Opinión

Brasil agoniza ante el exceso de mortandad por el SARS-CoV-2

El ojo del huracán del coronavirus se ha situado en Latinoamérica. Tras su aparición en Asia, su marcha al Viejo Continente y más tarde a América del Norte, era irremediable que la pandemia invadiese esta región.

Si bien, muchas de las naciones del subcontinente la aguardaban con reservas y se preparaban para intensificar todo tipo de precauciones, otros, como es el caso de Brasil, debido a sus peculiaridades que seguidamente hilvanaré, afronta la mayor virulencia epidemiológica con resultados demoledores.

Es sabido que Brasil posee un ingente conjunto poblacional y gran parte de este reside en entornos de pobreza extrema. Siendo especialmente dificultoso en circunstancias tan extraordinarias, que las autoridades sanitarias y las fuerzas de seguridad actúan como buenamente pueden para contrarrestar un escenario que no tiene precedentes.

En una urbe con problemas patológicos, más el hambre y la exclusión social, la concienciación y el cuidado de las recomendaciones en el distanciamiento social o de confinamiento, es una tarea realmente inalcanzable.

Y lo peor de todo, es que estas medidas han justificado ser decisivas y cruciales para detener el avance de la epidemia en otras zonas. Pero, si existe alguna cuestión que inquieta a la comunidad científica, precisamente es la posición que el Gobierno adopta ante el SARS-CoV-2, demostrando su indiferencia por la situación pandémica: enmascarando el riesgo; censurando a los políticos e ignorando las sugerencias e indicaciones de los médicos.

Aunque la ciudadanía da la sensación de guiarse más por las gestiones sanitarias que por su propio presidente, lo cierto es, que este país transita a ciegas frente a la velocidad endiablada del patógeno.

Con estos antecedentes preliminares, el impacto del COVID-19 continúa ascendiendo en Brasil, cebándose cuando su poder destructor y capacidad de expandirse eran más que incuestionables en China, Irán e Italia. Tal vez, sería transportado en las postrimerías de febrero por viajeros provenientes de los continentes asiático y europeo, con motivo de las fiestas del carnaval.

En retrospectiva, es creíble afirmar que para la fecha antes indicada, la Administración de Brasil disponía de referencias suficientes para establecer alguna pauta de detección temprana en los aeropuertos, aplicando para ello la cuarentena a los posibles infectados y así contener desde sus inicios, la recalada del virus y reducir la probabilidad de su transmisión.

Sin embargo, ningún territorio exhibió esta determinación de proceder y la Organización Mundial de la Salud, OMS, no comunicó hasta el 11 de marzo la naturaleza epidemial. Con lo cual, es justo y obligado admitir, que la primera reacción del presidente Jair Messias Bolsonaro (1955-65 años), no se diferenció a las de otros que subestimaron la evidencia, como los Gobiernos de Italia, España, Francia, Reino Unido y no hablemos de Estados Unidos.

No obstante, con la repercusión de la amenaza plasmada en virulenta, la mayoría de los Estados cambiaron su dinámica de desenvolverse; en cambio, Bolsonaro, jamás rectificó en su obstinación y prosiguió desatendiendo la inminencia.

Es más, en explicaciones públicas inadecuadas o en conversaciones semanales en Facebook, que son necesarias referir en este pasaje para dar luz a lo fundamentado, expuso que el coronavirus era algo así como una “pequeña gripe”, o que los brasileños eran “gente dura que podían hundirse en las alcantarillas y no contaminarse”.

Del mismo modo, rehusó las advertencias de la OMS, haciendo caso omiso al aislamiento social e impulsó el empleo de la cloroquina, cuando los científicos le indicaron que no había pruebas concluyentes de su validez para el tratamiento de los enfermos por esta afectación. Subestimar la pandemia se convirtió en su emblema y en el instrumento para activar a los secuaces de la extrema derecha; mientras, algunas fuerzas políticas coordinaban la evolución del virus.

En esta coyuntura, independientemente del talante incompetente del presidente, el Ministerio de Salud aconsejó pautas de confinamiento que asumieron los gobernadores y alcaldes de las principales ciudades. Conforme la epidemia se acentuó no faltaron las desavenencias y disputas, hasta producirse la destitución del Ministro de Salud, un político sensato y ex médico con experiencia en los mecanismos del Sistema de Salud Pública. Su sustituto sería otro facultativo, pero que indudablemente no ha llegado a dominar el engranaje de la Administración.

Sin duda, un punto de inflexión que marcaría el desastre que estaría por venir.

En este momento, el insuficiente potencial de acoplamiento federal derivado de las conductas de negación con relación a la crisis, han coadyuvado a dar respuestas descentralizadas, haciendo cada gobernador su guerra individual de cara a los grandes desafíos, valorando las clarividencias de la gravedad y los pocos recursos disponibles.

Entre tanto, Bolsonaro, ha espoleado a la población para interrumpir el aislamiento, forjando condiciones propicias para el incremento fulminante en las cifras de personas contagiadas.

Y por si fuese poco, la información sobre la progresión de la enfermedad no ofrece la más mínima fiabilidad, porque la nación está carente del volumen necesario para realizar las pruebas de detección. Obviamente, sin ellas, no hay resquicio para calcular el calibre de la calamidad ni su compás. El conato abusivo, indiferente e inhumano por esclarecer los datos de mortandad, empeoran aún más un contexto estremecedor.

Queda claro, que Brasil, no ha dado con la tecla para mitigar al SARS-CoV-2 y el tiempo se le ha venido encima. De lo que se desprende, que el primer gigante de América Latina en la medida en que se mueve a su libre albedrío, saldrá de esta situación más o menos arruinado, desigual y aislado de su esfera de influencia.


No soslayando, que las comunidades indígenas están sucumbiendo a un ritmo inquietante. Apartados de los hospitales y habitualmente con servicios básicos insignificantes y fusionado a la actitud inactiva del Gobierno, en esta ocasión, los más vulnerables son los pueblos nativos que preocupantemente perecen.

Con una ensanchamiento territorial que triplica al español, en la Amazonía la emergencia del patógeno que se adentra, cuadruplica a la media nacional y únicamente en la capital, Manaos, existen camas de cuidados intensivos para los más de 60 municipios que lo comprenden.

Según detalla el Grupo de defensa de la articulación de los pueblos indígenas de Brasil, por sus siglas, APIB, que recuenta los casos y extintos, entre los 900.000 autóctonos del Estado, la tasa de óbitos dobla a la del resto del país.

Mismamente, un Informe sobre los riesgos de interiorización del COVID-19 materializado por la Fundación Oswaldo Cruz, FIOCRUZ, vinculada al Ministerio de Salud, desvela que más de 7,8 millones de brasileños sobreviven como mínimo a cuatro horas de trayecto, de una comarca con estructuras apropiadas para el tratamiento de los casos clínicos reservados. Y donde la tendencia pandémica del Amazonas es infalible para evaluarla como caótica.

En palabras literales del alcalde de Manaos, Arthur Virgílio Neto, es la mejor instantánea que rotula lo escenificado: “nos encontramos ante a un genocidio en la región de indios, como consecuencia de un crimen contra la humanidad”. Deplorando que la crisis sanitaria se crispe con “esas personas ingenuas que acaban convirtiéndose en presas fáciles para que el coronavirus ejecute su trabajo destructor”.

El último balance facilitado por la Universidad Johns Hopkins, Brasil, con un censo poblacional de 212.508.714 habitantes, ocupa el segundo puesto del ranquin y ha verificado en las últimas veinticuatro horas 34.900 positivos. Lo que hace ascender la métrica oficial a 984.315 individuos contagiados y 47.897 finados. Guarismos que indiscutiblemente habrán variado a la lectura de este texto.

Recuérdese al respecto, que Brasil dadas sus dimensiones espaciales podría encuadrar en su superficie dos veces lo que supone la Unión Europea, UE. Los infectados confirmados se centralizan en el Norte: Manaos y su contorno; en el Nordeste: Recife, Fortaleza y Sao Luis; y en el Sudeste, en torno a Río de Janeiro y Sao Paulo.

A pesar que todavía no se ha alcanzado el pico de la curva epidemiológica, diversos Estados y municipios han comenzado un plan de desescalada por fases, con una reapertura que ha ampliado la oleada de transeúntes en los transportes públicos de las principales arterias, como Río de Janeiro y Sao Paulo.

Teniendo en cuenta que la mascarilla es de obligado cumplimiento y las normas de desinfección se han multiplicado en los establecimientos, expertos sanitarios advierten en el vaivén de otro repunte con la finalidad del aislamiento social.

Desde las localidades más amplias y las favelas de Brasil, en contraste con las demarcaciones más abatidas donde apenas hay agua potable, podría alcanzar cotas catastróficas. Uno de los lugares más sensibles es el Estado de Maranhao, situado al Noreste de Brasil que comprende la densa Amazonia y las playas a lo largo del Océano Atlántico, donde el 20% de sus habitantes malviven en la indigencia y los trabajadores se mueven en las calles con la economía informal como medio de supervivencia, sin contratos ni alta en la Seguridad Social.

Tales son los medios paupérrimos en los que subsisten, que sin agua y ni mucho menos jabón para lavarse las manos, la higiene es ilusoria; y menos aún, como instruirlos para toser y estornudar que impida la propagación.

Manaos, capital del Estado de Amazonas, a las orillas del Río Negro en el Noroeste de Brasil y punto de partida principal del bosque tropical circundante, se ha convertido en la estampa dantesca del virus: las imágenes divulgadas de las fosas comunes dispuestas para los cadáveres, se han hecho virales y han recorrido los sentimientos de la aldea global.

Este sector con una demografía de dos millones, ha quedado en el recuerdo agrio por ser una de los primeros con los hospitales colapsados y los facultativos sanitarios en estado de shock, por el envite descomunal de la transmisión y la sombra de recursos para contrarrestarlo. Muchos de estos pacientes no llegaron hasta los centros y otros llanamente, se excluyeron con protocolos discriminatorios, por lo que los excesos de mortalidad en las casas se han agrandado considerablemente.

A las complicaciones específicas de la pandemia, en Brasil se acumulan las cuestiones logísticas, con avionetas medicalizadas que transportan a los indígenas afectados en la selva. Estas singularidades contribuyen a la utopía de imponer confinamientos imperativos. Las tentativas infructuosas terminan aminorándose a la esfera municipal, al no aparejarse los procedimientos pertinentes que controlen la cuarentena en una extensión infranqueable.

Con estas perspectivas, un comité científico organizado por los Estados del Noreste de Brasil, ha aconsejado a siete metrópolis un confinamiento íntegro, al objeto de eludir que el sistema sanitario se desplome por el desbordamiento no sólo del coronavirus, sino también, por el resurgimiento del dengue.

Llevar a término con minuciosidad el cálculo de los perecidos por la afectación epidemial, es una labor complicada para los Gobiernos; los investigadores siguen exigiendo la corrección de las anomalías observadas que hacen inaccesible la computación del brote en pleno desarrollo. Los decesos verificados están por debajo de los números reales, mayormente por la exigüidad de pruebas diagnósticas.

Grupos ilustrados persisten en su empeño por corroborar el formato de esta disconformidad, examinando las muertes absolutas en un periodo categórico y cotejándolas con la media de años precedentes en un país, provincia o ciudad concreta. Toda vez, que cuando se reconocen los excesos no interpretados en las defunciones, según y cómo, se catalogan a episodios diagnosticados por el COVID-19.

En el principal actor de Latinoamérica, Brasil, los esfuerzos de analistas y otros técnicos independientes por confrontar las estimaciones, han colisionado de manera drástica con innumerables inconvenientes en los padrones dispuestos por la Administración, que al mismo tiempo los aprovecha de base.

Sin ir más lejos, el fondo de las incógnitas con los datos se hizo más que manifiesto, cuando en mayo se inspeccionaron los certificados de defunción reunidos por la Oficina Federal del Registro Civil, que refunde las incidencias de mortandad de todos los Estados que conforman este territorio; encontrándose drásticas fluctuaciones y sin interpretarse la cuantificación de las víctimas en los últimos años con despropósitos inconcebibles.

Pongamos como ejemplo, el Estado de Río de Janeiro, donde la media de óbitos habituales se desplomó bruscamente a partir de enero de 2019, un salto cuantitativo que el Registro Civil refirió a que el Tribunal Estatal había remitido identificaciones duplicadas de 2018 y años previos.

Sondeando otro enclave geográfico, en Manaos, tras las variaciones adjudicadas a un retraso en la consignación de las cifras, los finados mensuales eran el doble. Ya, el 14 de mayo, cuando investigadores independientes contradecían estas incoherencias, el Registro Civil prescindió de más de 500.000 certificados de defunción de su sitio web, sosteniendo, que la inmensa mayoría concernían a Río de Janeiro, debiéndolas de examinar para garantizar que las estadísticas de diferentes años eran consistentes entre sí.

Incongruencia que no permitió la implementación de los estudios estadísticos en el aumento de los decesos, tanto en Río de Janeiro como en el Amazonas, dos de los Estados brasileños más castigados por el SARS-CoV-2.

Puntualizando algunas cantidades, en las nueve semanas hasta el 18 de mayo, en Río de Janeiro, bien por insuficiencia respiratoria o neumonía, perdieron la vida 6.090 personas, más que en el mismo periodo del año anterior. Pero las muertes por el virus reportadas por el Ministerio de Salud, ascendieron a 2.852, o lo que es igual, menos de la mitad de los casos dudosos.

Otra forma de averiguar las víctimas no registradas por la epidemia, es la comprobación de los fallecimientos atribuidos a otros orígenes. Cuando se procede a las pruebas de manera generalizada, frecuentemente, uno o más de estos casos aparecen como causa por el patógeno.

El 22 de mayo, mientras científicos deliberaban las discrepancias indicadas, el Registro Civil disminuyó de 6.909 a 3.599 las muertes por insuficiencia respiratoria o neumonía. La Oficina declaró que se debía a una reordenación de los certificados de muerte, que especificaban los factores afines a la patología.

Más allá de las correcciones e información fragmentada, los críticos resaltan que el Gobierno Federal ha languidecido la confianza en su reconocimiento, con cambios inauditos en los sitios web oficiales, que parecen haber sido proyectados y maquinados para disfrazar el trance del coronavirus.

Por consiguiente, ante este sombrío y decadente panorama, es palpable la muestra de un presidente que entorpece la eventualidad sanitaria. Declarando su cruzada particular al Tribunal Federal, así como al parlamento, a los gobernadores y a la prensa. Tratando de cobijarse en la complicidad de sus fuerzas armadas y en una conveniencia menor y radical de la población, infatigablemente nutrida por una red de ‘fake news’ donde nadie se elude, incluso, la OMS.

Perceptiblemente, Brasil, ha socavado su liderazgo regional en los ejes de cooperación y actualmente es un lastre para las naciones que la circundan. Dándose por seguro que en lo que queda de año sufrirá una recesión superior al 5%.

En pleno coletazo pandémico, el Gobierno condiciona los recursos financieros a las comunidades más indefensas y direcciones locales. Dicho de otro modo: Bolsonaro, no prevé la adquisición de test de diagnósticos, equipos de ventilación pulmonar y unidades de terapia intensiva.

En este entramado por momentos irracional, no faltan las intimidaciones de interposición militar y la perturbación institucional del presidente y los miembros de su gabinete, que sirven de acicate para consolidar fuerzas en todo el espectro político: una alianza sediciosa que se vale de la invención inexistente de la democracia y la libertad.

Hoy por hoy, los brasileños avivan los ensueños para que la crisis sanitaria, política y socioeconómica que les sobrepasa, permita a la clase política tener altura de miras para preconizar un sistema de salud plasmado como un derecho.

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