Opinión

Arruinando buenas ideas

El impulso a la Formación Profesional fue anunciado por el actual Ministerio como uno de los objetivos prioritarios de este Gobierno. Como prueba visible de esta firme voluntad, incluyeron su nombre en la propia denominación del Ministerio, que pasó a llamarse Ministerio de Educación y Formación Profesional. De este modo se pretendía materializar las innumerables recomendaciones emanadas de diferentes instituciones europeas que indicaban el patente “desequilibrio” existente en nuestro sistema educativo en relación con la Formación Profesional. Por otro lado. Por otra parte, todos los informes elaborados sobre la evolución a medio plazo del modelo económico europeo (y por tanto español), ponen un elevado énfasis en la necesidad de contar con profesionales especializados. Este hecho es que explica el enorme esfuerzo inversor que está llevando a cabo la Unión Europea para desarrollar la Formación Profesional. Nuestro país (y por tanto nuestra Ciudad) es uno de los destinos preferentes de esta programación. La Formación Profesional gestiona, en estos momentos, unos presupuestos más que generosos. Otra cosa bien diferente es determinar si el uso que se hace de ellos es el más eficiente.
En cumplimiento de esta decidida voluntad política, el Ministerio ha puesto en marcha, durante esta legislatura, no pocas iniciativas de un gran calado. Destaca, por encima de todas ellas, la aprobación de la Ley de Formación Profesional que intenta ordenar, coordinar y modernizar todos los procesos educativos (reglados, o no) vinculándolos al sistema productivo. Las intenciones son indudablemente muy positivas, además de contar con un muy amplio consenso, a pesar de lo cual aún es muy pronto para hacer una evaluación rigurosa. Nunca es fácil acompasar palabras con hechos. En este caso se antoja complicado.
Hoy, sin embargo, nos queremos centrar en otro gran reto asumido por este Ministerio (aunque ya contaba con algunos precedentes de cierta envergadura), que es el denominado “Proceso de acreditación de competencias obtenidas por la experiencia laboral o formación no reglada”. El objetivo, en sí mismo, es poco discutible. Se trata de traducir al ámbito de las titulaciones oficiales una enorme masa de “conocimientos profesionales” que hasta ahora permanecen invisibles sin que sus poseedores puedan acreditarlos. No sólo se trata de una cuestión de estricta racionalidad en el ámbito del mercado laboral (parece lógico que los empresarios y la administración puedan saber con rigor hasta donde alcanza la formación de cada persona empleable); sino que también es un acto de justicia. Se cuentan por cientos de miles las personas de nuestro país que (sobre todo en otro tiempo) empezaban a trabajar casi antes de empezar a “vivir”, por necesidad, por falta de medios, e incluso por falta de oferta formativa. Personas que tuvieron que aprender su profesión mientras la practicaban, sin más apoyo que su esfuerzo y su tenacidad. Es más que justo que la administración les reconozca todo ese caudal formativo acumulado en condiciones de clara desventaja.
El desarrollo de esta idea encuentra, no obstante, un inconveniente que no se debe perder de vista. Los procesos deben ser suficientemente rigurosos y adaptados a la finalidad pretendida para evitar que una excesiva laxitud termine por convertirlos en una irresponsable “máquina” de expedir titulaciones que contribuyan a devaluar los títulos obtenidos en los centros docentes (en los que, recordemos, los alumnos cursan hasta dos mil horas). Y es aquí donde empiezan los problemas.

El hartazgo empieza a cundir. El MEFP está acostumbrado a suplir su ineptitud abusando del profesorado. Pero debe tener muy claro que los profesores son trabajadores, no misioneros. Y todo tiene un límite. Lo que puede suceder es que, poco a poco, todos se vayan dando de baja y se queden sin asesores. O lo que es lo mismo, es posible arruinar una buena idea por una manifiesta incompetencia.

Para comprobar diplomas (lo llamaremos así para distinguirlos de los títulos oficiales) y experiencia laboral, y así poder determinar (y acreditar) las unidades de competencia dominadas por cada aspirante, se ha elaborado una lista de asesores y evaluadores. En teoría, pueden participar en ella profesores y otro tipo de docentes o expertos. En Ceuta, en la práctica, son profesores funcionarios del Ministerio de las especialidades de FP que se imparten en nuestros institutos. La pregunta consiguiente sería ¿Cómo está regulado este trabajo?
La respuesta es propia de nuestro Ministerio: “De ninguna manera”. Tan sólo existen unas instrucciones en las que se dice vagamente que “los asesores quedaran a disposición de la Dirección Provincial para cumplir con su deber”. Nadie se ha molestado en elaborar unas normas en las que se regulen los aspectos básicos de cualquier relación laboral (horarios, vacaciones, retribuciones, etc…). Lo que sí parece claro, es que tienen que llevar a cabo esta función fuera de su horario lectivo. Tampoco se les proporcionan los recursos (informáticos y administrativos) necesarios para hacer el trabajo con una cierta seguridad. Cada cual tiene que ingeniárselas, a fuerza de tiempo extra y estrés, para rellenar una riada de papeles sin ninguna referencia o apoyo. Dicho de otra manera, quienes se prestaron a colaborar de buena voluntad, como suele suceder en estos casos, están atravesando por un auténtico calvario. No se puede entender que el Ministerio, que en Ceuta cuenta para ello con un ejército de asesores (7), no haya sido capaz de diseñar un procedimiento sistemático, dotarlo de las herramientas informáticas adecuadas; y, sobre todo, haber fijado por escrito unas condiciones mínimas para que el profesorado pueda trabajar con normalidad, haciendo compartibles estas (nuevas) funciones con su labor diaria en los centros. El hartazgo empieza a cundir.
El Ministerio está acostumbrado a suplir su ineptitud abusando del profesorado. Pero debe tener muy claro que los profesores son trabajadores, no misioneros. Y todo tiene un límite. Lo que puede suceder es que, poco a poco, todos se vayan dando de baja (es voluntario) y se queden sin asesores. O lo que es lo mismo, es posible arruinar una buena idea por una manifiesta incompetencia. Cuanto antes empiecen a resolver esta situación, mejor para todos. En especial para los trabajadores y trabajadoras que están esperando que se les puedan acreditar sus competencias profesionales.

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