de los Remedios- en el que una gran e inolvidable maestra, la Srta. María Jesús Gallego, me había preparado perfectamente para el examen de ingreso. Al llegar al Cine Apolo, doblamos hacia González de la Vega, donde estaban las oficinas de Correos, y después fuimos hacia la izquierda. Allí se erguía el vetusto inmueble del Instituto, situado en la parte trasera del Casino Militar, y que, con él, formó parte de un antiguo convento, que incluía la Iglesia de S, Francisco. Hoy ya no existe aquel edificio, es calle Beatriz de Silva, como reza una placa que allí figura, colocada por los alumnos de mi promoción cuando nos reunimos en el año 2000.
Habíamos pasado por un trozo céntrico de la Ceuta de entonces. Casitas, en general, más bajas, sustituidas ahora por edificios quizás demasiado altos, que nos quitan el sol a los de enfrente, aceras más estrechas –hoy, en ocasiones, llegan en anchura hasta la exageración, en detrimento de los aparcamientos-, pocos vehículos, y peatones casi siempre conocidos. Reconozco que lo de entonces me resultaba más entrañable que lo de ahora. Será cosa de las personas mayores. O no.
Calculo que, a partir de aquel día, hube de recorrer ese itinerario casi dos mil veces, pues por entonces los sábados eran lectivos. Ya en el último trimestre del séptimo curso, pasamos al nuevo Instituto, allá en el Llano de las Damas, que hoy resulta ser el más viejo.
Como es lógico, yo iba nervioso, pues me enfrentaba con algo absolutamente desconocido. Nuevos profesores, nuevos compañeros, aunque entre ellos hubiese también algunos amigos, los que proveníamos del Colegio de la Sagrada Familia. Mi hermano me tranquilizó, me dejó a las puertas de la clase y se fue para comenzar su sexto curso. Era ya todo un veterano.
Entramos en el aula unos cien alumnos. Me sonrío ahora pensando en las quejas que se oyen porque en clase se superan los veinticinco. Éramos un centenar, pero los profesores –D. Manuel Gordillo, D. José Chico, D. Rafael Navarro, D. José Rodríguez Beato, D. Jerónimo Toledano, D. Miguel Matamala, la Srta. Valderrama, D. Feliciano Luna...- controlaban perfectamente la clase y conseguían conocer y valorar a cada uno de los estudiantes. Había disciplina, había respeto. En una palabra, estudiábamos y aprendíamos. Los exámenes imponían, y las notas había que ganárselas de verdad. Una falta de ortografía podía conducir al suspenso.
Hoy me asomo a la terraza de mi casa, veo desde allí a los bulliciosos alumnos del Colegio Lope de Vega, y me da la sensación de que ya no aprenden como antes. Van cargados con pesadas mochilas -nosotros llevábamos generalmente carteras de mano- pero basta presenciar cualquier concurso televisivo para comprobar cómo se está perdiendo algo tan fundamental como es la cultura general. Sin duda, el Plan Sanz Rodríguez, con el que cursé el bachiller, era asaz duro y exigente, pero creo que las leyes educativas que vienen rigiendo la enseñanza en esta época dejan demasiado que desear, y lo curioso es que cuando alguien intenta reformarlas, salta la izquierda como un resorte para poner como chupa de dómine al Ministro o Ministra de turno.
Así nos va.
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