No hay mayor soledad que la de morirte solo. No hay mayor soledad que la de hacerte viejo sin que le importe a nadie cada uno de los surcos de tu estampa. Con tus muebles hastiados, tus sartenes usadas, tus visillos raídos y esos libros que ya nunca leerás porque se te secaron las ganas. El tiempo no paró por ti, porque no lo hace por nadie. No siembra, no evoluciona, sino que gira como rueda loca que es en el triciclo de un payaso. Murió Ataulfo de esa soledad rancia que nos persigue a todos cuando la noche cae y el mar exhala su aliento más amargo. No tenía mujer, ni hijos que le guardasen, ni vecinos que le saludaran, ni sobrina que le arropara un poco de luz o esperanza. Educó a legiones de críos inquietos en pupitres desbravados, con pizarrones de colores y zapatos gorilas. Descabezó sueños locos de que quizás uno de ellos descubriría la cura del cáncer. Se le hizo el tiempo corto porque fue feliz en la normalidad de cada día. Viajó cuanto pudo buscando quizás librarse de ese halo de tristeza que nos impregna la creencia certera de que estamos solos en este mundo tan egoísta. Llevaba tres eternos años muerto cuando lo encontraron. Tres larguísimos años convidándose de silencios absolutos, muebles familiares y mucha vida ajena en torno suyo. Fue momificando ganas y esperanzas a la velocidad que cabalgaba la eternidad con soles de 24 horas y noches clarificadas de luna. No hay mayor soledad que la que tienen los que no quieren más que a su propia sombra, porque ni viajes, ni luna, ni soles, ni libros son rival para un beso que te cale el alma. Cuando te han querido, vives. Cuando te dejan, mueres. Tan solo con tu soledad que ni los días tienen soles, ni las noches, lunas. Pobre Ataulfo enmarañado ya para siempre con el tiempo. Ausente eternamente presente de tanta indiferencia humana. De tanto desalmado cotidiano que vive para respirar oxígeno ajeno con un muerto mediando tabique sin dar noticia de ello. Ataulfo se ha pirado como los corredores fantasmas del covid 19 que madrugan para encontrar horas del reloj y básculas afines, como esos amores de balcones condenados a las horas del aplauso para verse, deslucidos por el encierro y la obturación de los cuerpos en tabiques sellados. Qué habrá sido de los que regalaban pan a palomas sin nombre, qué de aquellos que cada día se encontraban en la parada del bus o los de 70 que tonteaban en el geriátrico como expresión de libertad. Qué pudo ocurrir para que un profesor anciano, independiente y viajero posara alas y deshiciera nido para convertirlo en tumba improvisada de la que nadie dio cuenta aun viviendo pared con pared. Tampoco su sobrina que ahora heredará libros, visillos, sartenes y una tumba en forma de piso a pesar de su desconocimiento de que un beso cala el alma soberana. El covid ha hecho muchas marranadas. Ésta de Ataulfo solo es una más que no cabe en eslóganes de “venceremos” y “todo llegará”. Porque se fue y el virus de año atrasado aún perdura como la necedad, el egoísmo, el importarnos más una casa que una persona o aquello tan profético y estúpido de “todos vamos a llegar a viejos” que nunca fue verdad. Siempre fueron malos tiempos para morir solo, aunque no fuera en un aséptico hospital. Es muy malo que no te cojan la mano en tus últimos minutos, mientras te susurran al oído un “te quiero” dicho con toda el alma a golpe de lagrimón. Ni viajes, ni libros, ni visillos, ni sartenes, ni piso, ni sobrina olvidadiza lo puede llegar a superar porque ni calan la coraza de un muerto, ni pellizcan al tiempo en un sonrosado pezón.
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