Son las 7:00 h de la mañana y estoy en el mirador de Isabel II. Quedan apenas unos instantes para que el comience el alba. El viento es escaso y viene de levante. Esto explica la humedad ambiental y la neblina que inunda el paisaje. Las nubes bajas difuminan los rayos solares impregnando al cielo tonalidades naranjas y rojizas. El sol se asemeja a un pomelo recién cortado con esa mezcla de amarillo y sangre. Esta es una de las pocas ocasiones en la que podemos fijar la vista, aunque sea unos segundos, en la faz de un sol que proyecta una ancha franja rojiza sobre el mar en calma. Es increíble la belleza que contemplo y entonces pienso que ha merecido la pena vencer la pereza para estar aquí. El haz de luz toca las costas de Ceuta insuflándole vida.
El sol se ha desprendido de su blusón rojizo y ya muestra su acostumbrado vestido dorado y, de esta forma, alcanza el lugar donde me encuentro.
Me adentro en el bosque muy temprano, cuando las aves acaban de despertarse. Un pito bereber me recibe al comienzo del sendero de los helechos.
Un senderista llega con un grupo de perros, lo que, sin duda, no debe gustar mucho a las criaturas del bosque. Cuando pasé por aquí el pasado domingo me topé con una curiosa piedra que recuerda mucho a un bifaz prehistórico. Hoy he regresado a este lugar con la esperanza de encontrarlo y así ha sido. Seguía en el mismo punto en el que lo vi el otro día.
Está en mitad del camino y es normal que a nadie le ha llamado la atención, excepto a un arqueólogo experimentado y con la mirada entrenada para identificar piezas arqueológicas.
He estado mirando alrededor de lugar del hallazgo y me he fijado que en la ladera había un gran número de piedras procedentes de un afloramiento rocoso situado en la parte alta. Hasta allí he subido para observar más de cerca estas rocas de aspecto pizarroso, aunque mucho más endurecidas que el posible bifaz. Las rocas presentan inclusiones de cuarzo , lo que las hace más duras y resistentes. Uno de los bloques rocoso muestra una estratificación de unos diez o quince centímetros de potencia, por lo que resultaría fácil extraer núcleos para la talla de útiles líticos. Junto a este bloque localizo un hueso de animal.
Exploro los alrededores observando que los afloramientos rocosos son abundantes y de cierto tamaño. Sin embargo, regreso a sentarme sobre una roca situada a escasa distancia de dos jóvenes alcornoques que han echado sus raíces entre las rocas. Me siento aquí como un eremita, o incluso un hombre de la prehistoria, para quien la naturaleza era su hábitat. Los seres humanos prehistóricos no conocían lo que nosotros llamamos civilización, con sus abarrotadas y ruidosas ciudades. El ser humano debía sentirse insignificante entre la amplia diversidad de vid que lo rodeaba. Por el contrario, el hombre actual se ha vuelto soberbio y codicioso al crear un hábitat artificial donde es la especie dominante y casi única. Los paisajes urbanos son estériles y monótonos, mientras que los naturales están en continuo cambio.
Los rayos solares penetran entre las ramas de unos árboles cargados de aves cantoras dorando los troncos y creando constante belleza. El asombro, como escribieron C.G.Jung y Joseph Campbell, es la antesala de la espiritualidad. La ciencia nos ha traído más salud y mejores condiciones de vida, pero nos ha hecho perder la ingenuidad de reconocer la mano divina en todo lo presente. La curiosidad del ser humano se despierta en la naturaleza. En este entorno surge la trascendental pregunta sobre el sentido de la vida.
La curiosidad por las piedras me empuja a subir de nuevo ladera arriba para ver más de cerca una curiosa pareja formada por una enorme piedra y un maduro alcornoque, además de un centenario pino. Me ha resultado llamativa esta pareja de dos símbolos tan potentes, como la piedra y el árbol. La piedra es una imagen arquetípica del núcleo de nuestro ser, el sí-mismo; y el árbol, del Axis Mundi, que conecta nuestro centro con la tierra y el cielo.
Un sendero pedregoso me lleva hasta una pared rocosa que parece un cuadro abstracto. Es curioso que este sendero me haya insistido en que prosiga hasta volver al mismo punto en el que he estado un buen rato escribiendo. Tengo la sensación de que me ha hecho volver porque todavía tenía que contarme algunas cosas. El posible bifaz era tan solo un señuelo para que subiera a este lugar. Me cuenta que los pinos que han crecido ladera abajo son descendientes directos del bosque primigenio de Ceuta. Sus antepasados les hablaron de los primeros humanos que se vieron merodeando por este bosque. Iban en grupos pequeños observándolo todo. Las mujeres prestaban más atención a las plantas y a los árboles. Sabían reconocer los comestibles y conocían el momento adecuado para recolectar los piñones y las bellotas que ofrecen los alcornoques. Los niños y niñas se entretenían corriendo, de un lado a otro, bajo la atenta mirada de los padres y del grupo. Les encantaba subirse por la ramas de nuestros parientes y explorar nuevos caminos.
También dedicaban parte de su tiempo a partir los piñones con piedras para extraer los frutos. Fueron sus padres quienes descubrieron este aflormiento de rocas y subieron, como he hecho yo esta mañana, a verlo más de cerca. Comprobaron que era fácil extraer las rocas y tallarlas, así como resultaban suficientemente resistentes para elaborar útiles eficaces para el despiece de los animales que cazaban. El hueso que he encontrado junto a la piedra era otra pista para que me sentara a escuchar a los árboles sobre nuestros ancestros.
Tengo por seguro que vivían muy bien aquí. La temperatura era suave, lo que les permitía vivir a la intemperie en primavera y verano. Los arroyos llevaban agua varios meses al año y tenían localizados cierto número de manantiales. Tampoco tenían problemas con la comida. La caza era abundante y el bosque generoso en tubérculos y frutos silvestres. El mar era una fuente de alimentos fundamental para la supervivencia del grupo. Les encantaba portar collares de conchas marinas y los jefes del grupo colgaban de sus cuellos dientes de cachalotes y colmillos de jabalíes. Los cetáceos marinos que llegaban varados al litoral sorprendían a estos humanos y reforzaba su concepción sagrada de la naturaleza. Observaban sus resoplidos y disfrutaban con los saltos acrobáticos de los delfines que se acercaban a la costa. El paso de las rapaces también les fascinaba. Casi podían tocarlas con las manos en determinadas ocasiones.
Por la noche recogían las ramas que se nos caían y encendían sus hogares. En torno al fuego los mayores contaban mitos y leyendas sobre las figuras que en el cielo nocturno dibujaban las estrellas. En las noche de luna llena emprendían caminatas nocturnas y se asomaban desde los acantilados para ver el mar plateado.Esos días de plenilunio se acercaban hasta lo que hoy llamamos el Monte Hacho para contemplar el ocaso del sol y el amanecer de la luna. El entusiasmo era increíble: cantaban y bailaban con una sonrisa en la boca y la alegría compartida compensaba los habituales momentos tristes, como la muerte de algún integrante del grupo. Los enterraban en pequeñas cuevas, como la de Benzú, y cuando el clan decidía cambiar de residencia desenterraban a sus antepasados y se llevaban sus restos. En la referida cueva de Benzú se dejaron una falange de un dedo y una cuenta de collar tallada en la piedra negra del Sarchal. Otro día te comentaremos porqué decidieron abandonar este lugar.
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