La vida es la que más dolor nos infringe, nos atropella y apalea. Luego resopla contenta, como gato de Angora.
En un camping de Conil han atropellado a una niña que paseaba tranquila con su hermano mayor de seis años. Fue un todoterreno que conducía un extranjero, del que no se sabe más que no iba ni drogado, ni bebido, y que era un habitual del camping con su caravana.
No es la única niña que muere de esta forma sino que ha habido otras, con tan mala suerte que -a veces- ha sido hasta la propia familia, a la salida de un garaje o porque la criatura se ha metido por detrás, la que ha originado el suceso.
Es mortal de necesidad porque las banderillas atraviesan, cortan carne y se clavan en el tuétano, cuando nos arrebatan a un crío. Es el dolor tan grande por una pérdida que no puedo ni imaginar cómo lo estarán pasando los padres, con esa cría enterrada y su hermano en cuidados intensivos. En Benalmádena también han atropellado a un chaval de 19 tras una pelea en un bar, a las cinco de la mañana. No ha sido igual, pero de seguro tiene padres, como la que se marchó con un noviete sacado de la manga- desde Salamanca donde vivía en un piso con más estudiantes- sin decir nada y dejando cartera y llaves. Ahora la han encontrado -sacando dinero de un cajero para hacer compras- y los padres habrán descansado de la incertidumbre y de paso se habrán acordado del día que la parieron y lo mismo de algún antepasado. Es lo que tienen los hijos, que nos dan vida y muerte lenta, atravesada por espinas, que nos llagan y envenenan, clavándosenos en vena cava. Los parimos y los dejamos en el mundo y luego no sabemos qué es de ellos. Se nos escurren de las manos en sitios controlados, como un camping, donde los dejamos sueltos a su aire porque nos dicen los psicólogos que no seamos controladores, que los tenemos que hacer independientes.
Te encojes el alma y la pliegas- sin suspirar siquiera- y los ves alejarse de ti, sin darte cuenta que es el último día que los vas a ver vivos y sonrientes.No puedo imaginar el dolor, ni quiero, que llevo todavía el mío dentro y no se pasa ni con el tiempo, ni con los meses, ni con los días, ni con las risas enlatadas de los realitys. No se pasa con nada porque es coetáneo, amanerado y pegajoso como gato de Angora, doblado en torno a ti, persistente y malévolo.
Los hijos nos envenenan porque es amor puro, porque nos damos por entero y les regalamos el alma en bandeja como nunca la pusimos nunca, porque creíamos que nadie nos merecía de esa misma forma. Nos labran porque ya no somos- ni estamos- sino a ralentí perpetuo, a fin de que sean ellos, de que estén ellos y de que no les falte nada, ni les atropelle un sueco en un todoterreno en un camping familiar donde los haya. No nos dejará la culpa por lo que no hicimos, por lo que no fuimos o por no estar, en esta feria en la que no compramos las entradas pero nos regalaron el fino, nos emborrachamos y creímos que era para siempre, con carta de impunidad. Luego la realidad nos golpea con maza de Algard y vemos que lo que amábamos ha huido de nosotros, lo mismo como la chica desaparecida y hallada, por voluntad propia para tejerse su soberana vida.
Aun así, con la alegría del bienestar del retoño, sembraremos el corazón de dudas de por qué ha sucedido, porque somos animales que conjugan el verbo amar con el participio de nuestros hijos. Pobres padres los que velan sin tener una sonrisa que recordar más que amargamente, porque lo más querido no ha huido – loca por un nuevo amor- sino que ha partido definitivamente sin recibir el primer desengaño amoroso, sin regresar a los brazos que aguardarán siempre su vuelta.
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