Opinión

El arte de medrar

Arthur Schopenhauer en su “Arte de Buen Vivir”, manifestó que “entre los cerebros vulgares y los sensatos hay una diferencia característica que se señala a menudo en la vida ordinaria: es que los primeros, cuando reflexionan en un principio posible cuya magnitud quieren apreciar, no buscan y no consideran sino lo que puede haber sucedido ya semejante, en tanto que los segundos piensan por sí mismos en lo que pudiera suceder”. Si aplicáramos este aforismo al conjunto de la sociedad actual no nos quedaría más remedio que declararnos completamente estúpidos. Y es que nadie, con un mínimo de sentido común, podría vivir tranquilo ante la cantidad de información contrastada que evidencia el mal camino que ha elegido la humanidad. Nos dirigimos hacia un profundo abismo que ha sido excavado merced a un pensamiento económico basado en la explotación de los recursos del planeta y la potenciación de la competencia entre los hombres.
Las llamadas a la capacidad de raciocinio del hombre para abandonar la senda del capitalismo salvaje y trazar un nuevo camino con bases más humanas, han sido continuas por algunos de los más brillantes pensadores. No nos debería de extrañar que G.K. Chesterton dedicara uno de sus ensayos a la cuestión económica y lo titulara “Los límites de la cordura” (Ed. El buey mudo, 2010). Con su particular ironía, puramente inglesa, definió el capitalismo como “aquella organización económica dentro de la cual existe una clase capitalista, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo”. A partir de esta sencilla definición se pueden hacer una serie de comentarios de vital importancia.
El primero de ellos es que este “capital” ha sido generado mediante la apropiación privada de unos recursos naturales que en ley pertenecen a todos los seres vivos que habitamos este planeta. No se trata de establecer una visión bucólica de la naturaleza, sino que más bien defendemos la instauración de un sistema que permita al hombre su pleno desarrollo interno y externo desde el respeto a los ciclos de la naturaleza y su capacidad de regeneración natural. En definitiva, nuestra propuesta pasa por realizar un monopolio socializado de la mayor parte de materias primas y los recursos de la tierra. Esta idea fue expuesta por Lewis Mumford en “Técnica y Civilización”, llegando a declarar que el monopolio privado de ciertos recursos, como el carbón y el petróleo, “constituyen un anacronismo intolerable, tan intolerable como podría serlo el del sol, el aire o el agua corriente”. ¡Qué diría nuestro apreciado Mumford si viviera para contemplar que el negocio del agua se ha convertido en realidad en nuestros días!
La segunda reflexión que nos surge de la definición de Chesterton tiene que ver con el papel del trabajo en el complejo entramado del capitalismo. Sobre este asunto, un compatriota suyo, William Morris (1834-1896), fue de los primeros en denunciar los perjuicios sociales derivados del capitalismo. Para Morris el sistema capitalista se basa en un estado de guerra perpetuo, bajo el grito de “hundir, incendiar y destruir”. Una guerra que obliga a los trabajadores a competir por el sustento; “y es esta lucha o competencia constante entre ellos la que permite a los cazadores de beneficios el obtenerlos y, por medio de la riqueza así adquirida, acaparar todo el poder ejecutivo de un país en sus manos”. Resulta evidente, si nos detenemos a analizar las palabras de Morris, que en esta batalla siempre ha habido un ganador: los detentadores del poder económico.
Los pensadores más optimistas como John Stuart Mill confiaron en que el capitalismo alcanzaría “el estado estacionario”, es decir, un orden económico en el que el área para las nuevas inversiones de capitales hubiera menguado por un proceso natural de autolimitación, en el que por medio de la procreación voluntaria, la población se hubiera estabilizado, y en el que las cifras de beneficio e interés tendieran, como resultado de este doble freno, a caer hacia cero. “Es apenas necesario señalar -dijo Mill- que un estado estacionario del capital y de la población no involucra estado estacionario del mejoramiento humano. Habrá tanto campo de acción como siempre para toda clase de cultura mental y moral y progreso social; tanto campo para mejorar el arte de vivir, y muchas más probabilidades de que sea mejorado, cuando las mentes dejen de estar abstraídas en el arte de medrar. Hasta las artes industriales pueden ser exitosamente cultivadas, con la única diferencia de que en lugar de no buscar otro objetivo que el aumento de la riqueza, los progresos industriales produzcan su legítimo efecto, abreviando el trabajo”.
La profecía de Mill se ha cumplido en su aspecto más negativo. No cabe duda que el capitalismo hace mucho tiempo que ha alcanzado un nivel de desarrollo que permitiría cubrir con holgura las necesidades básicas de la población mundial. El problema es que no hemos sido capaces de abstraernos “en el arte de medrar” ni hemos abandonado el objetivo del “aumento de la riqueza”. Con ello estamos desperdiciando la oportunidad de lograr una economía equilibrada. Por el contrario, los desequilibrios sociales y económicos se han ido acentuando con el paso del tiempo llegando a un estado de barbarie en el que no nos debe de extrañar que el economista como Santiago Niño aludiera hace unos años a un estudio que demostraba que si el 100 % de la población de África subsahariana desapareciera, no pasaría nada, ya que lo que importa de estos países son sus minerales. Ni siquiera haría falta mano de obra tras la gradual implantación de sistemas robotizados para la explotación de las minas.
Nuestras perspectivas de futuro no son nada halagüeñas. Todo indica que nos dirigimos hacia un mundo en el que una minoría, cada vez más restringida, concentrada en algunos puntos del planeta y armada hasta los dientes, acaparará los menguantes recursos que nos quedan después de varios siglos de ignorancia y codicia. El resto de los humanos serán abandonados a su suerte como desechos de un sistema económico que los desprecia tanto que ni siquiera ya se preocupa de explotarlos.
La solución, a nuestro modo de ver, pasa por deshacer parte de la suicida carrera por el crecimiento económico hasta alcanzar un punto de estabilización y equilibrio. Hagamos caso de estas sabias palabras de G.K. Chesterton: “si no podemos volver atrás, parece que apenas valiera la pena seguir adelante”.
Hay muchas personas, sobre todo en el ámbito de la política partidista, cuya única aspiración en la vida es cultivar el arte de medrar para intentar satisfacer su insaciable apetito de poder, riqueza y prestigio. Sus ojos sólo ven posibilidades de enriquecimiento personal y satisfacción del ego. Es este tipo de mirada la que imagina las laderas del Monte Hacho repletas de chalets de lujo o el arroyo de Calamocarro convertido en un campo de golf. A los virtuosos en el arte de medrar no les importa un pimiento un futuro en el que ellos ya no estén, por lo que nunca se van a plantear parar o frenar la maquinaría económica que está destruyendo nuestra ciudad, en particular, y nuestro planeta en general. Si no le pusiéramos freno, no dejarían ni un solo metro cuadro sin urbanizar ni cementar, y ni un edificio histórico en pie. Los únicos que podemos evitarlo somos los ciudadanos “sensatos” que atisbamos lo que puede suceder con Ceuta si no la cuidamos y la protegemos ante tanta gente medradora.

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