Somos lo que aprendemos. Individual y colectivamente. Aprendemos a amar. A sufrir. A expresar sentimientos. A convivir. Todo aquello que tiene algún valor apreciable en la vida requiere un proceso de aprendizaje previo. A veces tortuoso. A veces duro. A veces imposible. La frustración, que persigue a cada individuo como una pegajosa sombra durante toda su existencia, no es más que la incapacidad de aprender manifestada de forma reiterada y multiforme. El problema radica en que el aprendizaje no es una actividad pasiva. Todo lo contrario. Necesita predisposición activa y compromiso. Sin motivación, la nada.
Ceuta tiene ante sí un reto de proporciones descomunales. La construcción de una sociedad intercultural perfectamente ensamblada y cohesionada en torno a una forma compartida de entender la vida es una utopía, que en nuestro caso se convierte en una irrenunciable aspiración. No cabe otra seña de identidad de futuro. Cualquier esfuerzo en otra dirección es energía derrochada, frustración garantizada y desolación. A pesar de que tengamos la certeza de que no existe camino más difícil a emprender por una comunidad, tal y como avalan incontables ejemplos que recorren el tiempo y el espacio en un escalofriante compendio de conflictividad racial.
Ceuta debe afanarse obstinadamente en desprenderse del racismo. Tenemos que aprender a superar la tendencia instintiva a esquivar al diferente. Reconociendo la verdad sin miedo a sentirnos mal. Todos y cada uno de los ceutíes debemos hacer el esfuerzo preciso para exordiar nuestras conciencias, limpiar completamente el alma de ennegrecidos vestigios perversos y militar generosa e inequívocamente en la igualdad y la fraternidad. Debemos fundir voluntades en una marea que nos lleve a un porvenir impoluto de odio. Y todo ha de comenzar en cada corazón. No hay sustitución posible.
Hay que aceptar que éste no puede ser un movimiento uniforme y rectilíneo. Demasiada diversidad por condensar. Y nadie es prescindible. Lo ideal es encontrar el ritmo adecuado para avanzar sin tensión ni amargura. Es conveniente medir inteligentemente cada uno de los pasos. Porque los cambios de mentalidad ni han sido, ni serán nunca, bruscos ni inmediatos; están sometidos a un proceso de maduración que los hace lentos por naturaleza, en ocasiones, lentos hasta la desesperación.
Lo que no es asumible es la parálisis ni la involución. Porque ello supone el triunfo del reducto más reaccionario. Hay que imbuirse de paciencia y trabajar sin desmayo para convencer a los más recalcitrantes; pero eso no se consigue convirtiéndolos en el pensamiento de referencia. Ya sea por convicción o por interés (a menudo electoral).
Y a veces da la impresión de que Ceuta no se comprende a sí misma. La impenitente y furiosa resistencia a aceptar la realidad, logra imponer su dictado, sumiéndonos en un tiempo de esperpéntica nostalgia, que nos hace aparecer como una ciudad irreconocible atrapada en el prejuicio.
El próximo año, ya en dos mil trece, en un día como otro cualquiera finalizará el mes del Ramadán. Miles y miles de ceutíes, acaso más del cincuenta por ciento la población residente efectiva de Ceuta, celebrará con gran solemnidad y emotividad una festividad cargada de sentido y espiritualidad para quienes profesan la religión musulmana. Ese día la Ciudad quedará paralizada. Pupitres vacíos. Mercados cerrados. Herramientas silentes. Domicilios alterados. Calles intransitadas.
No parece suficiente. No está señalado como día festivo en el calendario laboral. Otra parte de la ciudadanía seguirá haciendo la vida ordinaria. Fingiendo normalidad. Ufanados de haber ganado otra batalla a la paranoica invasión. El estupor sólo deja espacio al estremecimiento ante un surrealismo exacerbado. Un instante de reflexión introspectiva. ¿De verdad sentimos algo por esta Ciudad?
Ceuta tiene ante sí un reto de proporciones descomunales. La construcción de una sociedad intercultural perfectamente ensamblada y cohesionada en torno a una forma compartida de entender la vida es una utopía, que en nuestro caso se convierte en una irrenunciable aspiración. No cabe otra seña de identidad de futuro. Cualquier esfuerzo en otra dirección es energía derrochada, frustración garantizada y desolación. A pesar de que tengamos la certeza de que no existe camino más difícil a emprender por una comunidad, tal y como avalan incontables ejemplos que recorren el tiempo y el espacio en un escalofriante compendio de conflictividad racial.
Ceuta debe afanarse obstinadamente en desprenderse del racismo. Tenemos que aprender a superar la tendencia instintiva a esquivar al diferente. Reconociendo la verdad sin miedo a sentirnos mal. Todos y cada uno de los ceutíes debemos hacer el esfuerzo preciso para exordiar nuestras conciencias, limpiar completamente el alma de ennegrecidos vestigios perversos y militar generosa e inequívocamente en la igualdad y la fraternidad. Debemos fundir voluntades en una marea que nos lleve a un porvenir impoluto de odio. Y todo ha de comenzar en cada corazón. No hay sustitución posible.
Hay que aceptar que éste no puede ser un movimiento uniforme y rectilíneo. Demasiada diversidad por condensar. Y nadie es prescindible. Lo ideal es encontrar el ritmo adecuado para avanzar sin tensión ni amargura. Es conveniente medir inteligentemente cada uno de los pasos. Porque los cambios de mentalidad ni han sido, ni serán nunca, bruscos ni inmediatos; están sometidos a un proceso de maduración que los hace lentos por naturaleza, en ocasiones, lentos hasta la desesperación.
Lo que no es asumible es la parálisis ni la involución. Porque ello supone el triunfo del reducto más reaccionario. Hay que imbuirse de paciencia y trabajar sin desmayo para convencer a los más recalcitrantes; pero eso no se consigue convirtiéndolos en el pensamiento de referencia. Ya sea por convicción o por interés (a menudo electoral).
Y a veces da la impresión de que Ceuta no se comprende a sí misma. La impenitente y furiosa resistencia a aceptar la realidad, logra imponer su dictado, sumiéndonos en un tiempo de esperpéntica nostalgia, que nos hace aparecer como una ciudad irreconocible atrapada en el prejuicio.
El próximo año, ya en dos mil trece, en un día como otro cualquiera finalizará el mes del Ramadán. Miles y miles de ceutíes, acaso más del cincuenta por ciento la población residente efectiva de Ceuta, celebrará con gran solemnidad y emotividad una festividad cargada de sentido y espiritualidad para quienes profesan la religión musulmana. Ese día la Ciudad quedará paralizada. Pupitres vacíos. Mercados cerrados. Herramientas silentes. Domicilios alterados. Calles intransitadas.
No parece suficiente. No está señalado como día festivo en el calendario laboral. Otra parte de la ciudadanía seguirá haciendo la vida ordinaria. Fingiendo normalidad. Ufanados de haber ganado otra batalla a la paranoica invasión. El estupor sólo deja espacio al estremecimiento ante un surrealismo exacerbado. Un instante de reflexión introspectiva. ¿De verdad sentimos algo por esta Ciudad?