Categorías: Opinión

Aquella severa censura en el cine

Aún recuerdo, con cierta nostalgia, las pequeñas mentiras que, sobre nuestra edad, mis amigos y yo teníamos que decir a las taquilleras y a los porteros de los cines ceutíes cuando se trataba de ver una película “para mayores”. Íbamos con pantalón largo (nada de los bombachos que se estilaban por aquel entonces), nos estirábamos, poníamos cara de circunstancias y alegábamos tener uno o incluso hasta dos años más de los que en realidad habíamos cumplido. La cosa solía dar resultado, entre otras razones porque tengo la impresión de que, en el fondo, contábamos, más o menos, con una amable y silenciosa  complicidad. Claro que a nuestro favor jugaba la circunstancia de que, aun cuando estaba creado desde 1944, el DNI tardó bastantes años en generalizarse, y por aquel entonces todavía no había llegado a Ceuta.
La severa censura cinematográfica establecida tras la contienda civil no se limitaba a clasificar las películas en toleradas o prohibidas para menores, sino que cortaba radicalmente aquellas escenas que se estimaban subidas de tono e incluso llegaba a aprovechar los doblajes para, como sucedió con “Mogambo”, presentarnos como hermano y hermana a quienes, en la versión original,  eran un matrimonio, encubriendo así cualquier atisbo de adulterio, lo que, curiosamente, no hizo, por ejemplo, en el caso de “Lady Hamilton”. Todo ello, además, aparte del hecho de que muchos filmes se quedaron sin proyectar en España, al ser tajantemente prohibidos por los censores. Aún así, todavía me vienen a la memoria los gritos de “¡Cabo guardia!” que proferían los soldados, desde el gallinero, cuando salía algún que otro besito en la pantalla.
Para colmo, no sólo había una censura central, sino que, al parecer,  en cada provincia existía otra, por si las moscas. De esto tuve noticia, allá por 1948 (ya había cumplido los 14 años) cuando el Padre Mainé Vaca, entonces párroco de los Remedios, comentó en una visita a mi casa que, como componente de esa junta censora ceutí, integrada también por algunos funcionarios,  había visto, con carácter previo a su proyección pública en nuestra ciudad, la famosa “Gilda”,  añadiendo que él no le había encontrado nada especial –está claro que ya había pasado por los cortes previos- pero que, por hacer algo, decidieron por su parte suprimir una pequeña escena.
Con independencia de la censura oficial, la Iglesia estableció, con carácter orientativo para los fieles, una escala de clasificación moral relativa a las películas, que iba desde el 1 (para todos los públicos, incluidos menores) al 4 (gravemente peligrosa), pasando por el 2 (adolescentes).el 3 (mayores) y el 3R (mayores con reparos). En los tablones de anuncios de los templos se solía colocar la lista de las películas que se estaban proyectando, seguidas por el número que tenían asignado. Tal y como hoy están las cosas, la gran mayoría de las calificadas con 3R, o hasta con 4, cortes incluidos, serían casi de salón parroquial.
Cuando ya, mayorcito, pasé a cursar mis estudios de Derecho a la Universidad de Sevilla, residí en el Colegio Mayor San Juan Bosco, regido por Salesianos. Allí permanecí cuatro años, y debo hacer constar que dicha estancia imprimió un indeleble sedimento en mi orientación religiosa. Pero no era eso lo que deseaba relatar, sino el hecho de que la dirección del Colegio también fijaba en el tablón correspondiente la calificación de las películas que se proyectaban en las pantallas sevillanas, y había que vernos a los estudiantes residentes recorriendo con el dedo la lista y expresando nuestra satisfacción cuando aparecía algún 3R, o muy esporádicamente un 4, lo que resultaba decisivo para escoger el cine al que asistir.  
Cosas propias de la juventud, que, por lo visto, y llevados por su buena voluntad, parece que no llegaron a prever nunca los Padres Salesianos, quienes siempre nos ponían como ejemplo a un alumno de Dom Bosco, un adolescente firme en la fe que tenía como divisa “antes morir que pecar”, y que murió  sin haber llegado a cumplir los 15 años. Me refiero a Domingo Savio, el primer santo de chaqueta que, con tofos los merecimientos, subió a los altares.

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