Era un clásico día frío de invierno. Los niños estaban bajo la lluvia mojándose felices. Sabían que con esas condiciones no vendrían los molestos aviones a lanzar esas ristras de bombas que lo único que traía era la desolación. Por eso ellos explotaban esas ansias de ser jóvenes: vivir en libertad. Las madres habían sido antes pequeñas y sabían lo que significaba estar allí con sus amigos jugando en la calle. Los clásicos pilla pilla, tula, fútbol, las casitas, y toda la imaginación que pudieran tener en esos momentos. Era lo que primaba. Relacionarse con sus congéneres. Ya tenían bastante con estar reprimidos en los refugios antiaéreos.
Esas largas horas de agobio. Allí sólo se escuchaba los murmullos de los largos rosarios que se rezaban pidiendo que resistiera ese fortín. Y también, por qué no decirlo, por todos los nuestros que estaban fuera intentando evitar que fuéramos masacrados como estábamos siendo, pero con un poquito de dignidad y orgullo de machote. Me refiero a esos fieros hombres que se jugaban la vida debajo de un nido de ametralladoras intentando dar o, mejor dicho, decir aquí estamos. Ya que poco o nada recibían esos malditos hombres que volaban a gran altitud para evitar ser alcanzados por las baterías antiaéreas. Y nosotros debajo de tierra asustados y pensando en que las sirenas tocarán de nuevo anunciando que esos pesados habían terminado sus cargas que llevaban dentro de las bodegas. Y era cuando el cura decía un fuerte amén que nos sabía a gloria y todos poco a poco íbamos desalojando nuestra cueva de pasión para ir a la cruda realidad de ver un cuadro dantesco de destrucción en nuestras calles.
Casi todos vivíamos ya en ruinas. Intentábamos conseguir un poco de intimidad entre los vecinos poniendo unas pobres sábanas para dar intimidad a lo poco que nos quedaba vivo. Y fue entre tanto rezo y tanta represión cuando una niña de corta edad contó una historia que aunque al principio nadie la creyó luego muchos vecinos refutaron lo que os voy a contar.
Era un amanecer. Una niña de corta edad quedó sola en el trasiego de correr hacia los refugios. Primaba, era urgente. Un segundo podía dar con los hueso en el más allá. Nadie quería que eso ocurriera y por eso se quedó sola una niñita rubia con los ojos azules de ocho añitos. Fueron cuatro horas intensas donde la madre lloró lo que no está escrito. Muchas veces intentó ir hacia la salida para salir del refugio e ir a buscar a su niña pequeña. Todos dándose de crueles vigías evitaron que la desesperación de buscar a su nena pudiera también dar con la muerte de una madre. Todos apostaron por el fatídico desenlace de esta criatura. Y aunque no dijeran nada, las apuestas estaban en contra de la pobre.
Al cabo de unas cuatro horas soportando a esta mujer la dejaron salir una de las primeras. Ella estaba convencida que la encontraría. Todos murmuraban “allí va en busca de su difunta niñita”. Aunque estuvo buscándola durante muchas horas, casi al anochecer, la vio a las afueras del pueblo, en lo alto de un montículo donde había tan sólo un árbol. Allí estaba de rodillas rezando. Aunque la madre mientras corría le iba llamando por su nombre, ella estaba allí quieta con los ojos cerrados y los brazos bien abiertos. La madre cuando la tuvo muy cerca nuevamente repitió su nombre y ella se escuchaba claramente como estaba rezando un Ave María. Con los ojos llenos de lágrimas agarró fuertemente a su hija. Ella seguía rezando. Parecía estar en otro mundo. Igual le pasaba a la madre, sólo le daba besos por todo su rostro y cabeza.
Cuando paró se dio cuenta que seguía con los ojos cerrados su niñita. Y fue cuando la agarró y se la llevó en brazos en busca de sus hijos mayores que los había dejado a cargo de una vecina. Al llegar a su casa, bueno lo que quedaba de la misma. Todos los recibieron como a una triunfadora. Pero cuando vieron a la cría en el estado que estaba se asustaron un poco. La dejaron tranquila y la acostaron. A la mañana siguiente, se levantó normal, con mucho apetito. Era lógico, no había ni comido ni cenado.
La madre no se atrevió a decirle nada a la niña y fue precisamente ella la que a mitad de la mañana siguiente y estando dentro de la cueva antiaérea empezó a decir: “Mamá, te acuerdas de ayer cuando me perdiste. Yo salí corriendo ya que las bombas las veía caer muy cerca mía. Estuve mucho tiempo buscando un lugar seguro. Yo lo único que hacia era rezar el Padre Nuestro y el Ave María que tú me has enseñado. Pero al llegar al montículo donde tu me recogiste estaba allí una mujer muy guapa rubia y con los mismos ojos míos azules que me dijo: ‘Nena, no tengas miedo vente conmigo, arrodíllate aquí junto a este árbol y cierra fuertemente tus ojos, abre las manos y reza conmigo: Dios te salga María, llena eres de gracias, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres...’ Y así estuvimos hasta que tú viniste por mí. No la vistes junto a mí”. La madre hizo un signo de negación y ella le dijo que como siempre era una despistada. Esto me lo contó un buen amigo. Es un echo verídico ocurrido a finales de la Segunda Guerra Mundial en Alemania. “Ya pocos quedamos de la División Azul”.