Opinión

Un beso y un adiós

No hay manifestación de cariño más sensible que el beso. Por otra parte, esta práctica humana ha sido utilizada a lo largo de la historia como muestra indiscutible de nuestra sensualidad y deseo sexual. Si lo pensamos bien, el beso es una forma de comunicación tan versátil y compleja que puede transmitir todo un mundo de ánimos y emociones. En la Antigua Roma, sabios como eran, existían tres tipos de besos. Por una parte estaba el «osculum», beso formal y respetuoso que se corresponde con nuestro beso en la mejilla. El «basium», de donde viene nuestra palabra beso, se daba en la boca y era una muestra de cariño y afecto, y por último existía el «savium», el beso más intenso, erótico y que más tiempo exigía a las bocas de sus protagonistas por la profundidad de su ejecución. Hay quien lo relaciona con nuestra «saliva». No hay manifestación de cariño más sensible que el beso. Por otra parte, esta práctica humana ha sido utilizada a lo largo de la historia como muestra indiscutible de nuestra sensualidad y deseo sexual. Si lo pensamos bien, el beso es una forma de comunicación tan versátil y compleja que puede transmitir todo un mundo de ánimos y emociones. En la Antigua Roma, sabios como eran, existían tres tipos de besos. Por una parte estaba el «osculum», beso formal y respetuoso que se corresponde con nuestro beso en la mejilla. El «basium», de donde viene nuestra palabra beso, se daba en la boca y era una muestra de cariño y afecto, y por último existía el «savium», el beso más intenso, erótico y que más tiempo exigía a las bocas de sus protagonistas por la profundidad de su ejecución. Hay quien lo relaciona con nuestra «saliva». Nosotros hemos perdido esa tipología y nos hemos quedado con un único término, sin embargo hombres y mujeres, en raras ocasiones, confundimos los espacios en los que desarrollamos esta maravillosa forma de lenguaje. A veces puede suceder; de hecho sucede y, cuando esto ocurre, no nos queda más que reconocer que nuestro gesto se ha aliado equivocadamente con un deseo no compartido por la otra parte, la boca besada. Hace unos días, España logró un hito histórico que fue más allá de lo deportivo. Las jugadoras de la selección de fútbol femenina se convirtieron en campeonAs del mundo (el desesperado argumento utilizado por el machismo de que el masculino incluye el femenino no vale casi nunca, pero menos para un colectivo que incorpora a más de una veintena de mujeres y un seleccionador varón al que la A parece que se le queda adherida a la garganta resultándole imposible de pronunciar). La proeza lograda por la selección de fútbol femenina logró sacudir las fibras de todos; pero, de manera muy especial, de las mujeres. El gol de Carmona nos levantó a todas de nuestros sillones a la vez que nos erizaba el vello y las melenas; largas, cortas, rapadas, rubias, castañas, negras, rizadas, tintadas, blancas, infantiles, veladas, postizas o desgreñadas. Poniendo por delante un hito deportivo sin precedentes en el ámbito femenino, el triunfo de la selección se convirtió en un logro feminista. Quien más o quien menos se recordó a sí misma calificada de «marimacho» cuando jugaba al fútbol, recordaba a esas niñas pioneras en los partidos infantiles de nuestros hijos, rememoraba las dificultades de las mujeres que no habían logrado cumplir sus sueños en el deporte y empatizaba con las jugadoras de la selección que fueron apartadas por reclamar mejoras en sus condiciones y denunciar las actitudes negativas de algunos personajes, evidentes hoy a los ojos de todos. Los medios recordaron incluso a Nita Carmona, más conocida como la Veleta, que tuvo que travestirse para jugar en el Sporting Club de Málaga a mitad de los años 20 y que, una vez descubierto su género, fue represaliada por ello. La victoria de España fue un triunfo hermoso, sin más. Sin embargo, como ha ocurrido a lo largo de toda nuestra larga y masculina historia, las mujeres no hemos tenido fácil ninguno de nuestros logros. En esta ocasión, la traba a lo logrado, el freno a la alegría, la obstrucción a la épica victoria, el agravio, el estorbo tuvo nombre, apellido y poder: Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol. Rubiales representa un tipo de hombre no deseado ya por la mayor parte de la sociedad, es la punta del iceberg de un colectivo masculino machista que no alcanza a comprender que los parámetros con los que se han gobernado en la vida han cambiado sin que ellos se hayan enterado.  Rubiales es un símbolo del machismo, no sólo en el ámbito del deporte, sino en nuestra sociedad y, pensándolo bien, todos hemos tenido suerte de que los acontecimientos se hayan desarrollado así. Los que se lamentan de que su «pico» y la polémica suscitada haya empañado el triunfo de las españolas no deben sentirse apenados. Las mujeres sabemos cuánto nos cuesta dar un pequeño paso, estamos acostumbradas a trabajar el doble, a disfrutar la mitad, a rasgarnos con los techos de cristal y a pagar nuestro precio y reponernos. Nuestras jugadoras de fútbol saldrán fortalecidas de este atropello bochornoso y no nos importará celebrar otra vez un triunfo para la historia y la derrota del machismo. El empecinamiento de Rubiales en no dimitir no sólo responde a la negativa a perder una serie de privilegios, tachados de corruptos por muchos, sino que le supone el reconocimiento público de una forma de actuar vergonzante y desfasada, el deterioro visible de una manera de vivir la masculinidad que ha proporcionado a los hombres poder sobre las mujeres, sus cuerpos y sus triunfos. Es esperanzador que esta masculinidad haya logrado asquearnos a casi todos, hombres y mujeres por igual (decimos casi porque todavía quedan Rubiales en nuestro país para organizar otro mundial). El presidente de la Federación de Fútbol se sintió con derecho a besar a una subordinada porque estaba eufórico. Las mujeres también sabemos mucho de ese derecho. Ya en Roma existía el «ius osculi» o derecho al beso, que ejercían los hombres para comprobar que las mujeres no habían bebido vino. No vamos a asustarnos ahora por un «pico sin maldad», pero sí por lo que significa (el de los antiguos romanos seguro que también era por nuestro bien…). Luis está muy cerca de alzarse con la copa de campeón del mundo. Su destreza en el levantamiento de mujer al hombro, en el «pico eufórico» y en tocamiento de genitales en palco lo colocan muy arriba en la clasificación. El nombre de las glándulas masculinas deriva de «testis» testigo y el sufijo diminutivo-culus. Para los romanos los testículos eran «pequeños testigos de virilidad», esa misma virilidad de la que necesitó hacer gala Luis Rubiales en el palco junto a la reina para celebrar un gol. Qué lleva a un hombre a celebrar así un triunfo colectivo resulta un enigma. Lo que ha quedado claro, gracias a los testículos de Luis, es que la sociedad ha sido testigo de que un comportamiento así no puede representarnos en ningún ámbito social. Confiemos en que Rubiales logre entender eso al menos, se agarre a sus gónadas masculinas para insuflarse valor y abandone el cargo.

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