Cuentan que Forges, ese gran hacedor de inolvidables viñetas que nos ha dejado hace tan solo unos días, dibujó en cierta ocasión a una señora que comparecía ante un funcionario, el cual le preguntaba: “¿Profesión?”, a lo que ella, más o menos, respondía así: “Limpiadora, planchadora, cocinera, costurera, niñera, educadora, enfermera, administradora, contable, socióloga, psicóloga…”, y como el hombrecillo la cortara, diciendo “¡Jo!”, la señora resumía: “Bueno, pues ponga simplemente “ama de casa”.
Refiero lo anterior porque en esta colaboración pretendo romper una lanza a favor de aquellas abnegadas mujeres que dedicaron su vida y sus esfuerzos –y. sobre todo, a las que aún lo hacen- a esa labor continuada que exige el llevar adelante un hogar familiar.
Hay ahora muchas personas que piensan que ser ama de casa es algo improductivo, retrógrado y deleznable, como si la mujer no pudiera realizarse como tal cuando decide trabajar “full time” en el cuidado de su casa y de su familia. A principios del siglo XX regía con toda su fuerza la antigua sociedad patriarcal. Por aquel entonces se educaba a las mujeres pura y simplemente para casarse.
Aprendían –pocas- a leer, a escribir y las cuatro reglas aritméticas, e inmediatamente pasaban a bordar, hacer punto y crochet, coser y saber algo de cocina, a la espera de un novio, preferentemente un “buen partido”. Si llegaban a casarse –su meta- pasaban, “ipso facto”, a obedecer a sus maridos, a ser amas de casa y a criar hijos, generalmente numerosos.
Muy pocas, poquísimas, llegaban a cursar el bachillerato, y aún menos a estudiar una carrera universitaria. Ni siquiera tenían derecho al voto, algo que consiguieron, no sin trabajo, durante la II República. Poco a poco, tras la Guerra civil, y a pesar de que el “régimen” trató inicialmente de mantener la aludida sociedad patriarcal, formando a la mujer simplemente con vistas al matrimonio y a la maternidad, poco a poco fue creciendo el número de las que estudiaban y llegaban a la Universidad. En 1952, cuando cursé el primer año de la carrera de Derecho, allá en la vieja Facultad sevillana, éramos alrededor de cien alumnos, de ellos solo cuatro chicas.
Pocas, pero ya se iba avanzando. Todo ha evolucionado, hasta el punto de que hoy hay más mujeres que hombres estudiando carreras universitarias y, según dicen, sacando mejores notas que ellos.
Sin lugar a dudas. la situación ha evolucionado y esa igualdad que tanto se viene pidiendo –y muchas veces exigiendo- va lográndose a marchas forzadas.
La mujer se ha liberado de muchos tabúes y ha llegado a ocupar puestos que no hace mucho eran privativos de los hombres. Nunca estaré en contra, si bien agradezco al Creador que nos haya hecho morfológicamente distintos, con todo lo que ello conlleva.
Pienso en mi madre, educada a principios del siglo XX en una familia acomodada para ser, más que ama, gobernante de un hogar con al menos dos empleadas a tiempo completo, y también en mi hermana, formada para ser ama de casa tras la Guerra civil, en la época inicial del “régimen”, cuando más fuerte era su concepto del destino de la mujer como ama de casa y madre.
Me consta que, en la actualidad, hay salarios que resultan insuficientes para llevar adelante un hogar, sobre todo si hay uno, o cuando más, dos hijos, pues bien raro es encontrar ya familias numerosas, por cuanto, desde aquel bíblico “Creced y multiplicaos” en Occidente se está evolucionando peligrosamente a un “disminuid y restaos”.
Y como un corto sueldo no llega, pues han de trabajan ella y él, lo que dificulta en la práctica que la mujer ejerza como ama de casa.
Los niños, a la guardería o al colegio, y que los abuelos se encarguen de llevarlos, recogerlos y distraerlos. Como mucho, una asistenta que va una o dos veces a la semana. Pero, pese a todo, sigue habiendo aún amas de casa, y no solamente en las clases altas.
También hay muchísimas madres humildes que dedican su tiempo al cuidado del hogar, hacer la comida y educar al hijo o a los hijos.
Incluso hay bastantes amas de casa que logran contribuir con un sueldo a las necesidades de la familia sin salir del hogar, pues en esta época va habiendo más trabajos que se realizan desde la propia casa y sin tener que atenerse a un horario exigente, lo que les permite simultanearlos con sus habituales tareas domésticas.
En todo caso, y como resulta que el número de las amas de casa va decayendo paulatinamente, considero que esa digna ocupación está evolucionando hasta convertirse en una actividad en franco retroceso, y hasta perseguida,, por lo que, desde estas páginas, me permito solicitar que sea declarada en “peligro de extinción”, como el lince o el oso pardo, adoptándose al efecto las medidas oportunas a fin de que se declare oficialmente a las amas de casa como “especie protegida” y, en consecuencia, se dispongan las ayudas pertinentes a favor de las familias, tanto para lograr un necesario incremento en el índice de natalidad como para conseguir que las mujeres que así lo deseen se realicen en la honorable tarea de ser amas de casa y poder formar a sus hijos.
Y conste que he escrito “se realicen” con toda la intención del mundo, porque realizarse como mujer y ser ama de casa y madre no son, como algunas personas creen, conceptos antagónicos.
Nada impide que una mujer, en pleno uso de su libertad, decida dedicar su vida a crear una familia y cuidar de un hogar, poniendo todo su empeño en llevar la casa adelante y, si Dios se los da, tener hijos y educarlos.
Que no nos vengan con historias las feministas pasadas de rosca, que las hay, exigiendo que el hombre comparta, poco menos que por disposición legal, las tareas del hogar.
Todo ha cambiado y ya es normal que ayudemos. Yo mismo lo hago a veces, a pesar de estar chapado a la antigua. Jamás vi que lo hiciesen mi padre o mis abuelos. Ser ama de casa y, en consecuencia, llevar adelante todas esas profesiones de la viñeta de Forges a la que antes aludí, es algo que no denigra en absoluto a la mujer que ha decidido serlo. Al contrario, la ennoblece.