Resulta extremadamente frustrante comprobar cómo el horror se acomoda en nuestras vidas ante una tolerancia, cuando no complacencia, que quiebra el más elemental sentido de la fraternidad inherente a la especie humana.
La crueldad se ha incorporado al acervo de “valores” que configuran el “sentido común” de una sociedad enferma y corrompida.
El Gobierno de nuestra Ciudad (integrado por militantes del PP que asisten devotos y pletóricos de fervor a cuantos actos y manifestaciones públicas promueve la iglesia católica) ha ordenado que se les impida a un colectivo de pacíficos inmigrantes (asiáticos) utilizar mantas para protegerse del frío.
Les ha parecido poco. También han dado instrucciones de baldear dos veces diarias la plaza en la que se concentran para evitar que se puedan “asentar”.
Lo peor de todo es que se sienten orgullosos de su hazaña. Gracias a su diligencia están consiguiendo que “no se ocupe la plaza en la que juegan nuestros niños”.
Están convencidos de que están en sintonía con la inmensa mayoría de la población que los comprende y los aplaude.
Esta forma de pensar se fundamenta en la trágica clasificación de los seres humanos que propugna la ideología dominante.
La división de las personas entre “productivas” y “residuales”.
Unos, “nosotros”, formamos parte del grupo privilegiado, activo, rico, moderno y con derecho a todo; otros, “ellos”, son la excrecencia del sistema (residuos humanos), “vidas desperdiciadas” (en palabras de Zygmunt Bauman), que estorban y a las que es preciso encontrar un vertedero barato y alejado para que no perturbe el confortable paraíso de la opulencia.
De este modo, y ajustándose con precisión a las tesis de Hannah Arendt, se les despoja de su condición humana (se les cosifica), y partir de ahí nada más sencillo (por lógico) que aplicar métodos de “eliminación” propios de materias inertes.
Sin remordimiento de conciencia. La crueldad se utiliza deliberadamente como un potente factor de disuasión.
El sufrimiento (cuanto mayor, mejor) de personas indefensas y desvalidas se exhibe como amenaza para evitar los intentos de “asaltar” nuestro Edén.
Esta deformación moral es terrible. Porque se subsume en la conciencia colectiva, la corrompe y nos transforma en individuos indeseables, enemigos de la humanidad. Nos está pasando.
Pondré un ejemplo suficientemente clarificador. En nuestra Ciudad viven cientos de familias a las que el Ayuntamiento (mediante una ordenanza) les prohíbe que puedan tener energía eléctrica en sus viviendas.
Son españoles (palabra de moda), residentes en Ceuta desde hace décadas. Trabajan, pagan sus impuestos, comparten la vida con todos nosotros. Pero no se les concede el derecho a encender una bombilla. La explicación (política) es muy razonable. “Si lo hacemos, vendrán más…”
“La crueldad se utiliza de forma deliberada como un potente factor de disuasión. El sufrimiento de personas indefensas y desvalidas se exhibe como amenaza para envitar los intentos de ‘asaltar’ nuestro Edén”
Idéntica explicación nos ofrecen los “humanistas” del PP para justificar la cicatería de sus políticas sociales. Es conveniente que las familias humildes sufran (cruelmente) para que no se produzca el “efecto llamada” y vengan de todas partes a “aprovecharse” de nuestra generosidad.
El PP está empeñado en hacer de Ceuta una ciudad monstruosa. Se han convertido en apósteles de la crueldad. Tenemos que generar un nuevo compromiso, lo más amplio posible, para evitar que esta deriva se consolide arruinando definitivamente nuestro proyecto de vida en común.
No podemos permanecer indiferentes ante tanta maldad. Es preciso recobrar, urgentemente, los principios esenciales en los que se inspira la convivencia.
Socorrer siempre, en cualquier lugar y circunstancia, a todo ser humano en dificultades es el más primario de todos ellos.
Esta prevalencia no se puede subvertir. No cabe ningún “bien superior” de mayor rango que la solidaridad y la compasión con las personas necesitadas.
Negar auxilio a una persona necesitada es una forma de matar a toda la humanidad.