Hace 30 años, un 9 de noviembre de 1989, caía el muro de Berlín, símbolo de la división europea y, por extensión podemos decir que mundial, heredada de las consecuencias de la IIª Guerra Mundial y ejemplo de la denominada política de bloques y “Guerra Fría”.
La trascendencia del hecho histórico fue muy resaltada en los medios de comunicación de la época. Ese año, poco antes de la caída del muro, apareció un famoso artículo de Francis Fukuyama, politólogo estadounidense, sobre “el fin de la Historia”, desarrollado pocos años después en un libro traducido al español como El fin de la Historia y el último hombre (1992). Los planteamientos de ese libro, en relación con las consecuencias de la caída del muro de Berlín, han ido siendo matizados por el propio autor, hasta llegar a la reciente publicación de Identidad (2019).
Coincidiendo con la caída del muro de Berlín, publiqué un artículo en la prensa local del momento, “El Periódico de Ceuta”, de efímera duración, en él asociaba un capricho histórico: en torno a noviembre de 1989 se cumplían doscientos años del comienzo de la Revolución Francesa, que derribó muchos muros, no sólo físicos, también económicos, políticos, sociales y culturales, fundamentalmente los levantados por el denominado “Ancien Régime”, fue el final de una sociedad estamental, muy estratificada, tremendamente desigual, en la que una inmensa parte de la población no tenía más derecho que trabajar, sobrevivir y contribuir a la riqueza de los estamentos privilegiados, la aristocracia y el clero; el concepto de “súbdito” fue sustituido por el de “ciudadano”. La Revolución Francesa significó la entrada en una nueva edad histórica, la “Edad Contemporánea” que, más allá de aproximaciones específicas, abrió desarrollo y progreso para una parte importante de la humanidad, fundamentalmente europea. Cuando cayó el muro de Berlín se habló, también, del fin de una época, surgida tras otra gran revolución, la soviética, acaecida en 1917 y que, tras la IIª Guerra Mundial dividió a Europa y, por extensión, a otras regiones mundiales, en dos grandes bloques, el comunista, dependiente de la Unión Soviética, y el capitalista, a la sombra, fundamentalmente, de Estados Unidos, gran beneficiada, como nación, del final de la II Guerra Mundial. La caída del muro de Berlín ponía, por tanto, fin a una época y abría otra, en la que las relaciones internacionales iban a sufrir importantes transformaciones. Sami Nair, años después (2003), escribió un interesante libro que ayuda a comprender las consecuencias y la deriva mundial desde entonces, El fin del imperio y la diversidad del mundo, también es interesante la obra de Antoni Segura, Señores y vasallos del siglo XXI. Una explicación de los conflictos internacionales (2004); ambos libros se hacían eco de las consecuencias de otro hecho fundamental, el atentado terrorista a las torres gemelas y al Pentágono, que ha condicionado las relaciones internacionales, las políticas de seguridad, migratorias y de identidad.
Cayó el muro de Berlín pero…. ¿desaparecieron los muros? A partir de entonces, otros, en distintos lugares del planeta, han ido surgiendo, adquiriendo distintas formas y dimensiones. Si ponemos las luces largas para estudiar la Historia de la Humanidad, podemos afirmar que, desde el momento en que el ser humano empezó a considerar algo como propio, ya fuera un territorio, objetos o grupos socio-culturales, empezó a protegerlo; en un interesante reportaje, a modo de foto-ensayo, aparecido en El País Semanal (20/10/19), Murallas desde el cielo, Georg Gerster nos presenta numerosos ejemplos históricos de nuestra necesidad de marcar límites materiales que han ido adquiriendo distintas formas, en distintos lugares, pero siempre con una misma función, proteger, de los “otros”, lo que se considera “propio”, esto lo podemos ver desde la Gran Muralla china hasta el proyectado muro entre Estados Unidos y México o el existente entre Israel y territorios palestinos. En este sentido es muy ilustrativo el reciente libro de David Frye (2019) Muros. La civilización a través de sus fronteras o el Atlas de las fronteras. Muros, conflictos, migraciones, de Bruno Tertrais y Delphine Papin (2018).
Históricamente, los muros han ido creciendo y desarrollándose para separar territorios con altos niveles de desigualdad, fundamentalmente económica, pero también política, cultural y/o identitaria. Podemos señalar una constante histórica, cuanto mayor es la desigualdad en la distribución de recursos, en el acceso a los mismos, cuanto mayor ha sido la expansión de imperios y naciones, cuanto mayor ha sido el desarrollo de políticas unilaterales, cuanto menor ha sido la cooperación para el desarrollo, mayor ha sido el crecimiento de muros y la “necesidad” de ellos. En los últimos años, la lucha contra la inmigración “descontrolada” e “ilegal” (consecuencia, en gran medida, de la globalización económica, de las políticas neoliberales), la proliferación de distintos conflictos intra e internacionales (alimentados desde las grandes potencias) , las políticas de “seguridad” (como respuestas unilaterales ante las nuevas formas de terrorismo) y la protección del crecimiento económico propio, podemos identificarlas como las principales razones que se utilizan para justificar el levantamiento de muros, de controles fronterizos, de barreras digitales y/o arancelarias.
En nuestro espacio geoestratégico más próximo podemos señalar dos grandes muros, naturales, el Mediterráneo y el Sáhara, que se están convirtiendo, también, en grandes cementerios, para vergüenza de la vieja Europa, colonizadora del continente africano. En un territorio más “doméstico” podemos señalar las vallas de Ceuta y Melilla a lo largo de sus respectivos perímetros fronterizos. Llevamos años debatiendo sobre la “impermeabilización” de nuestra frontera, que no lo es solamente entre España y Marruecos, sino entre Europa y África, entre el desarrollo, el progreso, el bienestar y el subdesarrollo y la desesperanza, entre distintas manifestaciones culturales, demográficas, económicas o políticas. Limitándonos a nuestra ciudad debe preocuparnos cómo hemos ido levantando distintos muros, de diferentes formatos; como docente, siento pena viendo cómo nuestros centros educativos han tenido que ir protegiendo cada vez más sus respectivos recintos, síntoma de una sociedad enferma, casi con metástasis, que se ve obligada a defender los templos del conocimiento donde se forman los más jóvenes; recientemente, vemos nuevos muros y vallas en la zona portuaria, ¿qué será lo próximo?, ¿ver cómo surgen muros y/o vallas en torno a zonas privilegiadas de la ciudad?, ¿muros y/o vallas dificultando la salida de determinados barrios ceutíes o la entrada a otros?, ¿se recuperará el foso y las Murallas Reales como elemento “defensivo”….? No debemos caer en la ingenuidad de la supresión absoluta de muros, de vallas, de controles fronterizos…. la realidad histórica se impone, pero sí reflexionar sobre la “necesidad” de seguir levantando otros o reforzando los existentes; se avanza muy poco, o nada, en planteamientos alternativos, en medidas, de distinto tipo, que representen alternativas a la política de muros. Quisiera destacar la importancia de un tipo de muro, los “mentales”, que condicionan y, casi determinan, las relaciones entre personas, pueblos, comunidades, culturas, identidades, etc.; son invisibles y, precisamente, en ese carácter, radica su poder, vamos chocando continuamente contra ellos, teniendo muchas dificultades para superarlos. Fernand Braudel, uno de los padres de la historiografía contemporánea, nos decía algo así como que … las mentalidades son las prisiones y condenas de más larga duración que existen; estos muros mentales están construidos con tópicos, estereotipos, recelos, actitudes, malentendidos, prejuicios frente a los otros…. que, a modo de elementos arquitectónicos, son más impermeables y difíciles de atravesar que los ladrillos, el hormigón, las rejas metálicas e, incluso, las temidas concertinas, pudiendo llegar a constituir la antesala a actitudes racistas y xenófobas, segregacionistas y excluyentes. Quiero pensar, aún a riesgo de ser acusado de instalarme en una especie de “buenismo”, que si somos capaces de ir derribando muros mentales, los materiales serán cada vez menos necesarios. Los pueblos, las naciones, los territorios, cuando más se han desarrollado es derribando muros y construyendo puentes, mejorando las comunicaciones y las relaciones internacionales, fomentando la integración y no la exclusión.
Personalmente, me ofrecen muy poca confianza y credibilidad quienes plantean levantar muros, sean del tipo que sean, quienes pretenden, con la excusa de la seguridad o la defensa de la identidad, aislar o excluir al otro, al diferente, a quien tiene apellidos distintos a “los nuestros”, ello representa un fracaso del diálogo, de la cooperación, de la integración, una victoria de la intolerancia, de políticas supremacistas y una consagración de la desigualdad. El muro contribuye a radicalizar posturas a ambos lados del mismo, a enquistar problemas, a generar repliegues identitarios, es una respuesta fácil, pero ineficaz, a situaciones y problemas muy complejos, el símbolo de un fracaso, que, lejos de solucionar problemas, lo que aleja son posibles soluciones. Los muros nunca pueden ser la solución, son, más bien, el problema, el fracaso de nuestras sociedades más ricas y desarrolladas, el fracaso de una mayor, justa y equitativa distribución de recursos, el fracaso de la extensión de la democracia como sistema político garante del desarrollo y el bienestar. Creo que es conveniente revisar planteamientos de pensadores como Amin Maalouf en su reciente El naufragio de las civilizaciones (2019).
No hay que levantar muros, hay que ir haciendo menos necesarios los existentes, ni siquiera hay que levantarlos (a modo de “cordones sanitarios”) frente a los que promueven la exclusión, la criminalización del “otro”, del inmigrante, de quienes niegan, banalizan o trivializan problemas tan graves como el cambio climático, la violencia de género o quieren recuperar políticas autoritarias y antidemocráticas de tiempos afortunadamente superados. Frente a estos planteamientos: educación, diálogo, pensamiento crítico, en definitiva, profundizar en valores democráticos. Necesitamos responsables políticos con altitud de miras, que vayan más allá de intereses partidistas y electoralistas, que aporten soluciones a medio y largo plazo y gestionen el corto plazo sin el recurso fácil al muro.
*Ramón Galindo Morales es Profesor de la Universidad de Granada (Campus de Ceuta) y miembro del Instituto de Estudios Ceutíes
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