Opinión

Antonia Ortiz: Cosas de Córdoba

Durante más de medio siglo, las calles cordobesas -ya grácil, ya jamona- vieron pasar a diario la grata estampa cordial de Antonia Ortiz. Había nacido en Baena, en 1925, pero, huérfana de madre, adolescente, se trasladó a vivir a Córdoba acogida por dos tías; una ellas, viuda, recientemente había perdido a una hija de su edad. Pero antes Antonia, con apenas once años, desde una de las ventanas de su casa, situada en una de las calles que confluían en la plaza, la tarde del 28 de julio de 1936, pudo ver algo terrible: cómo discurría la sangre, calle abajo, de los fusilados en la matanza que tuvo lugar en ella: “La sangre corría por la calzada como puede hacerlo el agua un día de lluvia”, me contaba.
Su tía viuda, desde que llegó la niña a la ciudad, la enviaba diariamente al cementerio de San Rafael con un ramo de flores para que lo pusiera en la tumba de su hija con una orden -ya fuera agosto o enero-: permanecer allí hasta primeras horas de la tarde vigilando para que ningún visitante se lo llevara. Para distraerse, la muchacha, gran lectora, siempre se llevaba un cestillo -junto con un abanico y un sombrero- alguno de los libros que encontraba en la escasamente surtida biblioteca de la casa: Dumas, Daudet, Victor Hugo, Gaborieau, Manzoni, Xavier de Montepin, Máximo D´Azeglio…, y, a partir de mayo, para evitar el calor, se introducía, con los pies para delante, en alguno de los nichos vacíos de las proximidades. Cuando oía merodear a alguien por la tumba de su prima, interrumpiendo la lectura, prestamente sacaba la cabeza y, según el humor, emitía un fuerte silbido, daba un agudo grito o, arroncando la voz, asustaba al posible ladrón, que, al oírla, salía despavorido, a espetaperros.
Pasados los años, la niña se hizo una mocita que, por su belleza, allá por donde pasaba, era imposible que no llamara la atención: los piropos, chicoleos de los transeúntes y mirones, continuamente, a su paso, no se dejaban de oír. En la calle San Pablo, recordaba especialmente, al pasar por un establecimiento, su dueño -un cordobés espigado, muy moreno y patilludo-, si estaba en la puerta, garbosamente, no dejaba de dirigirle uno de aquellos. Era un conocido personaje que, años después, entraría a formar parte de la lista negra cordobesa: el barbero que asesinó, el 28 de enero de 1943, a un cobrador de Banesto, y, durante las jornadas siguientes, fue arrojando al río su cuerpo a trozos.
El cadáver del barbero, por cierto, tendido en uno de los patios, tuvo ocasión de verlo años después, a los pocos días del crimen, durante su diaria visita al cementerio -recordaba perfectamente en qué parte de su cuerpo impactaron las balas y el tiro de gracia en una sien- recién fusilado por un pelotón de la Guardia Civil en la inmediaciones del camposanto.
(El nombre de este barbero, de segundo apellido, al menos, tan poco común: Reyes Sorroche, por un error inexplicable, muchos años después, fue incluido entre los represaliados por el franquismo en el Muro de la Memoria levantado en ese cementerio: Otro imperdonable fallo como el cometido, años antes, con el busto del recordado presidente mexicano Lázaro Cárdenas, en la calle Córdoba de Veracruz, al que confundieron con Benito Juárez: La perpleja mirada de su hijo Cuauhtémoc todos pudieron verla al descorrer la cortina para descubrir el monumento).
Sus tías regentaban el ambigú del Gran Teatro, adonde, para ayudarles, Antonia acudía también todas las tardes. Allí pudo ver cientos de películas, revistas, obras teatrales y todo tipo de espectáculos; algunos, tantas veces, que llegó a memorizar sin fallo alguno sus diálogos. “James Dean, Victor Mature, Lana Turner, Jayne Mansfield, Alan Ladd, Belinda Lee, Zsa-Zsa Gabor, Robert Mitchum, William Holden, Armendáriz, Mistral, la pobrecilla Marilyn... ¡Cómo lloraba cuando conocía que había muerto alguno de ellos: eran como de mi familia!”, me decía.
En los camerinos, al tiempo, fue testigo de las innumerables broncas y ataques de celos que protagonizaban los artistas. Recordaba particularmente una de aquellas entre Lola Flores y Manolo Caracol, y alguno de estos como el sufrido por la tonadillera Antoñita Moreno por causa de una de las componentes de su compañía de la que estaba perdidamente enamorada.
Todos los artistas de éxito entonces por España, con sus espectáculos, desfilaron por allí: Juanito Valderrama, Antonio Molina, Conchita Piquer, Marifé de Triana, Carmen Morell y Pepe Blanco, Rosita Ferrer, Juanita Reina…
Allí conoció, corriendo el tiempo, al carcabulense Rafael Marín, un funcionario de prisiones con el que no tenía afinidad alguna, pero con el que -presionada por sus tías-, por la golosina de “la paga fija mensual”, años después, llegó a casarse.
(Rafael , me contaba, fue uno de los soldados que, a primeras horas de la tarde del 27 de marzo de 1939, entrando por la carretera de Pozoblanco con las tropas franquistas, “liberaron” Villanueva de Córdoba; la gente, inquieta o esperanzada -harta de tanta guerra y pese a lo frío del día-, salió al Regajito a recibirlos y posteriormente acompañarlos en masa hasta la plaza, donde confluyeron con otras tropas que habían accedido al pueblo por Obejo).
Era una narradora y tertuliana extraordinaria, con una memoria tan sorprendente que podía relatarte, de pe a pa, sucesos acaecidos hacía una enormidad de años como si hubieran acontecido el día anterior; y especialmente, por la cantidad de veces que las había visto, como dije, hasta en sus más mínimos detalles, aunque tuvieran muy complicada trama, infinidad de películas y obras de teatro.
Estas dotes narrativas y conversadoras las pudo apreciar también un día un periodista norteamericano de la revista Nathional Geographic que hacía un reportaje para un número dedicado a Andalucía. Al pasar por su casa, desde la cancela -la dama de noche aún lo aromaba todo- , se detuvo a contemplar el patio; Antonia, que en aquel momento regaba las flores, lo invitó a pasar, y, sentados a la mesa, situada en el centro, tras servirle una copa de moriles y una tapa de jamón -era mediodía-, le empezó a relatar “cosas de Córdoba”. El periodista, encantado, no salió de la casa hasta bien pasadas las tres.
El reportaje apareció en la revista al mes siguiente; por cierto -los yanquis, pese a todo, tienen cosas admirables-, antes de publicarlo la llamaron desde Washington para pedirle permiso para citarla. Yo, que aquel día me había llegado por su casa, cogí el teléfono. El número, en inglés -después aparecería traducido en todo el mundo-, no tardaron mucho en enviárselo.
Entre las “cosas de Córdoba” que contaba recuerdo la gracia con que se refería a lo que entonces llamaban en la ciudad poner rabitos y a las armas que las muchachas, llegado el caso, utilizaban. Se conocía por esto la aproximación libidinosa que algunos mozos y hombres solían hacer a las mujeres, especialmente, en los bolotes de procesiones y verbenas: estos se situaban inmediatamente detrás de ellas y restregaban cuanto podían la bragueta contra el trasero de las mozas. Estas, nada más advertir el primer roce -las decentes se entiende- sacaban el grueso alfilerón con el que salían provistas de su casa e intentaban clavárselo donde mejor pudieran el rijoso. Ella, me decía, lo tuvo que utilizar bastantes veces.
Aunque no conocidos por ella directamente, otra de las cosas a las que se refería con igual gracejo era a unos tipos eroticopopulares conocidos, desde muchos años atrás y hasta mediados del franquismo, como espetaores: ciudadanos, de cualquier edad y condición que, por las noches de verano, buscaban los balcones y ventanas iluminados de las casas para intentar ver a sus vecinas desnudarse. Muchas de ellas, por esto, al retirarse a dormir solían encender tan solo la luz de la mesilla de noche y asegurarse antes de que estaba bajada la persiana; aunque esto no era óbice para que el espetaor, con cuidado, pudiera levantarla con un dedo.
Era un tipo dominado por su obsesión sexual, y, para satisfacerla, le daba igual tener que trasponer al cerro de la Golondrina o a los Olivos Borrachos; la hora, asimismo, no suponía impedimento: le era indiferente que fueran las doce de la noche o las cinco de la madrugada.
El buen espetaor, como mínimo, debía llevar tres herramientas: una barrena de regular tamaño, una linterna y una vara capaz de sostener en su extremo el peso de una cortina o de apartar un estor que le impidiera ver bien a la mujer o moza.
Alguno, curiosamente, se hizo pasar por fijador de carteles publicitarios y debía ir provisto de cubo con engrudo, brocha, rollo de afiches y escalera.
A veces estos sujetos se llevaban tremendos chascos, como aquel que, al levantar la persiana de una ventana, en lugar de una garrida moza, vio a un difunto amortajado en su ataúd; o aquel otro que, al no llevar la vara de reglamento, confiado, introdujo el brazo para apartar el estor, y, al advertirlo , se lo agarró el dueño de la casa al tiempo que le decía con bronca voz a su mujer: “¡María, trae el jacha!”.
Otros, se cuenta, en lugar de las herramientas habituales, llevaban una larga goma para sorber de dornillos y cazuelas -eran los años del hambre y aún no había neveras ni frigoríficos en las casas- el gazpacho puesto a refrescar en ventanas y balcones; una vez, en el alféizar de una de estas, para escarmentar al succionador, las vecinas pusieron un bacín lleno de orines.
Todos los años, durante los últimos meses del curso, les alquilaba a un grupo de estudiantes norteamericanas la planta baja de la casa: eran alumnas del programa PRESHCO (Programa de Estudios Hispánicos de Córdoba), que se impartía en la cercana Facultad de Filosofía y Letras.
Solían llegar el día 1 o 2 de mayo, cuando la ciudad bullía con las fiestas de la Cruz y de los Patios, y, hacia fin de mes, la feria; al ver aquello, al principio, las estudiantes creían que la ciudad todo el año estaba así, en diversión continua.
Durante su estancia en Córdoba lo pasaban en grande: por las tardes, vueltas de las clases y tras almorzar, en biquini, se solían subir a tomar el sol a la amplia terraza de la casa hasta que se ponía este. Un año le regalé a Antonia varios libros que había adquirido en la Corredera, en una librería de lance, de la colección Laurel, de la Editorial Bruguera: eran excelentes, atinadas antologías, en rústica y octavo menor, tituladas: Las mejores poesías de amor argentinas, centroamericanas, uruguayas, colombianas…, realizadas por el poeta chileno Alberto Baeza Flores (padre de la cantante y actriz Elsa Baeza). Figuraban en ellas cantidad de vates, de los siglos XIX y XX, de estas nacionalidades: Enrique Banchs, Marasso, Gutiérrez Nájera, Nervo, López Velarde, Buesa, Del Casal, Barba Jacob, Carranza, Pezoa Véliz, Neruda, Froilán Turcios… Pronto se llegó a aprender muchos de estos poemas de memoria. A la caída de la tarde, seguida de su perro Yamil, acostumbraba a subir a la azotea, y, después de la lectura de la breve biografía del autor preparada por el antólogo, se los recitaba a las muchachas, puestas en corro y extasiadas. Yamil, tendido a la sombra en un rincón, también escuchaba atentamente y observaba los visajes y el aleteo de manos de su ama.
Al finalizar el curso y despedirse, todas las promociones de estudiantes repetían año tras año: “Gracias, señora Antonia: Casi hemos aprendido más lengua y literatura con usted que en todas las clases de la facultad”.
Antonia, que solo asistió al colegio hasta los siete años, también había hecho sus pinitos como poeta. Dentro de la más pura tradición local había compuesto, hacía años, La noche de tu pelo (Fantasía cordobesa), que, a veces, también solía recitar a las norteamericanas:
(…)
El campo de la Merced,
el barrio de los toreros.
Allí solo huele a gloria
de lances lagartijeros.
En la plaza conde Priego
allí huele a Manolete;
a Manolete quieto,
citando a un toro de nubes
con un capote de cielo… Este extenso poema consta de cinco partes de sugerentes títulos: “Búsqueda del aroma inefable”, “Por el rumor del río”, “Silencio elocuente”, “Los trémolos de cante” y “La fragancia encontrada”; a veces, a petición de las monjas que la dirigían, lo acostumbraba a declamar también en algunas de sus frecuentes visitas a una residencia de ancianos de la zona. No muy lejos de esta y de su casa, curiosamente, residió hasta su muerte en 1968 el poeta pontanés Ricardo Molina.

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