Llevaba toda una vida preparándose para ser astronauta. Por fin lo había conseguido y en este momento se encontraba a bordo de la Estación Espacial Europea, como comandante de la nave.
Había surgido un problema con el módulo de comunicaciones y decidió ser el que saliera al exterior para repararlo.
A la vez que trabajaba en la reparación, echó un vistazo a la lejana Tierra, que resplandecia tan hermosa con su color azulado.
Siempre había sido un profundo ateo y, cuánto más estudiaba, más se afirmaba en la ciencia de que tras esta vida, sólo existía la Nada, un negro vacío sin un ápice de luz.
El módulo fue sustituido y cuando estaba a punto de regresar al interior de la nave, observó atónito cómo millones de diminutos "puntos de luz", emergiendo de su planeta y se dirigían hacia lo más profundo del inmenso espacio interestelar.
Su mente no daba crédito a aquel inesperado acontecimiento. Hasta que rebuscando en sus numerosos estudios académicos, encontró una respuesta lógica o,al menos, racional.
El cuerpo humano se rige por el cerebro y éste por las conexiones de energía entre sus millones de dendritas.
Cuando el cuerpo muere, donde va esa energía acumulada en el cerebro. Evidentemente no se destruye, se transforma. Y se transforma en puntos de luz, que eran los que el astronauta pudo observar.
Su destino nadie lo sabe, pero posiblemente alimente nuevas estrellas que se desarrollen en el vasto Universo.
Si esa explicación lógica fuese cierta, pensó el astronauta, la muerte no sería el final, sino un viaje en forma de energía a otro destino.
Su ateísmo se desplomó como un castillo de naipes y cuando por fin regresó a la nave, su tripulación observó un cambio imperceptible pero evidente. Su comandante irradiaba PAZ.
Al regresar a la Tierra, el astronauta visitó la tumba de sus padres. Ellos no habían muerto. Sólo estaban de viaje. Un viaje hacia la eternidad.