Opinión

Ay que te como

Ahora dicen que los neardenthales eran caníbales, pero solo con los de su devoción. En plata, que se comían a los que más querían. Luego nos extrañamos que nos salga el rebote mental de esa sevillana machacona, mitad cariño y mucho de canibalismo, como cosida al costal del cerebelo que dicen que es nuestro yo más reptiliano y auténtico. Lo que pasa es que ya no nos extrañamos por nada, ni queremos de veras porque la vida se ha hecho viral y ya no hay noviazgos de años bisiestos, ni saetas repujás en la madrugá, ni velas a santos con devoción y cera derretida, ni comernos a besos en la oscuridad de un portal.

No eran besos sino más bien mordidas a cachos- con ristras que los antropólogos han podido descifrar- lo que prodigaban los neardenthales a sus deudos cuando la muerte les acogía. También son ganas de religiosidad y amores sentíos- que así lo llaman los entendidos a los ritos funerarios que hacían-con lo bonita que es una cremación al modo vikingo.

Y es que todo se ha ido al garete, la gente de antes era más de jabón y manos arremangadas que de dardo traicionero por envidias digitales. Más de vivir al amanecer que acostarse a la amanecida, de beber para disfrutar y no para ablandar el poco cerebro. Nos parecían simplones y los estigmatizábamos como a los neardenthales, que en eso los sapiens-y los modernos-están hechos unos expertos. También son ganas de jorobar que ellos se comieran a los muertos y ahora nosotros gestionemos en el nuestro, su Adn vital, para proclamar en una sevillana “Ay, qué te como te como, qué te voy a comer”, porque no somos sino cachitos de ellos y muchos otros que experimentaron el vivir en este planeta, renaciendo en esta especia que se cree guay y que pasa horas con lo digital, no para saber, sino para dar morcilla.

Se hacen ricos, no con el estraperlo que estudia mi hija sin entender lo que puede ser una cartilla de racionamiento, sino con decir tonterías en las redes, hablar por hablar y criticar a tajo seco lo que sea. También por adelantarse a otros, enseñando a su madre con Alzheimer, a su hija con discapacidades o a su marido- o a ella- conviviendo con hijos o sin ellos, dando-o no - leche de teta y divirtiendo- eso dice mi prima María Simarro- a todo el que tenga tiempo y ganas para seguirlos. Entre ellos hay otros que balbucean la envidia destilada y esos solo critican, descarnan y buscan su sitio en el digitaleo, a base de morderle a un grande -como los Velocireptors con los Rex- a ver si así se hacen un nombre. Los otros- los Rex de lo digital, que ya tienen escamas virtuales- les dan pal pelo y de nuevo a empezar el día. No hay amaneceres como los de antes, porque nadie mira al cielo sino los teleoperadores que después nos despachan con mala leche, porque trabajan muchas horas y les pagan una miseria. No es su culpa, es la nueva era que pondrá una IA en nuestra vida- y en su curro- para que nos diga que no le gastemos bromas, ni le digamos borderías, amenazando nuestras risas desternillantes con que nos banean del sistema.

Pobres de los neardenthales que tenían más sentimientos que nosotros y los llamamos simplones porque todo lo que no se circunscriba a nosotros nos importa un haba. Pobre de los que nacimos en los 60 que estamos convirtiéndonos en pellejo de odre. Pobres de ellos, los teleoperadores que se creen que van a duran infinito y que la empresa es suya, porque solo de las IA será el futuro y la gloria que ni comen, ni defecan, ni gastan más que en programas informáticos y bytes.

Los amaneceres son cosas de privilegiados, de viejos chochos como yo y de gaviotas, que esas sí que saben lo que se cuece en este planeta, ataviadas desde siempre por la desesperación y el anhelo entre graznidos quejumbrosos y ritos de apareamiento.

Si me muero no me comáis, mamones, por mucho que me queráis, que soy de carne de grulla dura y escamosa. Más bien llevadme a los Toruños y dejad que me meza entre las olas con la corrientes mareales que asisten al caño del Río San Pedro, para que me convierta en carne de saciar cangrejos violinistas que me esperarán en la orilla barrosa, con el acierto de creer que algo caerá como Maná del agua para socorrer a los que siempre anhelan un milagro cotidiano.

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