Cuántas veces habremos dicho eso de que nadie muere mientras permanece vivo en el corazón, en el recuerdo. Yo misma lo he repetido en varias ocasiones quizá buscando el consuelo ante una pérdida terrible. Hoy hacerlo duele, duele mucho. No solo a mí, sino a los que conocimos y quisimos a Ana. A los que la conocimos y quisimos tal y como era, con una personalidad bárbara. Porque Ana era eso, única. Única para todo. De esas compañeras que dejan huella pero sobre todo de esas compañeras de las que aprendes en lo humano y en lo profesional.
Muchos en El Faro la hemos tenido de referencia, ella fue la gran impulsora de nuestra página web. “Lo que diga Ana”, esa frase que muchos de nosotros hemos repetido tanto y tanto que ahora nos tiene desconcertados. Ana era sinónimo de criterio, de calor, de tranquilidad, de claridad cuando las dudas nos llevaban al despiste, a no saber qué era lo apropiado, qué era lo mejor. Con Ana, con sus consejos, era difícil tropezar en el camino. Ahora nos sentimos huérfanos, huérfanos de su alma, de su marca Dueñas, huérfanos de ella.
Y es jodido, mucho. Porque a Ana se le quería. Tenía esa capacidad de ser un imán, de atraer. Cuántos mosqueos y cuántos cariños; cuántos enfados y cuántas reconciliaciones; cuánta revolución y cuánta paz a la vez. Cuánta vida a su lado.
El amor que tenía Ana hacia las personas que ella quería era digno de admiración. Sus abrazos en momentos puntuales y siempre acertados, también. Unos abrazos de amiga pero también de madre. Porque Ana era algo así como una madre para muchos de nosotros. Son tantas las horas que pasamos juntos, tantos los episodios duros, que al final muchas veces necesitas más un abrazo o un detalle como salvavidas en esta nunca reconocida profesión del periodismo.
Ese contacto físico con Ana nos fue arrebatado hace años. Nos arrebataron sus abrazos presencialmente, pero siguieron sus mensajes, los audios, las llamadas, el envío de fotografías, sus consejos. Canales que fueron alternativos para las confesiones y que intentaban suplir esa presencia física, ese calor, ese abrazo, esa manchada con churros del ‘Quijote’ o esa media con mantequilla del ‘Terminus’.
Canales alternativos que venían a sustituir esas tantas miradas hacia el ordenador de Ana al que muchos acudían solo para hablar. Era como una de esas paradas obligadas para las confesiones, para los comentarios, para todo.
Prefiero quedarme con los buenos recuerdos de lo que fue Ana para todos nosotros, prefiero quedarme con esa fortuna compartida por muchos de haberla tratado, de haber aprendido muchas cosas de ella y de tenerla para siempre en estas paredes que conforman El Faro de Ceuta.
De recordar sus risas, sus comentarios, sus confidencias, aquellas portadas que maquetaba, sus recortes, su capacidad de aprender de forma autodidacta, sus iniciativas, aquella alegría que tuvo cuando supo de la llegada de Maribel a Ceuta y salió del despacho del jefe compartiéndola con todos, de sus famosos ‘pastelitos’ cada vez que había que celebrar algo, de su manera de disfrutar de la vida, de sus niñas, de sus seres queridos.
Ana era todo eso y más. Ana dejaba marca. Ana era luz. Nos queda ella, su recuerdo, pero duele mucho.
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