Opinión

Las bragas de Magui

Mi hermano Pedro me pidió un favor aunque antes de pedírmelo ya le había dicho que sí. Recuerdo que cuando niño, Pedro, que es el mayor de los cuatro hermanos, tenía la habilidad de convencernos de todo: convencernos de que por cinco pesetas nos llevaría al espacio tapándonos con una sábana, mandarnos a por morera para sus gusanos de seda, ir a coger saltamontes para un camaleón que había traído de Melilla, cazar ranas o, por un módico precio, hacer desaparecer cualquier cosa mientras los tres mirábamos absortos. Sus trampas y nuestros cabreos terminaban con con una sonrisa de oreja a oreja y alguna que otra carcajada. Las riñas de mis padres se las saltaba a la torera. Con tantas sisas llegó a comprarse un juego de química, el famoso Quimicefa. Mi madre siempre se quejaba de sus timos y de hacernos caer en sus trampas.

Lo que mi memoria no olvida es una historia que logró convertirse en un asunto trascendental y que afectó a la memoria de la familia; de tanto repetirla se hizo leyenda urbana por todo el pueblo: había visto a mi hermana hacer caca por la boca y que Adelita, que así se llama la defecante bucal, había sido encontrada en un cubo de basura.

Con los años nuestras vidas se fueron separando pero yo le seguí siendo fiel a sus peticiones por aquello de las reminiscencias ocultas de la infancia. Y, aunque sea cierto que es algo egoísta, es una buena persona y en él tengo depositada mi confianza por hermano mayor.

Esta vez me preguntó si podía cuidar a su perra pues salía de viaje a vender minerales y estaría unos días fuera.

Sin pensármelo dos veces le di un sí sin ningún reparo. Magui, su perra, necesitaba de cuidados especiales pues había cumplido 14 años y la perra no estaba para muchos trotes. Magui tenía de todo: incontinencias de pipí, artrosis, un asma descomunal y un hambre insaciable durante 24 horas: se comía todo lo que olía con su hocico: papel, lo que rescataba de la bolsa de basura que teníamos en una silla para que no llegara a la altura y todo lo que caía al suelo mientras desayunábamos, almorzábamos o comíamos. En una ocasión estuvo a punto de irse al otro barrio porque se zampó unas medias de mi madre. Mi hermano consiguió, después de muchas defecaciones, sacársela; la prenda se había estirado tanto que le dio la vuelta al estómago siete veces. El veterinario no daba credito cuando le hizo la radiografía. Fue un espectáculo de circo simulando a un Fakir capaz de tragarse clavos, bombillas, cristales, espadas y sacárselas de la boca como si eso fuera lo más normal del mundo.

Pedro, mi hermano, me aleccionó durante 4 días sobre el manejo de su mascota: comidas, poner el arnés, salidas a la calle, horas de la dieta y cambio de pañales. Magui a sus 14 años multiplicados por su equivalencia humana sumaba la edad provecta de 98 años.

Entre mi Señora madre, que también tiene sus 87, el can 98 y este que escribe 60 hacíamos un total de 245 años; dos siglos y medio no es moco de pavo.

Aprendí las órdenes en cuatro jornadas de entrenamiento, parecía que yo era el adiestrado y él el adiestrador.

El cambio de pañales se me resistía; maridar bragas y compresas era como hacer encaje de bolillos. Recuerdo que el primer día, la señora Pepa (mi madre) y este menda terminamos tirados en el suelo para ajustar la combinación mientras la perra nos miraba perplejos pero sin dejar de olisquear a ver si caía algo en sus fauces.

Tengo que decir que si hay algún torpe en el mundo para cuestiones manuales ese soy yo. Siempre he dicho que si tuviera dos garfios no echaría en falta mis manos. El riesgo sería ir a abrazar a alguien y quitarle un ojo.

Le mandé a mi hermano una foto del primer zurullo pues me advirtió que hasta que no dejara la mina no se me ocurrirá subirle a casa.

Magui se portó genial pero el hambre canina era una lucha: “Magui no tenemos nada, Magui siéntate, Magui ya has comido mucho, Magui, Magui...”: o se hacía la sorda, o le importaba un comino nuestras imprecaciones, o no entendía nada de nada.

El tema de las bragas se resolvió a medias: la orina dejaba pequeños rastros porque no pudimos evitar que calara el pipí. El aroma a orina era tal que nos acostumbramos y dejamos de darle importancia por no asumir nuestro fracaso.

Cuando Pedro regresó se encontró a su mascota algo más gorda, algo más desobediente pero, sobre todo, emitiendo unos efluvios propios de Chanel número 5. Ahora nos toca rezar para que nuestra amorosa Magui no se haya jalado algún panti o un foulard que no encontramos por ningún sitio.

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