La amenaza generalizada del coronavirus e, incluso, la proximidad -siempre inmediata- de la muerte nos invitan a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha relajada de una melodía. Contemplar el paso del tiempo desde esta inesperada situación es una llamada para que leamos la vida con nuevos ojos y para que comprobemos cómo, simplemente, respirar con libertad puede ser un ansia suprema y un placer intenso. Lo malo es cuando, sin apenas advertirlo, despilfarramos su enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que nos proporcionan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples quehaceres habituales.
En nuestra sociedad agitada y bulliciosa, el tiempo excesivamente repleto de ruidos y la vida demasiado vacía de melodías se han convertido en herramientas de uso y de lucro y, además, en amenazas aniquiladoras. Expropiados de la vida, es decir, del tiempo, de los días y de los ocios, el uso previsible de un tiempo languidecido entre horas muertas nos puede ahogar en un vacío. Cuando, por haber sufrido la pérdida de un ser querido, advertimos que también nuestra muerte se aproxima, en vez de dejarnos arrastrar por el temor o por la tristeza ante el final, podríamos animarnos mutuamente para palpar y exprimir con detenimiento cada uno de los insondables instantes que nos restan por vivir.
Para valorar adecuadamente nuestros objetos más útiles y, sobre todo, para apreciar la importancia que poseen algunas personas en nuestras vidas, es necesario que hayamos experimentado, respectivamente, su carencia o su ausencia. Paradójicamente, el conocimiento de los confines de los objetos y la percepción de los finales de las acciones le proporcionan unos atractivos singulares, y a nosotros nos estimulan para que aprovechemos sus valores y para que disfrutemos de las ocasiones de bienestar que, aunque sean esencialmente efímeras, podemos plenificarlas.
Tú me has comentado más de una vez -querida Carmen- cómo disfrutas de aquellos momentos que, previamente, sabes que son cortos. Sí; las despedidas y las separaciones aumentan las perspectivas y, paradójicamente, mejoran nuestra visión de las cosas. Es lamentable que no comprendamos plenamente la importancia de un ser querido hasta que -siempre demasiado tarde- calibramos las enormes dimensiones del irrellenable hueco que nos ha dejado.
De toda esta experiencia con aspectos negativos y positivos, me quedo con la parte positiva del confinamiento, la atmósfera libre de contaminación, tiempo de relajación con la lectura de buenos libros, las quedadas virtuales con amigos y familiares que hacía tiempo que no nos veíamos, la imaginación desbordada de tanta gente para hacer más fácil y llevadera las malas noticias, y sobre todo esa coletilla con la que terminábamos esas llamadas o videollamadas telefónicas: "Te quiero".
Con las imágenes que se están viendo de la vuelta al colegio nos estamos dando cuenta de lo que echamos de menos la bendita normalidad
La normalidad humana -la personal y la colectiva- es la de permanente cambio: el crecimiento imparable.