Como otros días, he atravesado el atajo blanco de la Manzana del Rebellín, la que le pidieron a Siza que proyectara. Me gusta cortar camino por él. Allí existió un viejo cuartel al que se le habría podido sacar alguna utilidad, pero “poderoso caballero es don dinero”. Sin embargo he vuelto a observar, como otras tantas veces, que la Manzana (¡qué horror llamarla así!) sigue tan silenciosa, que por no oírse, ni siquiera llegan al exterior las notas desafinadas de los alumnos del Conservatorio.
Explicaba hace poco el arquitecto Portela que, en los últimos años, las ciudades han padecido la fiebre de hacer edificios estrellas. Él se referería a la torre Pelli, en la Cartuja sevillana, pero yo recordé nuestra manzana, también producto de una política megalómana (“caballo grande, ande o no ande”) y nada transparente. Lo que me cuesta creer es que en ella, en esa “manzanita” que terminará convirtiéndose en Tiendas “CHIN-CHUN-LYN”, parece que no repara nadie, pese a que, desde que se colocó el primer ladrillo, no ha surgido lo que se pretendía. Que fuese el ágora que Ceuta necesita, o mejor dicho, la plaza del pueblo. Vaya por delante que admiro la arquitectura de Álvaro Siza; no lo diría del interiorismo ornamental que impone a sus edificios (pienso en el Auditorio, al que alguna vez le dedicaré unas líneas), donde lo minimalista domina del tal modo que, como decía mi vecina Inés, parece que todo está “a medio poner”. Y es que, a pesar del funcionalismo que conlleva cada uno de los espacios que integran el conjunto, su fin social no se consiguió. De ahí, pues, que los ceutíes hayan renunciado a convertir la Manzana en ese lugar de encuentro, sin estar claro por qué no lo consideran como algo propio, ni por qué no se sienten bien en él. Los políticos y sus asesores tendrán que analizar las causas. Saldrán con las eternas excepciones: los jolgorios carnavalescos; los fines de curso de las futuras Paulovas o la fiesta del medallero setembrina. Más hay otras muchas ocasiones desaprovechadas. Cito de momento, la feria del libro que, en vez de repartirse las casetas por los interesantes recovecos, la bajaron hasta las catacumbas, por donde se oía el correr de las aguas subterráneas, procedentes de la Plaza de los Reyes. Por supuesto que no todo es válido en el uso de estos espacios. Si queremos prestigiar un sitio, llevémosle lo que sea digno y tenga prestigio; no nos dejemos intoxicar por las horteradas que, últimamente, proliferan entre los exquisitos acólitos de las Consejerías. Si al pueblo hay que darle una paella, pues al 54, que es bien grande; y si se trata de una mejillonada, a la Almadraba. Cada cosa en su lugar. Lo escribió el poeta: “El barco sobre la mar y el caballo en la montaña”.
Hace unas semanas, se ha celebrado en Cádiz, una bienal de Arquitectura y Urbanismo y se ha denunciado aquello que arquitectos y urbanistas han dejado de hacer. Los unos porque han entrado al trapo de la codicia especuladora; los otros, porque la política les ha dado un sillón y una ruleta de responsabilidades: la agotadora misión de investigar por qué se forman charcos en las calles, en periodos de sequía. Es decir, que lo que proyectan o decretan, apenas mejora la calidad de vida los ciudadanos. Arquitectura y Ciudad son entes disociados; conviven de espaldas. Esto es bastante peligroso cuando lo que se construye posee un fin social, como el hospital ¿Se le preguntó a los colectivos interesados, si lo querían allá, de donde vienen los Reyes magos y sus camellos? Lo que importa es que la MARCA CEUTA atraviese fronteras, cueste lo que cueste. Con el Parque Marítimo hubo acierto. Hasta el mismo Manrique se entusiasmó robándole, sobre planos, agua al mar. Confiemos en que un día, el mar no reclame lo que le quitaron. Ya dio un aviso. Y se volvió a lo grandioso, cuando se quiso convertir a Ceuta en la ciudad con más esculturas del mundo. Hasta la China de Marco Polo se fue mi amigo Ginés, para que le vaciaran dioses y héroes. Docena y media de personajes hechos a la piedra que después los han repartido por los bulevares, algunos convertidos en jardines babilónicos de cumplida renovación y replantación cada siete días. Heráclito escribió: “ No nos bañaremos nunca dos veces en el mismo río”. De Ceuta podríamos afirmar: no veremos las mismas macetas cada semana.
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-Abuelo, ¿quién es? -pregunta Marina, ante una de esas cabezotas decapitadas, del Paseo de las Palmeras...
-El de allí, un pariente de tu padre; y el de más allá, un tío de la abuela que no volvió del Peloponeso.
La niña, inteligente, calla. Yo continúo.
-Son caballas ilustres... tienen residencia eventual. No cobran incentivos, ni les hacen descuentos en las navieras: Meneses, Judá Levhi, Edrissis, Hércules Capado, un Mandarín que dirige el tráfico en la rotonda del Cristo... Son nuestros dioses domésticos, como los lares romanos. De ellos, los que más saben son Alarcón y Barceló... es la Ceuta histórica y mítica. Casi todos vinieron en pateras, de las de entonces... Pompeyos y Césares, esos que se gritan a diario como vecindonas en el edificio que está a la vuelta, pesisten en hacernos creer que es cultura de la buena y da mucho postín. Otra vez lo de la “marca”. Sinceramente, pienso que es....
De regreso, vuelvo a tomar el atajo que nos hizo Siza, pero en sentido inverso. Entro por Cervantes y salgo por González de la Vega. La vieja Cigarra. La plaza del portugués, sigue en silencio y sin nombre. El paredón, blanco, blanquísimo. Daña a la vista mirarlo. No hay grafittis. Las fuentecillas gimotean. Una pareja de guiris, desconcertados, se acercan y me preguntan:
-¿Esto es una mezquita?