El auténtico nivel de desarrollo de un país se mide por el aprecio que siente por su propio sistema educativo. Los demás indicadores son meras consecuencias, o un reflejo simplista de una sola dimensión de la realidad. Este hecho explica que España, aún siendo la octava (ahora quizá décima) economía del mundo y disfrutando de unas condiciones materiales envidiables, siga siendo un país subdesarrollado. Vivimos en una permanente exaltación de la incultura. Las secuelas de la infame dictadura, que aniquiló por completo la autoestima colectiva, nos impiden aún comprender que la educación es el instrumento más poderoso (acaso el único) para cimentar el progreso sobre principio sólidos. No es posible aspirar a construir una sociedad de hombres y mujeres libres, comprometidos con los valores éticos, sin una movilización educativa prioritariamente generalizada.
El desprestigio de la función docente en nuestro país es una tragedia. La educación sólo preocupa a un insignificante reducto de eruditos o implicados, tratados como excéntricos, que se desgañitan en solitario ante la más cruel indiferencia de la opinión. Los ciudadanos circunscriben su interés a la titulación (no formación) de sus hijos. El profesorado se percibe socialmente como una caterva de vagos que cobran mucho y trabajan poco. No es baladí que una amplia mayoría aplauda enfervorizadamente el empeoramiento de las condiciones laborales de los docentes. Los partidos políticos que se reparten el poder mantienen un debate acalorado; pero sólo sobre aspectos superficiales. En realidad están demasiado próximos entre sí y demasiado alejados del problema. Todos estos factores se retroalimentan mutuamente favoreciendo un proceso de deterioro imparable. A la sociedad española, y a su representación política, lo único que le importa es que las escuelas se abran durante el horario establecido y cada alumno disponga de un pupitre. A partir de ahí todo es oscuridad. Nadie se cuestiona la idoneidad ni los fundamentos de la actividad docente. La educación nunca ha sido determinante para configurar el voto.
Lo que está sucediendo en nuestra Ciudad (laboratorio de futuro) no es más que una versión más intensa y avanzada de este fenómeno. Ceuta es la Ciudad con el mayor fracaso escolar de toda España. Distribuido de manera brutalmente asimétrica. Este es el origen de numerosos conflictos derivados, y de una organización social amorfa e insostenible a largo plazo. La complejidad de la realidad educativa ceutí está explicada hasta la saciedad. Las deficiencias estructurales están diagnosticadas hasta el hartazgo. La lógica democrática llevaría a pensar en una reacción social contundente, liderada por la administración competente y secundada por la comunidad educativa en su conjunto, en la dirección de corregir todas aquellas malformaciones que lastran el sistema. Y sin embargo, acaba de comenzar un nuevo curso en peores condiciones que el precedente. Ni una sola iniciativa. Ni el menor atisbo de enmienda. La rutina como pauta. La inercia mortecina como única ambición. El número de alumnos en las aulas crece incesantemente. Las construcciones escolares siguen paralizadas. Las plantillas de profesores se han reducido.
La especial dificultad de la labor pedagógica se ha abordado desmantelando programas educativos, y reduciendo la calidad de la docencia al aumentar el número de horas lectivas del profesorado (lo que implica una mayor fatiga mental y una inevitable merma del estado anímico). Y para rematar el despropósito, la ineptitud ministerial ha privado a un amplísimo sector de la población escolar de disponer puntualmente del material didáctico elemental, lo que perjudicará significativamente el desarrollo de su proceso de aprendizaje. El incremento del fracaso está perfectamente garantizado.
Una verdadera catástrofe. Y a pesar de todo, reina la más absoluta tranquilidad. Las autoridades exhiben ufanas su satisfacción. Los centros se abren y cierran según las previsiones. Todos los alumnos tienen una plaza asignada. Las familias más influyentes conservan intactos los mecanismos de protección étnica. La diferencia entre escolarización y educación es una sutileza que sólo es objeto de inquietud para una exigua minoría que siempre protesta por todo.
El desprestigio de la función docente en nuestro país es una tragedia. La educación sólo preocupa a un insignificante reducto de eruditos o implicados, tratados como excéntricos, que se desgañitan en solitario ante la más cruel indiferencia de la opinión. Los ciudadanos circunscriben su interés a la titulación (no formación) de sus hijos. El profesorado se percibe socialmente como una caterva de vagos que cobran mucho y trabajan poco. No es baladí que una amplia mayoría aplauda enfervorizadamente el empeoramiento de las condiciones laborales de los docentes. Los partidos políticos que se reparten el poder mantienen un debate acalorado; pero sólo sobre aspectos superficiales. En realidad están demasiado próximos entre sí y demasiado alejados del problema. Todos estos factores se retroalimentan mutuamente favoreciendo un proceso de deterioro imparable. A la sociedad española, y a su representación política, lo único que le importa es que las escuelas se abran durante el horario establecido y cada alumno disponga de un pupitre. A partir de ahí todo es oscuridad. Nadie se cuestiona la idoneidad ni los fundamentos de la actividad docente. La educación nunca ha sido determinante para configurar el voto.
Lo que está sucediendo en nuestra Ciudad (laboratorio de futuro) no es más que una versión más intensa y avanzada de este fenómeno. Ceuta es la Ciudad con el mayor fracaso escolar de toda España. Distribuido de manera brutalmente asimétrica. Este es el origen de numerosos conflictos derivados, y de una organización social amorfa e insostenible a largo plazo. La complejidad de la realidad educativa ceutí está explicada hasta la saciedad. Las deficiencias estructurales están diagnosticadas hasta el hartazgo. La lógica democrática llevaría a pensar en una reacción social contundente, liderada por la administración competente y secundada por la comunidad educativa en su conjunto, en la dirección de corregir todas aquellas malformaciones que lastran el sistema. Y sin embargo, acaba de comenzar un nuevo curso en peores condiciones que el precedente. Ni una sola iniciativa. Ni el menor atisbo de enmienda. La rutina como pauta. La inercia mortecina como única ambición. El número de alumnos en las aulas crece incesantemente. Las construcciones escolares siguen paralizadas. Las plantillas de profesores se han reducido.
La especial dificultad de la labor pedagógica se ha abordado desmantelando programas educativos, y reduciendo la calidad de la docencia al aumentar el número de horas lectivas del profesorado (lo que implica una mayor fatiga mental y una inevitable merma del estado anímico). Y para rematar el despropósito, la ineptitud ministerial ha privado a un amplísimo sector de la población escolar de disponer puntualmente del material didáctico elemental, lo que perjudicará significativamente el desarrollo de su proceso de aprendizaje. El incremento del fracaso está perfectamente garantizado.
Una verdadera catástrofe. Y a pesar de todo, reina la más absoluta tranquilidad. Las autoridades exhiben ufanas su satisfacción. Los centros se abren y cierran según las previsiones. Todos los alumnos tienen una plaza asignada. Las familias más influyentes conservan intactos los mecanismos de protección étnica. La diferencia entre escolarización y educación es una sutileza que sólo es objeto de inquietud para una exigua minoría que siempre protesta por todo.