Es ya pública y notoria la frase de Joaquín Torra de “vamos a atacar al Estado”. Y también la controversia que ha surgido sobre si son o no iguales jurídicamente las conductas de “poner” y “retirar” símbolos independentistas. Analicemos ambas cuestiones.
Respecto a la primera, las “palabras” son los signos que representan las ideas. Y nuestra Constitución (CE) no prohíbe: ideas, pensamientos, sentimientos, emociones o ideologías, como no podía ser de otra forma en cualquier país que se tenga por democrático. Es decir, las meras efusiones emocionales no delinquen mientras permanezcan como simples deseos para dentro de sí, teniendo las personas libertad de opinión y de expresión. Así, si una formación política persigue la ruptura de España, ese propósito por sí solo no delinque, porque puede conseguirse incluso por vía legal, si se consigue modificar democráticamente la CE.
Sin embargo, los artículos 1 y 2, entre otros, de la CE prohíben terminantemente romper la unidad de España, por ser un Estado democrático, indivisible e indisoluble, estando penalizada tal conducta en el Código penal. ¿Cómo se concilian entonces ambas posiciones?. Pues no llegando a pasar esas ideas o pensamientos de simples deseos interiores; porque en cuanto se realicen actos inequívocos de llevar materialmente a cabo tal ruptura, con hechos ciertos que revelen una voluntad resuelta y decidida de ejecutarla de forma real y efectiva, por ejemplo, materializando la idea de romper España, ahí comienza la ilegalidad y el posible hecho punitivo.
¿Atenta contra el Estado el hecho de que Torra, actuando como marioneta del prófugo Puigdemont, que lo ha escogido a dedo precisamente para retar, desafiar, provocar y tensionar, al declarar públicamente que hay que ir contra el Estado?. Pues eso solo, de haber consistido en un primer hecho aislado, posiblemente no fuera constitutivo de delito mientras no pase de ser un simple deseo. Pero el problema estriba en que aquí no se trata de eso, sino que estamos ya ante hechos reincidentes y reiterativos que se han ejecutado y llevado ya a cabo, como la declaración pública de Cataluña como república independiente, que es tanto como subvertir el orden constitucional, y uno de los delitos más graves que todos los Estados democráticos tipifican como punitivos en sus ordenamientos jurídicos.
Estamos, pues, ante una seria amenaza, tras haber tenido ya lugar un plan previo urdido, organizado y planificado premeditadamente, aunque todavía los hechos supuestamente delictivos estén “sub iudice”, pendientes de ser sentenciados. Todavía son presuntos inculpados procesados, huidos, detenidos y encarcelados provisionalmente. El mismo Puigdemont, varios de sus consejeros y otros dirigentes separatistas huyeron al extranjero para sustraerse a la acción de la Justicia nada más aprobarse la aplicación del artículo 155. O sea, que los imputados como golpistas más que sabían muy bien lo que lo que hacían era ilegal y punible; y, no obstante, quisieron hacerlo a sabiendas, a toda costa y con todas las consecuencias, incluso con un plan predeterminado para tomar los distintos centros del Estado en cuanto el golpe triunfara.
Más han celebrado dos referéndums ilegales pese a estar suspendidos por el Tribunal Constitucional (TC), burlando al Gobierno central que aseguró que no se celebrarían, y también la vigilancia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que trataron de impedirlos. Han declarado boicots a los Jueces manifestándose tumultuosamente ante las puertas del Tribunal Supremo (TS) y TSJC para presionarles, enfrentándose, increpando e insultando a los agentes de la autoridad y obstruyendo la acción de la Justicia en una especie de emboscada que tendieron para impedir a una delegación judicial la salida de un registro judicial, emprendiéndola a golpes subidos en lo alto de vehículos de la Guardia Civil, rompiéndolos e hiriendo a numerosos agentes.
Y no sólo llevaron entonces a cabo su firme propósito, sino que todavía hoy se jactan de haberlo hecho, y hasta insisten y se ratifican en que no dan ni un paso atrás, que volverán a hacerlo para ejecutar la república, incluso habiendo abierto en Bruselas la que tienen como “Casa de la república catalana en el exilio”, con “embajadas” ilegales por medio mundo; tienen unos grupos organizados, que llaman “defensa de la república”, que han cortado carreteras y vías públicas poniendo a niños y mujeres como escudos humanos; y el mismo Torra los alienta y enaltece. No sólo no se han frenado con el 155, sino que se han crecido y envalentonado, amenazando con “vamos a por todas, la haremos gorda y no habrá marcha atrás”, y que para la Diada y el 1-O preparan un otoño caliente. Y todo eso lo están haciendo malversando dinero y medios públicos del Estado.
Se han resistido, desobedecido y hasta despreciado por enésima vez las resoluciones de dichos Tribunales. Las mismas leyes que les han revocado o suspendido, como las de desconexión y otras, han pretendido reimplantarlas aprobándolas de nuevo, y se las han vuelto a suspender. Pues, después de todo eso, si viene ahora todo un presidente de la Generalidad, máximo representante del Estado en Cataluña que, teniendo la obligación de defender a ese Estado, sin embargo, se ratifica en “vamos a atacar al Estado”, eso va en serio; no se puede mirar para otro lado. Estamos ante un ataque en toda regla, que no atajarlo equivaldría a hacer dejación de funciones, que sólo vendrían a agravar más el problema.
Pongo un solo ejemplo. En su investidura, Torra obtuvo 65 votos; pero porque la Mesa permitió votar por delegación a los huidos Puigdemont y Comín, pese a tener la obligación de hacerlo personalmente y jurar o prometer el cargo estando presentes para que sus votos fueran válidos, la oposición no impugnó aquel acuerdo. Torra obtuvo 65 votos y ganó. Pero, si hubieran sido impugnados y luego invalidados esos dos votos, Torra habría obtenido sólo 63, y la oposición constitucionalista sumaba 64. O sea, en lugar del separatista Torra, hubiera podido ser investido Presidente un candidato unionista y no tendríamos ahora el nuevo problema.
Así tenemos que los poderes de la democracia no han sabido parar los pies a tiempo al separatismo, o porque no siempre tenían mayorías parlamentarias y necesitaban negociar votos con los separatistas, o porque creyeran que Pujol, Mas, Puigdemont y ahora Torra se estaban marcando un farol que nunca llevarían a cabo, hasta que lo ejecutaron. ¿Qué más exabruptos y fechorías hace falta que esta gente hagan para que los poderes públicos dejen de hacer políticas laxas y de “paños calientes”, cuando ya sabemos que lo suyo es “la pela es la pela” y su independencia: “sí o sí”. Y, si no se les pone pies en pared, cuando se quiera enmendarles la plana, ya será otra vez tarde. Los secesionistas van engordando cada vez más a costa de arañar prerrogativas y poder al Estado, al que van debilitando hasta dejarlo famélico. Pues todo ese cúmulo de antecedentes nos están claramente indicando que Torra va en serio, y sus amenazantes palabras de “atacar al Estado”, van en serio.
Veamos ahora el asunto de los símbolos, que han tratado de igualar jurídicamente a los que los “ponen” con quienes los “quitan”; y, a pesar de que así lo hayan opinado juristas relevantes que me merecen todo respeto, modestamente, no puedo estar de acuerdo con tal igualación, por los motivos siguientes: Lo importante de un símbolo no es tanto lo que se diga en él como lo que represente. Y demás sabemos que la simbología separatista (esteladas ilegales, lazos y cruces amarillos en playas, calles, plazas y otros espacios públicos) cumple la función apologética que pretende justificar y reivindicar el golpe institucional del 1-O, la puesta en libertad de lo que ellos falazmente llaman “presos políticos”, la desconexión con España y la ejecución de la llamada república independiente catalana.
Se ha dicho que ni constituye delito “poner” ni “quitar” símbolos. Y creo que hay que distinguir entre “exhibir” privadamente los símbolos y “ocupar” con ellos espacios públicos. Esto último es apropiarse indebidamente del patrimonio común de todos como si fuera exclusivamente de los separatistas, colonizándolo e instrumentalizándolo y poniéndolo al servicio de su causa separatista. Quienes los quitan todavía no han sido condenados ni sancionados por ningún Tribunal por el hecho de retirarlos, porque no existe ninguna norma que lo prohíba. Pero quienes los ponen sí lo han sido. La sentencia del TSJC de 5-07-2018, declara que “colocar banderas y símbolos partidistas en edificios y lugares públicos vulnera la neutralidad institucional”, habiendo obligado a retirarlos al alcalde de San Cugat del Vallés.
Más la regulación normativa de esos símbolos está recogida en el artículo 23 de la Ordenanza Municipal sobre Civismo de Barcelona, siendo las de otras poblaciones generalmente iguales, y dispone: “La colocación de carteles, vallas, rótulos, pancartas, adhesivos, papeles enganchados o cualquier otra forma de publicidad, anuncio o propaganda, deberá hacerse únicamente en los sitios expresamente habilitados por la autoridad municipal”. ¿Por qué no se les ha aplicado por los Mossos a quienes la han infringido, y sí la han aplicado a quienes no sólo no han conculcado la norma, sino que retirando la propaganda han contribuido a despejar, limpiar y hacer servible el espacio público al interés general de todos los catalanes?. Y, encima, sale Torra protestando cínicamente con una carta al Ministro del Interior porque los separatistas dice que han sufrido discriminación. ¿Es que Torra y los Mossos desconocen tal sentencia y norma básica?.
Más, ¿por qué a los que retiran los símbolos se les acosa, se les identifica, se les ficha y se les abre un procedimiento sancionador, sin que hayan vulnerado ninguna norma; mientras que a quienes los ponen, que sí la han transgredido, ni se les identifica ni se les sanciona?.¿Por qué los Mossos no intervinieron, ni identificaron, ni denunciaron a quienes pusieron la gran pancarta atentatoria contra el rey y su fotografía boca abajo, en la que se leía: “El rey español no es bienvenido a los países catalanes”?. Y otra con “fora Borbó, nadie lo ha invitado”.
Se ha llegado hasta el colmo de la zafiedad y de la brutalidad de ofrecer un restaurat de Balaguer, “Nova fiont blanca”. Balaguer (Gerona): “plato de manos de jueces y fiscales del Constitucional hechos, asados a la brasa de carbón”, y “Guardia Civil a la brasa”. Y eso, así de burdo y grosero, encima, fue premiado en TV-3. Un muñeco simulando al rey con una estelada. Marquesinas públicas con una soga amarilla y el lema: “vivimos para pisar cabezas de reyes”; iglesias con banderas separatistas y lazos amarillos. ¿No es eso discriminación y persecución ideológica?.
El TSJC recuerda, en su sentencia de julio pasado, con cita de la sentencia del Tribunal Supremo de 28-04-2016, que confirmó la legalidad de una resolución de la Junta Electoral Central, que la objetividad y neutralidad de la Administración es una exigencia de los principios constitucionales de legalidad e interdicción de la arbitrariedad (artículos 9. y 103.1 CE). Si la Administración sirve de manera objetiva al interés general, como exige la CE, no puede hacerlo a ideología o política partidistas (…) Desde el momento en que autoriza o tolera la ocupación, está contribuyendo a la difusión (imposición) de ciertas ideas, con lo que rompe con la neutralidad que es garantía del pluralismo político que es un valor esencial del Estado democrático de Derecho (artículo 1 CE). Así pues, la ocupación del espacio público es una faceta más de la ocupación de las instituciones.
En resumen, los ataques y la amenaza al Estado democrático de Derecho no son las palabras ni la simbología, sino las amenazas que contienen las palabras de Torra, más la ocupación y el secuestro que el golpismo hace de los espacios públicos y las instituciones. Si esa ocupación se hace “normal”, se acabará convirtiendo en una nueva legalidad surgida como si el golpe hubiera triunfado (“la fuerza jurídica de lo fáctico”). Por eso, no caben ni la tolerancia, ni la complacencia, que son los caminos más cortos para acabar con el orden constitucional y, sobre todo, con los derechos y libertades de los catalanes no secesionistas.
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