Mr. Bean (perdón, quería decir Johnny English) llevaba retirado un tiempo del Servicio de Su Majestad, pero un enemigo inesperado del país ha hackeado su sistema interno de espionaje para acceder a la base de datos y desvelar la identidad secreta de todos sus agentes… en activo. Para regocijo del caos y la broma sencilla, el torpísimo ex agente se va a convertir así en la única esperanza de un gobierno que no tiene más remedio que pedirle su vuelta a la acción.
English contará no sólo con su “legendaria astucia, sino con todos los ingredientes del James Bond al que parodia, gadgets incluidos, y el valor añadido de que plantará cara a un enemigo que basa su arsenal en el dominio de la tecnología desde la inutilidad analógica para el manejo de la misma. El duelo está más que servido, no pueden pedirle mucho más al guion.
Después de dos entregas anteriores explotando la capacidad cómico-gestual casi de goma de Rowan “Mr. Bean” Atkinson, parecía poco probable que asistiéramos a este tercer intento de sacarle hasta la última gota a un producto que lleva tiempo dando bocanadas entre nítidos signos de agotamiento.
El humor blanco y blando del personaje inútil en todo lo que hace hasta lo irritante, no tiene problema alguno el actor en encasillarse hasta mimetizarse casi con la imagen que ha exprimido hasta la saciedad, causará algunas risas en el espectador en secuencias como la del baile en la discoteca con espía rusa de rigor, pero sólo algunas.
Y la mala noticia es que más allá de esas supuestas risas, pese al tempo ágil y ameno que impone con buen criterio del realizador televisivo David Kerr, no se le va a poder pedir más peras al olmo de una trama ridícula en concepción y ejecución que no pretende más que reírse por enésima vez del mito del archifamoso espía británico.
Banda sonora resultona y efectista viste la agilidad de la acción bien dosificada y ponen el escenario para una larga sucesión de clichés del género que se mueve con peligrosidad y casi alevosía en la frontera que hay entre lo trillado y lo deliberadamente cómico. Así las cosas, no se plantea la producción en ninguna manera la posibilidad de aportar algo de seriedad en el devenir de los acontecimientos, que comienzan en la misma línea que acaban: irreal despiporre absoluto.
La sensación es pues la de que ya en otras ocasiones, al menos dos, pero seguramente muchas más, nos hemos reído de estos mismos “gags” y de las caras de circunstancia de Atkinson ante las contingencias de lo cotidiano, y de que como no se reinvente, lo que hoy se antoja de ciencia-ficción, cada vez nos vamos a ir riendo menos…
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