Si dedicáramos algo de nuestro tiempo a un ejercicio tan sano y económico como pensar llegaríamos a comprender algo de este complejo mundo en el que nos ha tocado vivir. Por suerte todavía hay gente que se dedica al noble arte del pensamiento inteligente y es capaz de producir obras de notable calidad que, además, plantean interesantes vías de investigación y renovación de las ciencias sociales. Un ejemplo de este tipo de valiosos trabajos científicos ha sido elaborado por los profesores Manuel González de Molina y Víctor Manuel Toledo, un estudio publicado recientemente por la editorial Icaria con el título de “Metabolismos, naturaleza e historia. Hacia una teoría de las transformaciones socioecológicas”. Desde sus primeras páginas queda de manifiesto el carácter innovador y crítico de la obra. Los autores comienzan desmarcándose del predominante discurso historiográfico al que acusan, de manera acertada, de conservar “una axiomática añeja, fundamentada en valores y objetivos propios de una modernidad obsoleta. Muestra un significativo alejamiento de la realidad, condenado a ser un mero ejercicio arqueológico, un saber museístico, sin apenas relación con el entorno que, en realidad, solo sirve para legitimar una sociedad en crisis, retardando la conciencia del cambio. Resulta, pues, urgente la recomposición de la necesaria unidad que debe existir entre memoria colectiva y las demandas sociales y ello pasa por la necesidad de reconciliar la sociedad con la naturaleza”. Nuestra coincidencia con el diagnóstico de ambos historiadores es absoluta. Ante los convulsos acontecimientos que están ocurriendo en la actualidad, quienes nos dedicamos a las ciencias sociales y naturales tenemos que converger en el desarrollo de disciplina híbridas como la historia ambiental, rompiendo con el “desmigajamiento” y ensimismamiento en el que lleva tiempo instalado el mundo científico. Con lo que está cayendo no encontramos una explicación razonable a que haya gente estudiando la etología de un escarabajo o un legajo de un archivo de cuyos estudios difícilmente se pueda obtener una clara y manifiesta utilidad social. Lo menos que se podría exigir a este tipo de investigadores es un mayor compromiso en la defensa de los bienes naturales o culturales de la zona en la que viven o trabajan. El silencio en el que muchos están instalados puede considerarse un verdadero delito, como ha declarado Federico Mayor Zaragoza.
La reconciliación entre sociedad y naturaleza que promulgan González de Molina y Víctor M. Toledo pasa por conocer y entender las relaciones metabólicas que los humanos establecemos con el medioambiente que nos rodea. Según explica en su obra el metabolismo “implica el conjunto de procesos por medio de los cuales los seres humanos organizados en sociedad, independientemente de su situación en el espacio (formación social) y en el tiempo (momento histórico), se apropian, circulan, transforman, consumen y excretan, materiales o energías provenientes del mundo natural...El metabolismo entre la naturaleza y la sociedad comienza cuando los seres humanos socialmente agrupados se apropian materiales y energías de la naturaleza (input) y finaliza cuando depositan desechos, emanaciones o residuos en los espacios naturales (output)”.
A lo largo de la historia, según el estudio que nos sirve de hilo conductor para este artículo, se pueden identificar tres principales metabolismos sociales: el extractivo o cinegético, el orgánico o agrario y el industrial. El primero de ellos corresponde a las sociedades de cazadores, recolectores y pescadores, “que es la forma social más elemental, la cual estuvo vigente como la única manera de apropiarse la naturaleza hasta hace unos 10.000 años”. Trasladado al contexto de la historia ceutí, este tipo de metabolismo de bajo nivel de consumo, predominio de un medio ambiente poco o nada transformado por el hombre y apropiación cercana y de poco impacto correspondería a las poblaciones prehistóricas que ocuparon la cueva y abrigo de Benzú. Por su parte, el metabolismo orgánico o agrario se inició hace unos 10.000 años y se mantuvo, sin grandes modificaciones, hasta el comienzo de la Revolución Industrial, hace escasamente 300 años. Durante este extenso periodo histórico, caracterizado por el uso de la energía solar como fuente fundamental de los fenómenos de apropiación de la naturaleza, asistimos a una progresiva complejidad en las formas de organización social y políticas, aunque se mantuvo los procesos de transformación de los ecosistemas en una escala limitada. Durante esta etapa metabólica, Ceuta conoce la conformación del primer núcleo habitado de forma permanente, inaugurado por los fenicios y continuado por romanos, bizantinos, árabes, portugueses y españoles. Aunque resulte difícil resumir en pocas líneas un periodo histórico tan extenso sí que podemos decir que Ceuta experimenta una paulatina transformación del medioambiente circundante y una mayor presión sobre los recursos naturales. Un rasgo importante a comentar es que, si bien ya desde época fenicia y romana el territorio ceutí se integra en un circuito más extenso de intercambio comercial, predomina una apropiación de los recursos a escala local o como mucho regional. Esto quiere decir que la mayor parte de los productos que se consumían en Ceuta procedían de las huertas y cultivos locales o de regiones próximas, así como del aprovechamiento de los recursos pesqueros y ganaderos con los que contaban los habitantes de la ciudad para completar su dieta alimentaria. Como consecuencia de la dependencia de los recursos autóctonos no fueron extrañas la aparición de crisis alimentarias como la que sufrió Ceuta en el siglo XIII.
Con la toma de Ceuta por los portugueses se rompe la autarquía normal y habitual en las ciudades medievales, sobre todo en las musulmanas. A partir de entonces y hasta la fecha, los habitantes de Ceuta hemos dependido, en gran medida, de un constante suministro de alimentos y bienes de la península o, en menor grado, provenientes del hinterland ceutí. La dependencia de inputs externos llevó al extremo de la creación del régimen de abastos en el siglo XVII, a partir del cual se distribuía de forma racionada los alimentos a la población ceutí. Aún así hasta principios del siglo XX, según reflejan algunos documentos cartográficos, la mayor parte de las viviendas de la Almina contaban con un pequeño huerto familiar para el consumo de frutos y hortalizas frescas. De igual modo, la pesca ha sido duramente muchos siglos una actividad habitual de los ceutíes, tanto para el consumo local como actividad económica. Desgraciadamente, el desarrollismo urbano que ha experimentado Ceuta en el último siglo ha acabado con todas las huertas y las escasas tierras fértiles con la que contábamos. Igual suerte han corrido nuestros recursos pesqueros que han sido agotados sin piedad. El camino no parece tener retorno.
El tercer tipo de metabolismo social, el industrial, fue posible por un cambio radical en el suministro energético, pasando del solar al mineral, y entre estos últimos, principalmente los derivados del petróleo. Tal modificación amplificó, como nunca antes en la historia, los procesos de circulación, transformación, consumo y excreción. Paralelamente, tuvo lugar un crecimiento y densificación de los asentamientos urbanos. Las ciudades rompieron con su dependencia de las cercanas áreas de apropiación. Al romper este vínculo ciudades como Ceuta pudieron crecer en población al poder captar fuera de nuestro entorno los recursos necesarios para su funcionamiento. Si Ceuta puede alojar a más de 80.000 personas es gracias a un complejo entramado internacional de circulación de recursos energéticos, bienes y alimentos tanto frescos como transformados. Dedíquense a leer las etiquetas de productos frescos que consumen, quizá se sorprendan al descubrir que la mayor parte de las patatas vienen de Francia, los kiwis de Italia, la carne de Argentina y las cebollas nada menos que de ¡Australia!. Esta locura no podrá mantenerse por mucho tiempo, ya que hemos entrado en una profunda crisis energética, un mundo post-petróleo que va a hacer inviables territorios que, como Ceuta, no sean autosuficientes en el aprovisionamiento de los recursos básicos para la vida (agua, alimentos, etc,...). La única salida posible es emprender un retorno a un modo de producción orgánica o agrícola de escala local, lo que lleva aparejado un reequilibrio entre el potencial productivo de un territorio del tamaño de Ceuta y la población que es capaz de soportar sin que suponga un grave forzamiento ecológico.
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