Sociedad

Amor, honor y gloria a La Legión

Arribó a Ceuta pocos meses después de haber sido creado el nuevo Tercio de Extranjeros por su fundador el Teniente Coronel Millán Astray. Fue desembarcado por lanchones de la Compañía de Mar en el pequeño y antiguo puerto pesquero, ya que el moderno y verdadero estaba por entonces en construcción. Ojeó a su alrededor buscando a alguien que le indicara lo que venía buscando y viendo cerca una pareja de guardias del ‘fijo’ a ellos se dirigió; dejando a su lado la rica maleta de cuero que portaba como único equipaje, les solicitó que le informasen donde podría encontrar las oficinas de reclutamiento de ese ejército. Éstos, después de señalarle el cercano puente, que desde este improvisado muelle se veía cercano, de igual manera le indicaron una estrecha calle que se encontraba detrás de unos antiguos muros y que le llevaría muy cerca del cuartel que buscaba. Cosa que consiguió después de preguntar una vez mas a un viandante.

Mareado aún por la mala travesía, por un mar agitado e incómodo, en el barco que lo había traído desde Algeciras, se encontró a las puertas de un edificio de dos plantas donde, en su frontispicio se leía en relieve ‘Cuartel del Rey’. Dejando de lado dos pequeños jardincitos que adornaban un estrecho paso, se dirigió a la gran puerta de este cuartel guardada por una garita de madera, pero inmediatamente fue parado por un centinela que allí guardaba la referida entrada. Sabido este centinela de su intención de alistarse, llamó al cabo de guardia y éste lo introdujo en un zaguán empedrado de guijarros, mandándole se sentase en un rústico banco que allí había mientras él trasmitía a sus superiores las intenciones aludidas por este joven. Mientras esperaba la orden de paso, se fijó que el zaguán daba a una gran patio, dos escaleras, a derecha y a izquierda, daban subida al piso superior, una puerta daba paso al puesto de guarda y varias ventanas recibían la luz a esta amplia antesala. Pasado uno minutos, fue llamado e introducido en una reducida oficina donde un oficial y un escribiente, después de escrutarlo de arriba a abajo recibió la orden de tomar nuevamente asiento en una destartalada silla.

Aquel instante no lo olvidaría jamás. Recordaba cómo le pidieron su filiación completa aunque informándole que su identidad poco importaba para su deseo en pertenecer al cuerpo de voluntarios que se había creado no hacía muchos meses. El oficial no dejaba de observarlo y, siendo ya ducho, se fijó en la rica maleta que portaba el nuevo recluta calificándole de hombre culto y de buenos modales. Pese a sus rasgos duros y serios que le hizo pensar que aquel joven huía de algún pasado que le atormentaba como era normal en algunos reclutas ya incorporados. Una vez que el joven se identificó como Enrique M.S. le hicieron pasar a otra pequeña habitación contigua donde recibió el vestuario del nuevo cuerpo y un librito con el ‘Credo legionario’; y, seguidamente, fue invitado a seguir a un número que le acompañó a los distintos apartamentos del cuartel para que lo conocieses.

Resuelto los trámites pertinentes, empezó la nueva vida para el nuevo recluta al que, desde aquel mismo instante se le conocería como simplemente Enrique.

A lo largo de dos intensos meses, todas las noches, caía rendido por el rudo trabajo al que jamás había estado acostumbrado, sin embargo nunca rechazó las duras pruebas a que le sometían y, aunque su instrucción fue tanto de día como de noche, con lluvia o sol, fue endureciendo su cuerpo y su mente. Dada su rectitud y buen comportamiento, pronto fue apreciado por sus mandos y camaradas, aunque sobre éstos siempre procuró guardar las distancias en lo posible ya que dentro de este grupo de hombres los había de todas las especies, condiciones, nacionalidades y razas, incluidos ladrones, criminales y gentes de mal vivir.

Nadie esperaba que, a los pocos días del tercer mes de su llegada y mientras la tropa se encontraba comiendo el rancho, les comunicaran que el propio fundador del tercio, el Teniente Coronel Millán Astray, los visitaría después de la jura de bandera tras lo cal les pondría en conocimiento del día en que deberían partir para reforzar los distintos cuerpos que soportaban el peso de la guerra y la pacificación del norte de Marruecos. Nadie en el cuartel dudaba que esta visita marcaría el próximo futuro pues, hombres ya fortalecidos por el credo legionario y por la constante preparación, sólo deseaban participar en aquella guerra que a pocos kilómetros se desarrollaba, y de la que sólo tenía noticias por los múltiples heridos que a diario eran atendidos en el hospital central, allá en la Calle Real y frente a una pequeña plazoleta.

Enrique había conocido, de entres sus camaradas, a un compañero que escogió como amigo debido a su parecido carácter, por lo que se hicieron indispensables en esa ruda vida cuartelera.

Solían visitar una destartalada tasca con el nombre de ‘El Trompeta’, llamada así porque su propietario había sido un antiguo soldado mutilado y con su retiro montó este negocio en la plaza de África, donde cierto día, sentados frente a frente el uno del otro pidieron una jarra de buen vino que prontamente no sólo aturdió sus mentes sino que dio riendas sueltas a sus propias historias hasta entonces retenidas.

Luis, como así se llamaba este camarada y amigo, fue el primero, entre maldiciones, en desahogar su contenida conciencia. Había sido un feliz comerciante que dejó su pueblo para trasladarse a la capital y allá no sólo prosperaron sus negocios, sino que empezaron también sus calaveradas. Su gran fortuna y clientela fue menguando poco a poco según pasaban los años y, encontrándose un día con numerosas deudas a las que no podía hacer frente, decidió, ante la vergüenza de su fracaso, no regresar ni a su pueblo. En todos aquellos años, no había siquiera visitado a sus padres y por ello decidió alistarse a este cuerpo de extranjeros para no caer en los brazos de aquellos y tener que confesarles la mala vida que hasta entonces había llevado y el deshonor que a ellos le causaría ver a su hijo arruinado. Seguidamente fue Enrique el que habló reflejando en su semblante toda la tristeza que sus recuerdos le traían. Así que empezó su triste historia:

Dijo ser hijo único de una familia noble de Madrid, con entrada a palacio y banquetes de la alta sociedad. Su educación fue fruto de los distintos colegios y academias en los que sus progenitores le obligaron a estudiar. Un día, en uno de esos ágapes a los que la familia era invitada, fue presentado ante un senador y su esposa. Ésta era una criatura sumamente bella y mucho más joven que su marido. Sus dulces pero tristes ojos era de una claridad turquesa que evitaron en todo momento la mirada abierta y franca de Enrique. Sus cabellos castaños, algo ondulados, caían en cascada sobre sus desnudos hombros que, con un vestido negro de escote redondo, dejaban adivinar un firme y voluptuoso busto. Enrique se enamoró inmediatamente de aquel ángel. Contó como los sueños de aquella noche fueron inquietantes y tormentosos y que, al amanecer, se echó a la calle para indagar dónde vivía tan hermosa mujer e intentar conocer cómo se desarrollaba su vida. Por ello supo que María, que así se llamaba aquella joven mujer, tenía por costumbre salir a pasear a diario acompañada por una doncella por el paso de Recoletos, lo que llevó a Enrique a presentarse al siguiente día haciéndose el encontradizo con María y cómo, al momento, Enrique se dio cuenta que esta belleza era difícil de abordar, y no precisamente por los deseos de mantener con un conocido una amistosa charla, sino por algún temor que reflejaba su mirada y que le prohibía este placer. No obstante por ello y aunque siempre con los demostrados recelos, Enrique no dejó de prodigar sus matutinos paseos y encuentros ocasionales, pudieron ambos jóvenes disfrutar de nas cortas palabras; y como, de esta manera, fue creciendo una regular amistad entre ellos.

Enrique, con la mirada fija en el recuerdo, no cesaba de pensar y, después de un largo paso ocurrió que cierta mañana, sentados en uno de los bancos del citado lugar y acompañados de la habitual doncella, se aventuró a interrogar más íntimamente a María y ella, al comprender descubierta la tristeza que reflejaba en su rostro, se atrevió a contar entre lágrimas su triste vivir.

Era hija de una acomodada familia rural, fue criada en un feliz hogar visitando muy de tarde en tarde Madrid por los negocios de su padre. Todos en casa preferían la tranquilidad y el sosiego del pueblo donde vivían. Una tarde, su padre, que la amaba apasionadamente, le refirió que había contraído numerosas deudas por una mala cosecha y que prontamente tendría que hacer frente a ellas si no quería ser deshonrado y quizás rozar la ruina de toda la familia; que el usurero en quien confió le había propuesto zanjar todos sus débitos si se le permitía entrar en la familia autorizándole toma por esposa a María a quien había conocido en uno de los viajes a Madrid y que, aunque sabedor de la gran diferencia de edad que existía entre ambos, él confiaba que, con el lujo que la rodearía, María sabría asumir esta diferencia, máxime cuando la colmase de cuantos caprichos tuvieses además de lo admirada que sería dentro del círculo de amistades en el que, como senador, acostumbraba a moverse; además de que no sería de extrañar que en las próximas elecciones nacionales le propusiesen para desempeñar un puesto en el mismo gobierno de la nación.

Con gran horror escuchó María la propuesta que le había dicho su padre y, arrojándose a sus brazo y llorando ambos, consintió María en sacrificar su juventud y entregarse a aquel hombre que no conocía, antes que pasar por el dolor de ver a sus padres en la miseria,

La boda fue cuestión de días pues así lo había acordado el miserable usurero comenzando así para María una prisión de cristal ya que su esposo la tenía retenida en el amplio palacete de su propiedad, en el paseo del Prado, y vigilada por aquella doncella que la acompañaba en sus salidas, aunque puntualizó que con su dulce proceder se había ganado el afecto de esta alcahueta y nada temía de ella.

Enrique se quedó aturdido ante todo lo que María le refería y aprovechó ese triste momento para infundirle ánimos y declararle su admiración y su amor. María no supo qué contestar por esta confesión pero un rubor que coloreó más intensamente su bello rostro la delató y, abriendo su corazón, le confesó que desde el instante que lo conoció no dejó de recordarlo ni un instante. Pasados unos momentos, ambos decidieron despedirse aunque sus miradas demostraban todo el deseo y el amor que entre ellos había nacido.

Pasó algún tiempo y, pese a que Enrique no dejó de acudir a diario al Paseo de Recoletos, María no apareció. La zozobra le atormentó durante todos esos días temiendo que María había tomado la decisión de no volver a verle, pero, sin embargo, una tarde cuando leía ‘El Sol’, tranquilamente en su gabinete, uno de los criados de la casa, llamando discretamente a su puerta, le entregó un sobre que había sido traído por una criada desde el palacete de su Señoría el Senador García Román para ser entregado en propia mano a Enrique. Éste bajó las piernas que tenía apoyadas en un taburete para su mayor comodidad y, algo inquieto y temeroso, abrió la misiva, era de María, solo contenía una escueta nota con un día, una hora y las señas de una calle a la que daba una de las puertas traseras del palacete del senador y que solo servia como entrada de sirvientes y las viandas que mensualmente llegaban de un cercano mercado,

Llegó el ansiado momento. Eran las diez de un claro y luminoso día cuando Enrique, como si de un furtivo se tratase, traspasó la verja del circundado palacete y se dirigió a la puerta precisa que al instante se abrió apareciendo la ya conocida doncella acompañante de María quien le condujo hasta un gabinete espléndidamente adornado con jarrones chinos, cornucopias y grandes espejos de lujosos marcos dorados que servían para dar más luz y claridad a aquel saloncito, aunque, en aquel momento, unas gruesas cortinas de terciopelo rojo tapaban un ventanal que daba al cuidado jardín que presidía la entrada del palacete, una gran alfombra de deliciosos arabescos tapaban el suelo y los muebles, de estilo Luis XI, llenaban aquel aposento rematado con una gran lámpara de cristal de roca que multiplicaba los mil colores de los pocos y sutiles rayos que, pese a las cortinas, se filtraban por pequeños resquicios.

María, que le esperaba sentada en uno de los sillones del tresillo, se levantó algo turbada y extendió su mano hacia Enrique quien la tomó entre las suyas, la besó apasionadamente y, mientras la doncella salía del aposento, ambos enamorados se sentaron juntos en el sofá.

María, ruborizada por aquel premeditado encuentro, se echó en los brazos de Enrique y, entre sollozos incontrolados, le contó lo infeliz que era en su matrimonio motivo por el que había dado tan arriesgado paso, a pesar del temor que le causaba su marido. Ambos amantes se prodigaron caricias y ardorosos besos prometiendo verse una vez más con la complicidad de la doncella de María. Así transcurrieron los días mientras los amantes consumieron los deseos y amores de sus jóvenes corazones.

Un día, estando ambos enamorados en el aposento privado de María, como ya era habitual, repentinamente se abrió la puerta y apareció el senador que aquel día había regresado del Senado antes de la hora acostumbrada debido a una ligera indisposición. Una palidez cadavérica se apoderó de su rostro y, dirigiéndose a Enrique sin soltar el pomo de la puerta, le miró con una fría mirada le invitó a que abandonase la alcoba, no sin antes notificarle que al siguiente día recibiría la visita de su escogido padrino para discutir los pormenores y zanjar esta grave afrenta en el ‘campo de honor’. Seguidamente se retiró cerrando tras de sí bruscamente la puerta.

María, abrazada a Enrique, rompió en amargo llanto y Enrique, besándola apasionadamente y tranquilizándola, salió rápidamente por los pasillos que tan familiarmente conocía y entristecido al pensar en el futuro que tendría su bella amada.

Aquella noche, el insomnio se apoderó de Enrique, y , desde la calle, iluminada por el resplandor de un pequeño quinqué, se veía la ventana de su aposento con las sombras que proyectaba el ir y venir del atormentado amante.

Al día siguiente, apenado e impaciente por no tener noticias de María, recibió la visita del esperado padrino de su rival quien, sin mediar más presentación, le notificó que el encuentro se realizaría a las 08 h. de la mañana del venidero día, en un pequeño bosque de los alrededores de  Madrid, ya célebre por los rumores de duelos que allí se celebraban, y que el duelo sería a pistola pues así lo había elegido el ofendido Senador, así como que el reto sería la muerte. Retirándose este individuo y pasados unos minutos, se presentó la doncella de María que le entregó una nota manuscrita y un retrato además de indicarle que esta sería la última vez que le vería pues había sido despedida del servicio del Senador. Enrique leyó la carta varias veces, en ella María le comunicaba que, después de una tormentosa disputa con su esposo, saldría ara la casa de sus padres abandonando así a su marido y cuantas riquezas éste le había colmado y que allí le esperaría siempre pues, pese a su infidelidad, se sentía dichosa de volver nuevamente con los suyos y continuar viviendo en la placidez que tan mezquinamente el Senador le había arrebatado, le añadía que dejara pasar algún tiempo antes de su desead encuentro y, para que no la olvidase y siempre la tuviese con él, le adjuntaba una fotografía. María finalizaba la carta rogándole que no asistiese al duelo con el Senador y dejase Madrid por algún tiempo hasta que la chismosa sociedad olvidase lo ocurrido.

La educación recibida y el carácter de Enrique no le permitía pasar por un cobarde y dejar entredicho su honor y el de sus padres que nada sabían de los amores y actos de su hijo. Por ello, salió sin más demora en busca de un tío suyo hermano de su padre, y, después de narrarle todo lo ocurrido, le pidió que fuese su representante en el reto. Este caballero, que amaba en gran extremo a Enrique y no sin su pesar, consintió en lo que le pedía su sobrino prometiéndoles que a la hora señalada estaría ene l sitio convenido. Y resuelto el apadrinamiento, Enrique volvió a su casa acordando con el chófer de la familia que tuviese dispuesto el automóvil media hora antes de las 08 h. del siguiente día y exigiéndole además que mantuviese la boca cerrada so pena de despido.

Amaneció el nuevo día y Enrique se dirigió al garaje donde le esperaba, como así había dispuesto, el automóvil listo y el chofer. Durante el trayecto del viaje, Enrique informó al chofer que se dirigían a un duelo y que, si a él le pasara algo irremediable, llevase su cuerpo a sus padres y que su tío ya les comunicaría los motivos de dicho desenlace. Llegaron al lugar acordado cuando ya lo esperaban el Senador y ambos padrinos; inmediatamente se llevó la ceremonia, eligieron las pistolas acordaron las normas y, poniéndose de espaladas, el uno contra el otro, los padrinos contaron los pasos convenidos y se dispararon ambos combatientes al unísono. Cayó el Senador de un certero balazo en el pecho y Enrique, con la marcada palidez propia de las circunstancias, dejó en manos del padrino del Senador los trámites para la retirada del cadáver de su oponente y, con su tío, partieron hacia su casa.

Durante el camino, el tío de Enrique, con el gran cariño que siempre demostraba, le aconsejó que se marchase de Madrid ya que la noticia correría como la pólvora y sin duda el diario ‘El Sol’ no dejaría de noticiar la muerte del Senador y las circunstancias que la rodearon, cosa que podría llevar a Enrique entre rejas al estar prohibidos los duelos; además le prometió que contaría a sus padres todo lo ocurrido y el motivo de su precipitada marcha de Madrid. Enrique, que no había dicho ni una sola palabra durante todo el recorrido, le agradeció sus consejos y se sinceró al comentarle que la actitud del Senador le había dado la fuerza para afrontar los acontecimiento y la puntería necesaria para zanjar el asunto por la canallada que había hecho con la familia de María.

Tío y sobrino, después de que Enrique recogieses los útiles necesarios para el caso, colocándolo apropiadamente en una lujosa maleta y dando gracias a Dios que sus padres continuasen aún descansando, se dirigieron a la estación de ferrocarril y, sin deparar en el destino que llevaba, montó en el primero que partía; en él, después de abrazar a su tío, que lloroso le recomendó prudencia, le pidió que escribiese para darle cuenta de su destino y sus actos y le preguntó si había tenido la precaución de coger dinero suficiente para sus primeros gastos; cosa que le confirmó Enrique. Partió el ferrocarril con estruendoso pitido sin que Enrique, asomado a la ventana de su departamento, dejara de saludar a su tío hasta que la primera curva de los raíles los ocultó.

Enrique se asomó mientra su pensamiento no dejaba de repasar los hechos acontecidos en los dos últimos días así como en qué futuro le esperaría. Casualmente frente a él se encontraba un caballero leyendo ‘El Sol’ de la mañana, cuando fijo su mirada en un llamativo anuncio llamando a alistarse a la Legión Extranjera. Este anuncio le animó a rogar al lector que, una vez terminada su lectura, le permitiese ojear aquellas páginas y leer aquel anuncio que había llamado su atención. A los pocos minutos tenía el periódico en sus manos y pudo leer detenidamente lo que tan inesperadamente había llamado su atención. Una vez satisfecha su curiosidad, devolvió a us compañero de viaje el periódico pensando en dirigirse a la plaza española de Ceuta en África y allí alistarse en aquel recientemente creado cuerpo para así dejar pasar el tiempo como le había pedido María.

Enrique terminó de confesar la historia que le había llevado hasta aquella ciudad a su compañero y amigo Luis quien, sin parpadear y bajo los vapores etílicos, lo había escuchado en silencio. Y, como ya era algo tarde, ambos amigos decidieron volver al cercano cuartel en silencio.

Al salir sintieron la humedad de la tarde que les benefició ante el ambiente de humo, charla y acaloramiento que había experimentados dentro de aquel figón, ‘El Trompeta’, se alejaron de la tasca regresando por las estrechas callejuelas puesto que al día siguiente se les había anunciado la llegada al cuartel de Millán Astray.

Después de diana con el aseo y el rancho matinal, a todos los componentes del cuartel se les ordenó que formasen en el pequeño patio con la dotación completa ya que de un momento a otro llegaría el fundador como se les había comunicado. Millán Astray venía del cercano Dar-Riffien al haber estado unos días en aquella posición revisando las obras de un gran campamento, futuro cuartel para el Tercio de Extranjeros, dada la poca capacidad que había en el que ahora se encontraban.. Pasada una media hora, se escuchó, en el silencio de la formación, el cornetín de mando anunciando la presencia del esperado personaje. Acompañado por un grupo de oficiales, entró Millán Astray en el patio y, y saludando a los mandos y a la bandera, se dirigió a un atril que para este acto se había erigido. Este varón era de porte espigado, pelo lacio y de mandíbulas algo marcadas, tenia un paso firme e inquieto pero sus ojos eran fríos y escrutadores. Posando su mirada en cuantos legionarios lo rodeaban, se dirigió a ellos con voz ronca y les pidió a todos que no olvidaran nunca el creo Legionario que en su alistamiento se les había entregado puesto que éste era la esencia de aquel joven cuerpo militar. De igual manera, les recordó que tanto el trabajo como los castigos serían duros pues allí solo se pedían hombres dispuestos a todos, que, aunque muchos eran ajenos a esta patria llamada España y le era imposible pedirles que la amaran, si les exigirían que la respetasen, que, aunque la bandera nacional les era desconocida para la mayoría de ellos, habían firmado y comprometido su honor en defenderla; en resumen, que allí habían llegado voluntariamente para sacrificarse, para entregarse y para demostrar un valor que él suponía los llenaría de gloria y, cuando oyesen el grito de “A mi, La Legión”, acudiesen en defensa, con o sin razón, de quien con este grito los llamasen. Terminada esa arenga, se despidió dando un grito de “¡Viva España!” y otro de “¡Viva la Legión!”, abandonando el cuartel no si antes ordenar que toda la tropa estuviese preparada, material y hombres, para partir al blocao de Kudia Tayfor a unos veinte kilómetros de Ceuta, aunque antes descansarían en Dar Riffien para dejar parte de aquel material y algunos hombres.

Efectivamente, nada más despuntar el día siguiente, una reata de mulos transportando cargas de municiones, armamento pesado y otras avituallas del ejército, eran seguidos por los legionarios y, cerrando este convoy dos camionetas con pesados cañones y una ambulancia. Tardaron más de tres horas en llegar a lo que sería más tarde el principal cuartel de Dar Riffien, encontrándose allí un abigarrado grupo de hombres, civiles y militares entregados a la construcción de barracones, cuadras, polvorines, oficinas, dormitorios y una gran explanada que serviría para el adiestramiento de más personal pes el alistamiento de voluntarios no dejaba de aumentar y el cuartel de Ceuta se había quedado insuficiente para ello.

Pasados un par de horas, que dieron para descansar, los que tenían que partir para Kudia Tayfor, divididos en compañías, Enrique y Luis coincidieron en una de ellas, continuando el convoy para llegar después de casi ocho horas de fatigosa marcha.

Este reducto estaba en una pequeña altura cercana a Cabo negro. A sus pies, a un lado, se encontraba un pequeño aduar llamado Rincón de M-DIK, a orillas del mar, y por el otro, una especie de vega que llegaba hasta otro cercano aduar junto al río Martil; y cerca de las alturas de Tetuán, unas elevadas y lejanas montañas circundaban este estratégico lugar. La vista desde esta altura era impresionante, por ello el enemigo reiteraba sus ataques para tomar el ‘blocao’ que tanto daño les hacía. Difícilmente el convoy de la Legión hubiera podido pasar por entre el cerco al que los lugareños lo tenían sometido de no haber sido por aquella noche sin luna, aunque estrellada, que hacía unas horas ya había caído en ese árido paraje.

El tiempo corría en est reducto entre esporádicos tiroteos y guardias constantes. Sin embargo un día los mandos recibieron, a través del heliógrafo de Ceuta que se vislumbraba desde estas alturas, la orden de dar un severo escarmiento y despejar las laderas de esta cota y llegar más allá del Estado mayor del enemigo, situado en un cercano valle, consistente en unas chozas de piedras y palmas por techo, pues, de prolongarse este cerco, podría traer resultados imprevisibles ya que el número de heridos era preocupante.

Bien pertrechados, a la salida del Sol del día siguiente, una enorme masa de hombres asaltaron cada roca, acostumbrados a lanzarlos en el fragor de la batalla, ensordecía los sentidos de los atacantes y atacados. Entre este despliegue de tropa, se encontraban Enrique y Luis. En una de las tantas descargas, Luis vio como Enrique caía desplomado, corrió de inmediato hacia él viendo cómo éste tenía un balazo en el pecho. luis se dio inmediatamente cuenta de la gravedad de la herida y, dejando a un lado su fusil se agachó a socorrer a su amigo y camarada, incorporándolo un poco, le conminó a que aguardase ya que no tardarían los camilleros en auxiliarle. Enrique cogió a su amigo por un brazo cuando éste se iba a reincorporar a la acción y, con un leve susurro que demostraba la poca vida que le quedaba, le dijo que cogiese, de uno de sus bolsillos, unas cartas entre las que se encontraba aquella de la que aquel día le habló y la foto de la bella mujer, María, para que las hiciese llegar a su tío en Madrid. Luis hizo cuanto le ordenó su malherido amigo y, guardando todos estos documentos, fue a darle al amigo caído un último abrazo pero éste ya era cadáver. Con un gran nudo en su garganta, lanzando un desgarrado grito cogió de nuevo el fusil y se incorporó a la lucha ciego de furor e ira, disparando contra todo aquello que se movía a su lado hasta que, fatigado y cansado de tanta muerte y sangre, oyó la llamada de retirada que emitía el corneta decidiendo de mala gana regresar a la cota. Allí se encontró que ya había sido retirados, por la Cruz Roja del campamento, todos sus camaradas heridos y muertos.

Aquella misma tarde, después de que Luis fuese a la caseta de campaña donde envueltos en una bandera yacían Enrique y cuatro compañeros más, por última vez abarazó a su inseparable amigo. Toda la tropa se preparó seguidamente para asiastir antes de la noche al enterramiento de estos héroes. Todos formados, después de arriada la bandera y abierta la fosa común que recogería los cuerpos de aquellos valientes soldados, el capellán castrense procedió a rezar un responso.

Desde el cercano mar, el Sol anaranjado se iba ocultando tras el limpio horizonte, arrastrando con él un nueva y estrellada noche, y una brisa empezaba a refrescar aquellas estériles tierras africanas. Luis, no pudiendo contener sus lágrimas y sin dejar su rígida postura, escuchaba el murmullo de los rezos y el batir de la tierra al caer sobre la abierta timba y como transportado por aquella brisa creyó oir esta canción:

Nadie en el Tercio sabía

quién era aquel legionario

tan audaz y temerario

que a la Legión se alistó.

Naide sabía su historia,

más la LEegión suponía

que un gran dolor le mordía

como unn lobo, el corazón

Más si algunoquien era le preguntaba

con dolor y rudeza le contestaba:

Spy un hombre a quien la suerte

hirió con zarpa de fiera;

soy un novio de la muerte

que va a unirse en lazo fuerte

con tal leal compañera [...]

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