Mi primo Andrés y yo nos hemos querido mucho. Realmente, mi prima es su madre, Vicenta, a la que yo llamaba tía por la diferencia de edad. En la infancia esa diferencia de casi 20 años es insalvable para comprender las relaciones familiares de parentesco.
Andresín, que así lo hemos llamado siempre, es un chaval magnífico. Aunque con apariencia tímida e introvertida ha sido siempre valiente, decidido, tomando decisiones que la familia no esperaba pues intentaba complacer a todo el mundo con esas sonrisas que ponen paz en todas las decisiones.
Cuando niños salíamos al monte, viajamos de campamento en el coche de su padre, hacíamos unas pizzas que, a día de hoy, he intentado hacerlas pero no he logrado recordar la receta de la masa aunque sé que llevaba cerveza.
Mi prima Vicenta se apuntaba a las aventuras y nos reunía como polluelos las noches de verano contándonos sueños premonitorios, historias antiquísimas de la familia y algunas de miedo como la del árbol del ahorcado.
Fue Andresín mi primer alumno de Filosofía, le quedó en el COU de antes y estuvo todo el verano escuchándome hablar de Platón, Aristóteles y otros tantos. Movía la cabeza para decirme que lo había comprendido todo, aunque en realidad no había entendido nada. Yo estaba en tercero de carrera y quería darme a entender que sería un magnífico profesor. ¡Carlitos! -que así me llamaban todos- ya comprendo a Platón..
Mi primo se casó, aunque no duró mucho su matrimonio, pasó una enfermedad muy dura y aguantó como un jabato, se fue a vivir al campo y se buscó la vida en todas partes. Siempre insuflaba paz, bondad, calma, sosiego, ternura.. Nunca lo vi fuera de sí.
En Canarias conoció a su segunda mujer. Se volvió a casar, tuvo dos hijos a los que adora y una compañera de la que se enamoró como se enamoran las buenas personas : dándolo todo.
Lo llamé hace unos meses y lo oí llorar, me habló entrecortadamente y con pausas de dolor: “Carlitos, me he separado. Ya no vivimos juntos y yo no puedo vivir sin ella. No quiero verla, no quiero saber, no quiero hablar, no quiero pensar...porque es muy complicado soportarlo”.
Ayer de nuevo charlamos y le pregunté qué tal estaba y cómo iba todo; su respuesta me hizo reflexionar sobre la tolerancia y sobre el esfuerzo de sacar lo mejor de uno mismo: “ Los dos somos buenas personas, los dos entendemos, los dos intentamos no hacernos daño, los dos estamos con nuestros hijos, los dos, aunque nos separe una pared de hielo, no alentamos el rencor ni los reproches”.
Me dijo que él desde siempre se había considerado que no era buena persona y le dolía tanto que mantuvo una lucha encarnizada para combatir ese sentimiento... así todos lo vimos como como un ejemplo de vida, de estar en el mundo. Me decía que “ser buena persona para sacar beneficio descalifica la bondad y es utilizada como una red de caza”.
Sabía que la gente se había aprovechado de su carácter. “Ahora lo que quiero es no ser tonto pero no dejar de ser una buena persona”.
¡Andresín! -le dije- hoy escribiré sobre las buenas personas.
Mi primo me mandó estas palabras: “Ser buena persona va de dar amor, sin pretender recibir nada a cambio.
Y eso es algo que deberían enseñar en las escuelas, lo primero de todo. Ser buena persona es algo muy, muy difícil pero también muy hermoso”.
Hoy mi primo es el encargado de lanzar el cañonazo.