Tras cuatro décadas ejerciendo como diplomático, el académico, profesor y, además, miembro del Instituto de Estudios Ceutíes recoge en su último libro alguna de sus vivencias
Con más de treinta publicaciones en su carrera, Ángel Ballesteros puede decir que ha dedicado toda una vida a la diplomacia española. Se ha codeado con reyes europeos, príncipes árabes, primeros ministros de todo el mundo y aún así, confiesa que las personas que quizás más le han impresionado han sido personajes anónimos que le han ayudado a defender los intereses de España.
En su último libro, ‘Diplomacia secreta española’, revela alguna de esas vivencias que durante sus cuatro décadas como diplomático ha sido testigo en primera persona.
¿Cómo surge la idea de escribir este libro?
Cuatro décadas de carrera diplomática, en la que he sido de todo, secretario de embajada, consejero, cónsul general, ministro y embajador, y también académico y profesor, en países interesantes, siempre he seguido el criterio de ir a sitios donde se podían hacer cosas, de servir efectivamente a España más allá del tópico, dan para los numerosos libros y novelas que he escrito, y conferencias y artículos, casi siempre sobre el golpe de Estado y más sobre los contenciosos de la diplomacia española, donde mi competencia, de primer espada, está considerada al máximo nivel. Diplomacia secreta española es sólo una novela más, aunque al figurar entre las últimas, resulta más completa.
¿Qué tipo de “secretos” puede descubrir el lector con este libro?
Por supuesto que no se descubre ningún secreto. Eso es cuestión de publicidad, de propaganda. Soy un diplomático amén de que la ley de secretos españoles, que data del 68, con su reforma del 78, antes de la entrada en vigor de la Constitución, es muy estricta, ahora en trámite de reforma. Lo que hay son circunstancias desconocidas o poco conocidas.
Como elocuente ejemplo, en el tema histórico más candente que tiene la diplomacia española, junto con Gibraltar, el Sáhara Occidental, nótese que soy el primer y único diplomático que allí fue, ocupándose de los 335 compatriotas que quedaron, a los que censé, en quizá una de las mayores operaciones de protección de españoles del siglo XX.
Naciones Unidas podría aprovecharme por mi singular experiencia y tengo amigos en ambas partes, a los que deseo la paz. Y permítame aprovechar para lo siguiente. Naturalmente que fui felicitado y también condecorado, pero de manera similar a como se homenajea continuamente a los diplomáticos españoles que salvaron a judíos en la II Guerra Mundial.
Espero un reconocimiento, menor, pero el que corresponda; porque yo me ocupé de españoles. Con honor y con acierto y son bastantes las condecoraciones y distinciones de distintos países por mis diferentes misiones en diversas latitudes.
Como dice el ministro Moratinos en el prólogo a Diplomacia y Relaciones Internacionales, que es una publicación de referencia (2010) como lo es el Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, editado por el IEC en español y en inglés, “el embajador Ángel Ballesteros es uno de los diplomáticos que continúan una tradición literaria en el campo de la ciencia política y las relaciones internacionales, al tiempo que defienden los intereses de España en el mundo y protegen nuestros intereses y compatriotas”.
Siempre cito que en una misión hispano-argentina que yo dirigía, en una escala en Sao Tomé, entre rumores de golpe de Estado, bajé del avión, acompañado por otro diplomático español, con el riesgo que acarreaba, para ocuparme de los españoles que allí estaban sin ninguna protección. “Mi eficacia y entusiasmo” fueron reconocidos oficialmente.
De todos los personajes con los que convive en el libro, ¿cuál le impresionó más?
Cuando se han visto muchos personajes, quizá no impresione ninguno. A mí sólo los Papas, porque representan a Dios y yo soy católico. Ni Franco ni Fidel Castro ni Pinochet, a quien acompañé y escuché en los funerales de Franco y la coronación de Juan Carlos I, me causaron particular impresión. Como mi paisano Suárez, Calvo-Sotelo o Mario Soares. A Torcuato Fernández-Miranda, que se había leído mis libros sobre el golpe de Estado, le argumenté que su decisiva actuación para aupar al inaupable político abulense, no se ajustó a los cánones, según mis tesis, por exceso del elemento aleatorio.
El más cómodo fue el presidente argentino Menem, que se ofreció para padrino de boda. Del que quizá más aprendí fue de Hassan II. También he conocido a presidentes sudamericanos como Toledo o Alan García, que me condecoró en Perú, y varios africanos como Nino Vieira, asesinado en un golpe de Estado en Guinea Bissau, país muy importante para España y Europa por ser paso de la droga sudamericana y punto del tráfico de pateras, donde yo era el primer embajador de España.
Sí me han impresionado héroes anónimos, que he visto y que me han ayudado defendiendo los intereses de España, en el desierto, en la selva, en situaciones extremas, con una enorme entereza, a los que rindo homenaje.
¿Puede destacarnos alguna anécdota en referencia a este libro?
Son bastantes las cosas curiosas que se narran en mis publicaciones. Veamos algunas. Desde los cuadros del museo del Prado que quedaron en Cuba tras la independencia, sobre los que el gobierno castrista nunca respondió a las solicitudes de información españolas, y que yo, tras afortunadas gestiones, descubrí en el extremo opuesto de la isla, en Santiago, en el museo Baccardí, el del ron, hasta la batalla que ganaron los modestos Celtas en la patria del tabaco, cuando Fidel, un día que se me terminaron los cigarrillos, me hizo traer los Populares y descubrí que eran los Celtas, a los que se había cambiado la envoltura, tras una epidemia de filoxera. Se lo he contado a Tabacalera.
Recuerdo también lo que bebía Don Juan, cuando me recibía en el Giralda, en misión reservada, ve, pero que no voy a contar, claro, cuando el doble desenlace en el Sahara y en la monarquía española se avecinaba, sólo lo que bebía, que además está bastante divulgado, ginebra, con algo de whisky y vermouth.
O lo bien informados que estábamos en Luxemburgo, porque la Gran Duquesa, María Teresa, compartía ocasionalmente la cocinera, una valenciana, con María Eugenia, mi mujer, y bien sabíamos “lo que se cocinaba en Palacio”. Hablando de cocineras, me traje a la de Fidel, Ruth, mi fiel ama de llaves.
O cuando fui el primero a negociar la cooperación en Moscú, al besar la mano a la camarada que me recibía, se me rompieron los gastados pantalones por el tafanario, con el resultado de que me pasé las largas conversaciones con mi ruso aprendido de rusa blanca y con el abrigo puesto, es decir sudando la gota gorda, ante el asombro de los entonces soviéticos. Y todo ello para más inri, yendo de elegante, vistiéndome, ocasionalmente claro, en Saville Row, cierto que porque tenía un pariente lejano y me rebajaban considerablemente los prohibitivos precios. Un subsecretario que tuvimos, amigo del dandy de la diplomacia mexicana, Jorge Fuentes, me atribuía un “cierto dandismo”.
Asimismo se recoge el dato, ya no secreto, del riesgo del alcantarillado madrileño para el ministerio de Exteriores, como potencial blanco terrorista. Igualmente, por citar a nuestros jefes de Estado, guardamos con el afecto y el respeto que corresponden, las fotos que se hizo el entonces Príncipe en su única visita a la Córdoba argentina, que marcó un hito en la ciudad más hispánica de la Argentina, con nuestra hija Sonsoles, “creo que de las primeras que me hago en el extranjero con una guapa niñita en brazos”.
O por citar, a las Canarias, se mencionan las notas de Franco, la actuación de Calvo-Sotelo, que me confirmó él mismo, y el mapa del palacio en Rabat, donde fotografiaron a Zapatero y antes a Aznar, recogiendo la precisión de que ni La Palma ni el Hierro están, aunque sí las otras cinco, que son las que quedarían dentro de lo que Marruecos considera su zona económica exclusiva. “Cuidemos las Canarias. Y los canarios los primeros”, he dejado escrito.
Y el templo de Debod, el monumento más visitado en la capital de España, que no venía a Madrid, donde el centralismo terminó por colocarlo erróneamente y donde yo paseo con Toby. Luego fui consejero cultural en El Cairo y en la operación de traída a España, dirigida por Almagro, participaron amigos míos hispanistas, por mi iniciativa se fundó la Asociación de hispanistas egipcios que hoy es una pujante realidad, con Mahmoud Makki a la cabeza, que tradujo un estudio mío al árabe.
O el importante e histórico protocolo Franco-Hitler, negociado en Hendaya, que desapareció de los archivos de Asuntos Exteriores donde estaba depositado, como me confirmó Serrano Suñer en su casa.
Y sobre Ceuta y Melilla, tema de mayor atingencia para ustedes, nunca ha habido negociaciones secretas, frente a lo que alguna vez se ha insinuado. Es sabido que Juan Carlos habría dicho que no tenemos prisa en recuperar Gibraltar porque a renglón seguido Rabat reclamaría las ciudades españolas como el monarca alauita mantenía que la reivindicación imprescriptible sobre el norte quedaba congelada hasta que se resolviera el sur, el Sáhara. Pero de ahí no ha pasado el delicado asunto.
Lo que probablemente ha habido, han sido conversaciones reservadas con Franco, Don Juan, Juan Carlos y Hassan, aunque escasísimas. Pero lo que hablaron, aparte de los contactos oficiales, aunque sí lo presenciamos, yo en alguna ocasión, no lo escuchó nadie.No hubo ni intérpretes porque el soberano marroquí dominaba, como su hijo, el español.
De todos las personas que trata en su libro, ¿quién diría usted que es el mejor diplomático?
El mejor diplomático ha sido posiblemente -en diplomacia no hay nada seguro y ya recuerda el conde de Saint Aulaire, en la evocación de Rojas Paz, que la diplomacia es la primera de las ciencias inexactas, por el juego del alors, del en ce cas- Metternich. Entonces, posiblemente Metternich. Se cita siempre la triada clásica de maestros de la diplomacia en el Congreso de Viena, zenith de la diplomacia, con Metternich, Talleyrand y Castlereagh.
Pues bien, el príncipe austriaco, unía al savoir faire de los otros dos, el señorío. Era un personaje completo, el más cabal maestro de diplomáticos. En la actualidad, por una aceleración histórica sin precedentes, la diplomacia ya no es “un arte”, como se decía en la época clásica. Es una técnica, sometida a la propia técnica,donde el sello personal resulta poco más que simbólico.