Han vuelto a intentar pasar a un niño por la frontera. Iba dentro de un bolso de mano, medio asfixiado por la travesía. Tenía un mes y está-ahora- fuera de peligro, recogido por asuntos sociales hasta que se sepa la verdad del suceso.
Pero no es noticia, más que anecdótica, porque los bolsos de manos prestan mucha ayuda a los que quieren que algo permanezca escondido .
La vida humana- ya saben- vale lo que vale o sea nada si naces africano o pobre o sin metralleta incorporada. Ya si eres mujer ni les cuento, violada, vendida o mancillada, qué más da, carne de cañón explotable en un prostíbulo o en las calles cuando llegan a destino.
Recauchutada la carne blanda -casi nunca blanca- convertida en piedra y embutida en satén -en forma de bragas- que enseñar a los trabajadores del polígono.
El niño del bolso no ha tenido que oler mar, paseándose por el estrecho, ni caminar como Jesús por encima de las aguas para encontrarse de cara con la legalidad y que le salvaran de amoratarse los bronquios. No ha perecido en el intento, solo ha sido un presunto como el niño de la maleta – éste más mayor-que meses después de pasar a la palestra se encontró con su madre en Canarias.
Es solo carne embutida alrededor de un esqueleto, carne magra sin botillo, despiezada la pieza en inhumanidad para ser servida al progreso, la igualdad y la fraternidad de los pueblos.
Límites geográficos que condenan de por vida o que pulen dientes con flúor a cargo de la sanidad privada, que ponen implantes para mayor albedrío que no hay como poder pagar un buen cirujano plástico para que te haga estrella del porno y ganes dólares a porrillo, llamándolo a eso profesión y estando orgullosa de ella. En cambio, las infelices de pie caminante, de llagas en la vergüenza ajena se conforman con sobrevivir colgando sus ganas de un pequeño bolso donde se encierra todo su Reino.
Muslos enormes apalabrados de deudas contraídas en el camino, terminados en glúteos beligerantes con tacones finos de aguja a juego y un pantalón diminuto- o un tanga- para pasar el frío que se viene metiendo ya en los huesos. Bajo el cielo negro, no hay nada más intrépido que ser amazona de polígono durante dieciséis jodidas horas apalancada en una rotonda, vendiendo tu cuerpo.
Han vuelto a intentar pasar a un niño por la frontera. Dentro de un bolso de mano, medio asfixiado por la necesidad o la indiferencia, vaya usted a saber qué debe pasar para que metas a tu hijo en un recoveco. Tiene solo un mes y está-ahora- fuera de peligro, porque un guardia avistó algo que no le sonaba bien y dio el alto.
No es noticia, porque los bolsos nos dan igual si no son de Vuitton y los cargan las modelos en revistas que compramos por un euro y que nos duran lo mismo que una verdad que no nos afecta. Somos ciegos a lo que no nos importa, no queremos lo que no nos duela y nos vale un bledo cualquier cosa que no tenga que ver con nuestras nalgas. Por eso no cuenta el bolso, ni el niño, la madre o la acompañante, porque nada escuece en esa suma que resta tanta humanidad a la ecuación.
Porque nos hacemos viejos en este planeta que tanto odiamos sin pensar que sobre él caminamos cada día, que sobre él andamos pasos de ciego sin vara de medir. Es esa circunferencia que no va a ninguna parte porque no hay recovecos, donde encontrar refugio seguro para escondernos de las metralletas, del miedo, de las violaciones y de la intransigencia, porque la beligerancia, el odio y la violencia corren como sangre inocente, libres como la sal de la mar.
Lo mismo deberíamos buscarnos un bolso de mano para meternos en él haciéndonos un ovillo plegando el esqueleto y dosificando la carne magra, tan blanca que hace hervir de envidia a la propia Luna.
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