Opinión

Antonia Ortiz: Cosas de Córdoba (II)

Un día Antonia, en la biblioteca municipal -que solía frecuentar no tanto como hubiera deseado-, hojeando un libro, creo, de gramática históricas del español, por casualidad, descubrió la etimología de su apellido: fortis, fuerte.

Conocer esto, para ella, fue como un gran chute anímico que le ayudaría en lo sucesivo a conjurar sus horas bajas; aunque para estas, para sus no muy frecuentes, afortunadamente, “momentos de tribulación”, desde hacía tiempo, había sabido a quién recurrir: a los estoicos; en especial, a nuestro paisano Lucio Anneo Séneca: sus Diálogos, desde que los descubrió, lo tenía como libro de cabecera.

Entre las grandes amistades de Antonia se contaba María Teresa López: la modelo más famosa de Julio Romero de Torres, que posó, entre otros, para los óleos Ángeles, Carmen, Bendición, La niña de la jarra, La chiquita piconera, su testamento pictórico, y, sobre todo, La Fuensanta; este, en 1953, fue elegido por el Banco de España para ser reproducido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en el reverso de los billetes de 100 pesetas; de medio cuerpo, en el anverso, figuraba el pintor.

Esta, igualmente, en 1965, realizó una serie de diez sellos, de diferentes valores, dedicados al artista y su obra; además de su autorretrato, entre ellos, obviamente, figuraba La chiquita piconera. Muchos días, ya en los últimos años de la modelo, Antonia la invitaba a su casa a comer, donde frecuentemente coincidíamos.

Había nacido, en 1913, en Buenos Aires -“soy más porteña que la milonga”, solía decir-, adonde, tras recibir una herencia, embarcó Inocencio, su padre, con el propósito de “hacer las américas”; pero, al no conseguirlo, debido, sobre todo, a la negativa repercusión que tuvo en Argentina la Primera Guerra Mundial, desanimado, regresó pronto a España: ella contaba entonces siete años. Su padre, me dijo, era natural de Pozoblanco. Su relación con el pintor, como es conocido, dio mucho que hablar en la ciudad, pero, según nos aseguró, entre ambos no hubo nada: “Ser la modelo del pintor me amargó la vida -nos decía-, la llegó a convertir en un infierno.

La gente en las calles, me decía de todo, me insultaba”. A esto vino a sumarse, años después, la canción de Rafael de León, Nicolás Callejón y el maestro Quiroga: La chiquita piconera, que, sobre todo, hizo muy popular Concha Piquer: “Ella lo camelaba con alma y vía / hechisá por la magia de su paleta / y al igual que una llama se consumía / con aquella locura negra y secreta”. “¡Todo falso, mentira!”, nos decía; y además de por la gran diferencia de edad, a ella, como hombre, el pintor no le gustaba. Él, ciertamente, era un reconocido mujeriego que confesó, en varias ocasiones, su pasión por la modelo a su gran amigo Valle-Inclán: se le insinuó innumerables veces, pero ella nunca le hizo caso.

Contrastaba su actitud con la que, en general, solían tener las mujeres hacia el artista cordobés: su popularidad entre ellas era insólita, y, como dice Francisco Zueras Torrens en Julio Romero de Torres y su mundo, un grupo de estas llegó a hacerle un homenaje, en 1924, entregándole un almohadón relleno con rizos de su pelo: esto recuerda algo la fetichista colección de frasquitos con vello de la verija de sus conquistas propiedad del berlanguiano e inefable marqués de Leguineche.

Lo cierto es que “continuamente -sigue diciendo Zueras- se veía asediado en su estudio de la calle Pelayo por humildes o famosas mujeres que deseaban intimar con el pintor, a través del pretexto de ejercer de modelos o de ser retratadas particularmente”: en lenguaje vulgar, se perecían porque se las pasara por la piedra.

María Teresa, ya desaparecido el artista -con veinte años-, se casó y tuvo una hija, Paquita, que murió a los pocos días; en su matrimonio, nos decía -su marido era un maltratador-, fue sumamente desgraciada. Con todo, menos de lo que llegó a ser la bailaora la Cartulina, que, a causa de los celos, al conocer que posaba desnuda para el pintor, fue asesinada por su novio.

Este aire de tragedia y sensual ronda también en el cuadro La nieta de la Trini, pintado en 1929, poco antes de morir; como también dice Zueras, realizado “en homenaje a la famosa cantaora de malagueñas la Trini, a base de un desnudo integral en el que el pintor no evitó detalle realista alguno, como el vello púbico.

La Trini había protagonizado en su tiempo una historia de amor y muerte, al asesinar por celos a su amante, con una navaja, y Julio, cincuenta años más tarde, hizo revivir la historia en su nieta. Rememorando a su abuela, la protagonista del cuadro ofrece el amor con su cuerpo y la muerte con la navaja que lleva en la mano derecha”.

La propagación del infundio de que fue amante del pintor se reavivó recientemente con la publicación de una novela: La mujer morena, de Concha Calleja, publicitada como “La apasionada historia de amor de la musa de Julio Romero de Torres”: obra de un descarado oportunismo, en la que, sin recato alguno, la autora dice haberse permitido “ciertas licencias”, como, por ejemplo, un viaje a Tánger de los supuestos amantes, donde consumaron su amor y María Teresa concibió a su hija, alumbrada cuando el artista llevaba ya varios años fallecido. Tras separarse, María Teresa se ganó la vida como costurera, peluquera o asistenta en casas de familias pudientes: “Serví a muchas mujeres de la alta sociedad cordobesa -nos decía- que me contaron secretos mucho peores que la historia que a mí se me atribuyó”. Natalia Castro, otra de las modelos del pintor -que también lo fue de Benlliure y de Sorolla, quien, al parecer, se la presentó-, sí aseguró haber sido amante del artista y durante un tiempo dio en propalar que ella fue la modelo de los cuadros

La chiquita piconera y La Fuensanta. Al conocer esto María Teresa, le pidió a Rafael, el hijo del pintor que le hiciera un certificado -que nos mostró- en el que acreditara que la verdadera modelo de estos lienzos fue ella. María Teresa, cuando posó para ellos, tenía 16-17 años; Natalia, por entonces, 32-33. Natalia Castro fue modelo para uno de los más conocidos carteles que le encargó al artista la Compañía de Explosivos Río Tinto: Mujer con pistola. Antonia, en su fantasía cordobesa “La noche de tu pelo”, obviamente, hace referencia al mundo del pintor: La Córdoba recatada, la del retiro y silencio, la que llora por Manuel y vela a Julio Romero (…)

En cada patio, un tablao; y en cada flor, un requiebro. Lola, Carmela y Pilar, la chiquita del brasero dejan sus lienzos de gloria y van al Alcázar Viejo, a bailar por soleares y olvidar su luto eterno. María Teresa murió en 2003, a los ochenta y nueve años. Entre la extensa producción pictórica del artista -aparte de los realizados por compromiso o encargo a militares, políticos o miembros de la nobleza- no abunda en retratos masculinos: era contrario a ellos; los que hizo motu proprio fueron a algunos de sus más íntimos amigos: Juan Belmonte, el novelista iznajeño Cristóbal de Castro, el poeta Joaquín Alcalde Zafra, Machaquito, el Guerra y pocos más. Por el contrario, como es de sobra conocido, los retratos realizados a mujeres fueron innumerables; aparte de aquellos en los que se sirvió de modelos profesionales o de muchachas captadas en los barrios populares de Córdoba, pasaron por su estudio mujeres pertenecientes a los más variados ámbitos sociales: actrices (muchas, hoy, desconocidas): Carmen Carbonell, Aurora Redondo, Carmen Gabucio, Adela Carboné (esposa de Cristóbal de Castro), Marichu de Begoña, María Caballé, Elena Pardo, María Palou (mujer del escritor peruano Felipe Sassone); cantantes, canzonetistas y cantaoras (aparte de la Cartulina, ya citada): Pastora Imperio, la Argentinita, Raquel Meller, la Bella Otero, la Fornarina, Muxidora, Emérita Esparza, Carmen Casena (que, es fama, murió de dolor pocos días después de fallecer el maestro), Custodia Romero (la Venus de Bronce), la Rubia de Málaga, Pastora Pavón (Niña de los Peines); bailarinas y bailaoras: Minerva, Elisa Muñoz (Amarantina); escritoras: Carmen de Burgos (Colombine); políticas: Margarita Nelken; nobles: condesas de Colomera y de Casa Rojas; familiares de personajes famosos: Concepción Ruiz (esposa del político Natalio Rivas), la doctora Trigo (hermana del novelista extremeño Felipe Trigo, también médico), Adelaida Portillo (la primera mujer de Andrés Segovia), etcétera, etcétera.

 

La última modelo del pintor que falleció fue Rafaela de la Torre; lo hizo en 2018, en Alcobendas (Madrid), a los 106 años. Capítulo aparte lo constituían los relatos de Antonia sobre la Córdoba negra: Además del ya citado crimen del barbero de la calle de San Pablo, entre otros, narraba muy morosamente, con todo detalle, el más lejano de Cintas Verdes; pero a ellos, el 4 de enero de 1987, vino a sumarse uno de los más horrendos ocurridos en España, y que, desgraciadamente, tuvo lugar en nuestra vecindad: el del catedrático de violín y exdirector del conservatorio Manuel Bustos a manos de su hijo Álvaro, que le clavó una estaca -hecha con la barra de las cortinas- en el corazón, después de esparcir sal y especias por suelo y muebles de la estancia; y, según él, para impedir que pudiera caminar caso de que resucitara, le seccionó el tendón de Aquiles de ambos pies.

Este Álvaro, perteneciente a una secta satánica, en los años setenta formó parte de un famoso grupo musical, Trébol, que tuvo bastante éxito con algunas de sus canciones, especialmente, con Carmen, que encabezó el hit parade en varios países hispanoamericanos. Antonia fue amiga de su madre, fallecida hacía unos años; yo, cuando sacaba su perro a pasear, me lo encontraba muchas veces por el barrio: como suelen declarar generalmente quienes los conocieron, cuando se descubre la índole delictiva o criminal de alguien, su comportamiento y trato con él nunca hizo sospechar nada: era cortés, atento, afable. Jamás dimos en imaginar que pudiera llegar a hacer algo así.

Como dice Santiago Grisolía, los sicópatas tienen un carácter peculiar: “a veces se muestran muy agradables, pero lo hacen con el motivo oculto de engañar y pueden matar a sangre fría”; esta, entiende, es su característica más llamativa. (A este grupo Trébol, curiosamente, durante un tiempo también perteneció un compañero mío de estudios, Carlos de Miguel Prados, madrileño, y el hoy tan conocido abogado de famosos y tertuliano Marcos García Montes).

Años después, cerca de allí, en la calle San Fernando -no lejos de la Cruz del Rastro-, unos atracadores también asesinaron a una vieja que vendía arropías en la puerta de su casa, y a la que yo, en más de una ocasión, cuando volvía la anciana del mercado, ayudé a llevar las bolsas de la compra. Todos estos crímenes, en su día, aparecieron en la prensa; y estos últimos, obviamente, en el sangriento semanario El Caso, que desapareció poco después.

Por cierto: durante los años en que fue ministro de Información y Turismo Gabriel Arias Salgado -uno de los más retrógrados del franquismo-, según cuenta su promotor, Eugenio Suárez, le prohibieron publicar más de dos asesinatos por semana, y, más adelante, se racionó el permiso a uno: si se producían más de dos, el director, debía elegir. Hace unos años se creo en la ciudad una empresa, Córdoba Misteriosa, dedicada a organizar rutas nocturnas que discurren por aquellos lugares donde, en tiempos más o menos lejanos, había sucedido algún tipo de crimen.

Antonia, como María Teresa López, también murió en 2003, el 5 de mayo, a los setenta y ocho años. Hoy, al pasar por la puerta de su casa, en Pozo de Cueto, 8 -junto a la Ribera-, con nostalgia, me ha sido imposible no volver a recordarla.

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