Desde tiempos inmemoriales, Dios recordaba incesantemente al Pueblo de Israel la promesa de un Salvador. En el Antiguo Testamento se evidencian diversas profecías augurando la Venida y el Nacimiento de Cristo. Entre ellas, podría citarse el punto donde iba a nacer, Belén; e incluso, como se llamaría, ‘Enmanuel’, ‘Dios con nosotros’, ‘Príncipe de Paz’, ‘Dios Fuerte’, ‘Padre Eterno’ o ‘Príncipe de Paz’.
Sin embargo, con los elementos, referencias y pinceladas que nos proporcionan las fuentes documentales de las Sagradas Escrituras, se nos muestra el marco de pobreza y aspereza del reino mesiánico que se inicia sin honores y poderes terrenos, con Jesucristo, el Hijo de Dios, Salvador y Rey descendiente de David.
El Niño de Dios ha de llegar al mundo en la mayor simpleza, porque no es casualidad que no exista un espacio físico en la posada y de esta manera, desde el principio ser partícipe de la sencillez más extrema.
Con esta sobriedad en un establo se desenmascara la magnificencia del cielo para dar paso al canto de alabanza, remitiendo a la gente humilde al signo más sublime: en el momento supremo del cumplimiento ésta es la señal: “encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Ahora, entre la gloria radiante de lo alto y la simplicidad absoluta de abajo, se produce una perfecta correspondencia y unidad: María, en quién se cumplió la obra divina de la salvación, participa en la misión redentora dando a luz en un contexto que cabría calificarlo excepcional.
Así, entre finales del siglo I a. C., y mediados del siglo I d. C., Dios decidió instituir la Sagrada Familia de Nazaret, defendiendo con inmenso amor y entrega los talentos que se le confiaron, con una honestidad propia al valor intrínseco del tesoro puesto en sus manos: María, junto a José, que aceptó la gracia de discernir los mandatos del Señor, ni tan siquiera pudo servir al Hijo de Dios con lo que habitualmente suelen ofrecer las madres a un recién nacido. Al contrario, hubo de acostarlo en una cuna improvisada que sella la dignidad del Hijo del Altísimo y, simultáneamente, la anticipación profética de los rechazos que Jesús habría de sufrir en la vida terrena.
Con estas connotaciones preliminares, el Nacimiento de Cristo es la piedra angular del puzle que otorga sentido a la vida del hombre, porque es el motor de arranque, la razón de ser de la propia existencia y el acontecimiento culminante que da sentido al itinerario que hemos de transitar, como la antesala de otro trayecto pleno y eterno. Siendo el reconocimiento incuestionable que cada hombre es único y especial a los ojos de Dios, porque así nos lo quiso revelar en un lenguaje inteligible.
Y es que para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, todos, sin excepción, somos parte ineludible en su proyecto de la Creación, siendo bendecidos con un amor ilimitado, para que seamos conscientes de este complejo misterio: Dios, determina encarnarse en una mujer, María, quien mejor que nadie se aproximó a la vida íntima de su Hijo y habitó en su corazón, haciendo presente y demostrándonos empíricamente y no únicamente espiritual, que nos ama infinitamente por encima de todo.
Luego, este primer período del Año Litúrgico cristiano conocido como ‘Adviento’, en latín, ‘adventus Redemptoris’, ‘venida del Redentor’ que nos introduce en las entrañas de la Navidad, esperamos ardientemente la misiva del Nacimiento del Señor como la que mismamente recibieron los pastores de aquella comarca, dándonos a conocer que somos destinatarios de un amor incondicional; obviamente, condicionado en la medida en que estamos prestos a dejarnos prender por él.
Con el Adviento es turno para la expectación inminente en la que hacemos memoria de la primera Venida del Salvador en carne mortal; esperanza y súplica en el último y glorioso advenimiento de Cristo, Señor de la Historia y Juez Universal. Conjuntamente, es la oportunidad para la conversión a la que reiteradamente nos invitan los profetas con la Liturgia de la Palabra, anunciándonos que está próximo el Reino de los cielos.
Por ende, en el Adviento celebramos la claridad de la Venida del Señor en actitud gozosa, forjada con la vigilancia, atención y acogida. De forma, que nuestro vivir se enmarca con admiración siempre nuevo y renovado, y en esta ocasión sumidos en una pandemia, ante el arcano entrañable de un Dios hecho hombre. Un misterio que el ‘Adviento’ acondiciona, la ‘Navidad’ rememora y la ‘Epifanía’ manifiesta.
Pero, sin lugar a dudas, en este intervalo más que favorable se enfatizan de modo exclusivo tres figuras bíblicas como Isaías, Juan Bautista y María. Primero, una lejanísima y universal tradición ha atribuido al Adviento la lectura del profeta Isaías, porque en él, más que en los restantes elegidos, retumba la difusión de la certeza que reconforta al Pueblo escogido durante los arduos y trascendentes siglos. Proclamándose las páginas más explicativas del Libro de Isaías, que componen el presagio permanente para los hombres de todas las épocas.
Segundo, Juan Bautista es el último de los profetas, extractándose en su predicación el testimonio llevado a cumplimiento e irreprochablemente encarna el espíritu del Adviento. Él, es el indicativo de la intervención de Dios en su Pueblo, como antecesor del Mesías tiene la labor de acomodar y habilitar los senderos del Señor, hacer saber a Israel la agudeza de la salvación y, sobre todo, nos señala a Cristo ya presente entre su Pueblo, hasta llevar a plenitud al Mesías proclamado y esperado.
Y, tercero, el Adviento es la intermitencia propicia en el que se pone de relieve el nexo de unión de la Virgen María con la composición de la redención, y surge no por superposición y añadidura devocional, sino desde el interior de la conmemoración.
Tómese como ejemplo, la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, ya celebrada en los prolegómenos del Adviento; no es ni mucho menos una ruptura de la unidad de este Tiempo Litúrgico, sino una parte esencial al ser preservada de todo pecado desde su concepción.
María Inmaculada, es el paradigma de la humanidad redimida, el fruto más admirable de la presencia salvadora de Cristo. Ella, como entona el prefacio del ceremonial, quiso Dios que “fuese… comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo llena de juventud y de limpia hermosura”.
Con lo cual, el Adviento contiene un suculento manjar teológico, porque por él discurre el cordón umbilical de la entrada del Señor en la Historia del Pueblo de Israel hasta su culminación. Los distintos aspectos se remiten unos a otros fusionándose en una extraordinaria armonía, hasta despertar el fondo histórico-sacramental de la salvación. El Dios del Adviento es el Dios de la Historia y el que llega en su integridad, para liberar al hombre de la esclavitud en Jesús de Nazaret y en quien se desvela el rostro del Padre. La profundidad de la revelación, nos tonifica que la salvación se ha cumplido concretizada en Cristo que, a su vez, es uno en nosotros.
Belén, es el punto de inflexión para conmutar el destino de los hijos de Dios. Allí, Dios mismo, irrumpe en un pesebre. Como si nos expresara con complicidad: aquí estoy para vosotros, como vuestro alimento, dándose a degustar”
Queda claro, que el Adviento enarbola con vivacidad el calibre de lo que está por acontecer. Dios nos ha destinado a la salvación; si bien, es una herencia confiada al final de los tiempos. Cristo entró en la carne, se mostró resucitado a los apóstoles y a cuantos testigos le vieron. En otras palabras: el Adviento nos esparce las semillas indescifrables de la Venida de Dios, teniendo en cuenta la disposición misionera de la Iglesia y de los cristianos anhelando el Reino de Dios.
Reflexionando sucintamente lo que verdaderamente sucedió hace más de dos milenios en la Ciudad de Belén, hoy por hoy, es un símbolo irrefutable que santifica a los hombres y mujeres de toda raza, lengua, pueblo y nación. Como es sabido, Belén proviene del hebreo ‘Beth-Lehem’, o lo que es igual, ‘Casa del Pan’.
Simultáneamente, Belén es signo y profecía: primero, signo, en cuanto que nos enseña que la pobreza desde la vertiente sobrenatural es igualmente gracia, salvación y riqueza; y segundo, profecía, porque nos conduce a la verdad como sendero de alegría y realización subjetiva.
La legitimidad de este sitio lo refrenda el Antiguo Testamento que había de serlo en un sentido más profundo, como lo expone literalmente el Libro del profeta Miqueas 5, 2 extraído de la Biblia de Jerusalén: “Más tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño”.
En aquel recinto insignificante, configurado por un puñado de casas esparcidas en el declive de una colina, a unos ocho kilómetros al Sur de Jerusalén, Dios misericordioso, nació hecho hombre por amor a los hombres.
Como subraya el Papa San Gregorio Magno (540-604 d. C.), uno de los cuatro Padres de la Iglesia Latina, junto con Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán, es oportuno que el Redentor se encarne en ‘Beth-Lehem’ o ‘Casa del pan’, porque tal como refiere Jesucristo: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo”. Precisamente, es en Belén, superficie de cultivo del trigo y cebada y en las regiones limítrofes con el desierto, donde pastaban rebaños de ovejas, nació el Señor y con anterioridad, valga la redundancia, había sido designada ‘Casa del Pan’, para que allí se hiciese visible El que reconforta el alma de los elegidos, saciándolos hasta la Vida Eterna.
Adentrémonos pues en el Evangelio de San Lucas 2, 1-5 que al pie de la letra dice: “Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta”.
Desde el año 27 a. C., en que el Senado Romano le otorgase el título de Augusto, gobernó el Imperio hasta el 14 d. C, el empadronamiento entre los romanos aglutinaba un doble propósito: primeramente, se pretendía conocer el estrato poblacional del Imperio; y segundo, interesaba su cuantificación para la distribución y posterior desembolso de los tributos directos e indirectos y aquellos con fines militares.
Ni que decir tiene, que el edicto de Cesar Augusto (63 a. C.-14 d. C.) se promulgó por la oikoumene; es decir, para la totalidad del universo dentro de los límites fronterizos del Imperio Romano. Análogamente, concurría la norma romana de censarse en la localidad de residencia y es probable, que Roma confiriese cierta independencia para que cada uno se registrara en su urbe de procedencia, como era acostumbrado entre las poblaciones orientales.
Indudablemente, esto impulsó a José de la casa y familia del rey David, como a la par, María, su esposa, a subir desde Nazaret donde moraban hasta la Ciudad de David, en Belén. Para los escrituristas se corrobora la predicción del profeta Miqueas, porque la providencia de Dios estableció la constelación perfecta que se demanda para la acción central de la Historia Universal.
El Mesías, no ha de provenir simplemente de la estirpe de David (1040-966 a. C.) por medio de José, sino de la misma manera, nacer en la Ciudad de David. Por tal motivo, el decreto del Emperador debe contribuir a ello. Es Dios quien cristaliza este entresijo para completar las profecías predichas en el Antiguo Testamento.
Con estos mimbres, las circunstancias del período referido se desencadenan y el obrar de José y María en la voluntad de Dios, inspiraron irrevocablemente a la institución de la Sagrada Familia de Nazaret. Santuario del amor y la vida donde Jesús nacería vinculado a la estirpe del rey David; y Belén, lo reafirmaba, porque probaba la continuación de la ascendencia real y sus credenciales como Rey. Ahora, la sede de Israel iría al ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de Señores’.
Esta es la buena noticia que nos remolca la Navidad, una festividad con la que el planeta enmudeció, para dar paso a una muchedumbre celestial que aclamaba a Dios recitando: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace”.
En esta tesitura, es imposible dar cabida en la mente un suceso inenarrable y sustancial que encierra un tesoro en vasijas de barro, como una página más o relato habido en un rincón singular de los trechos que quedó en lo efímero. Quizás, fuese un vuelco cósmico; o tal vez, un lapso en que la naturaleza se percató de estar plenamente involucrada. ¿O acaso, podría Dios hacerse hombre sin que se contuvieran de asombro los astros y luceros, quedaran ensimismados los seres vivientes, o advirtieran un misterioso estremecimiento los allí presentes?
Belén, es el punto de inflexión para conmutar el destino de los hijos de Dios. Allí, Dios mismo, irrumpe en un pesebre. Como si nos expresara con complicidad: aquí estoy para vosotros, como vuestro alimento, dándose a degustar. En tanto, que en Belén, nos prendemos de un Dios que no nos sustrae la vida, sino que a la inversa, Él es quién nos la concede. Al ser humano habituado desde los comienzos a tomar y comer, Jesús le declara: “Tomad, comed: esto es mi cuerpo”.
La hechura del Niño de Belén nos proyecta a un prototipo de vida completamente diferente: no engullir y polarizar, sino compartir y proveer. Dios quiere ser pequeño para darse como maná imperecedero. Porque, al nutrirnos con el ‘Pan de Vida’, resurgimos en el amor y se quiebra el resorte de la ambición y codicia acumulada. Desde la ‘Casa del Pan’ o el ‘Belén hogareño’, Jesús lleva consigo al hombre a su realidad de convivencia, para que se transfigure en un pariente de Dios y hermano de su prójimo.
Ante el portal, discernimos que lo que sustenta la vida no son los bienes superfluos, sino el amor incomparable de Dios; como tampoco, el desenfreno, sino la caridad; ni la opulencia más ostentosa, sino la humildad que ha de protegerse con la oración.
El Señor es consecuente que a diario necesitamos alimentarnos, por eso se nos procura todos los días, desde la espontaneidad de la grandeza de Dios hecho hombre en el Evangelio vivo del Belén, hasta el cenáculo de Jerusalén. Y actualmente, en el altar se hace pan partido para nosotros, llamando a la puerta para acceder y compartir la mesa.
En la Navidad recogemos el Pan venido del cielo, como una porción que jamás perece, hasta paladear la Vida Eterna, descubriendo que lo admitimos: Jesús modifica el rumbo del corazón y el protagonismo del que nos creemos poseedores, vuelve a nacer y vive afianzado en el amor de Jesucristo.
Belén, no es una utopía fracasada en la tenue luminosidad de lo lejano. Su deleite brilla sobre nosotros. Es más, en el Sacramento de la Eucaristía Jesús se dona por entero como el ‘Pan de Vida’ y la ‘Casa del Pan’. Así, como en la caída de la noche nació Jesús y los pastores se lo dijeron entre ellos, así nos lo comunicamos los unos a los otros: “vayamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”.
En consecuencia, en las cercanías de la Navidad y en un año demasiado convulso, sacudido por la incidencia de la crisis epidemiológica que padecemos, hemos de decirlo en voz alta y si es necesario gritando: ¡la Buena Nueva es Jesucristo!, ‘Enmanuel’, ‘Dios con nosotros’. No estando turbados, para que la ‘Buena Nueva’ sea experimentada, pregonada, glorificada e implementada en su conjunto.
Esta ‘Buena Nueva’ nos reporta a su Hijo Jesucristo, ‘Dios con nosotros’. Porque, gracias a Él, la historia que ha prescrito para cada hombre y mujer con su bagaje de zozobras, sacrificios, abatimientos, amor y desamor y desencuentros con un mar de pecados, está satisfecha de Dios. Posiblemente, sea una cuestión que en ningún otro tiempo nos hayamos parado en valorar; ni tan siquiera en un sueño, pero el cristianismo se fundamenta en esto: reconocer que el hálito humano está colmado y salvado enteramente por Dios.
En un ejercicio de retroempatía, las Sagradas Escrituras no ubican en un escenario manso y austero como Belén: en la tribulación de José de Nazaret, Jesús ha de adentrarse en la semblanza de los hombres. Para ello, precisa de la fidelidad inconmensurable de un patriarca como José, que lo atienda y brinde con el linaje de David; pero, al unísono, de una Madre como María, que le abra un camino al conocimiento de la redención de Cristo y de la gracia de Dios.
Tras lo relatado en estas líneas, todo está dispuesto para el Nacimiento del Hijo de Dios, todo lo que es supremo; pero, en tanto, que están pendientes las premisas terrenales que no son menos: José, ha de someterse a la misión encomendada. Para ello, se fía absolutamente de Dios para defender al que va a nacer, no sin antes, tomar como esposa a María, para que el Hijo de Dios sea hijo de hombre e hijo de David.
José, hombre piadoso y justo, de suponer tendría otros pensamientos e intenciones. No obstante, pone oídos a Dios y se compromete a la tarea trazada para que se cumplan los designios del Altísimo.
Llegados hasta aquí, Dios está listo para ser Enmanuel con nosotros; pero, al igual que José, nos invita a descansar en sus designios y trabajar con los mismos, para que la paz y la gracia en la plenitud de los dones de Dios, sean auténticos. A la luz del Belén, para merecer de esta gracia y salvación, no podemos sostenernos espiritualmente, sino nos saciamos de ese Pan vivo que es Jesucristo descendido del cielo. Por eso la Navidad, nos gratifica con la sencillez en una aldea global acentuadamente escéptica y materialista.