Se me ha ido el tiempo sin que le cogiera la matricula. No me pasó por encima, pero casi, porque cuando vine a darme cuenta estaba sentada – de nuevo- en el patio principal del Lara escuchando discursos de graduación, acompañada por decenas de desconocidos. Ya no transitamos el corrillo que Inma presidia con voluntad acérrima de hacer de Pinar Hondo un mejor colegio. Ya no nos reconocemos entre las madres sin que necesitemos a los hijos, porque estos espigados jovencitos en nada se parecen a los regorditos, a las marimandonas, a los peleones, ni a las brujas enanas. No sé quién le cortó (en tajo) el traje de lana que tanto tarde en hacer a mi hija Helena. No sé cuántas bofetadas se llevó mi hijo Guillermo a cuenta de sus compañeros, y no solo en las aulas y recreos. No sé cuántos buenos recuerdos -y malos- se me agolpan desordenados, hasta llegar a esta despedida tan bucólica y esquiva, con el poniente soplando a muerte y jovencitos riendo como si la vida no les hubiera dado su primer toque de que ella siempre será la que corte el bacalao.
Esperanza Mateos sigue igual, tan eternal como son los directores en su papel de directores, como el inigualable Juan Rosado en los maravillosos fines de curso a pie de la tarima que el profe de música -que ya no llevaba el ritmo de nada porque hacía años que lo había sustituido Begoña- se obstinaba en llevar de procesión hasta mitad del patio. Entonces sí que había una entrega de diplomas, unos niños comprometidos, unos paseos interminables desde la fila a la subida, que suerte que nadie se mató por esos tres escalones de madera que separaban a los viles mortales de los que se aupaban para trascender a secundaria.
"Hacía un poniente que tiraba de espaldas con niñas púberes que lucían de mujeres entaconadas y pollitos con cascarón en traje de chaqueta, uniformados"
Si les ha dado alguna vez por la antropología, verán que son ritos normales del paso del tiempo, de integración del clan y otras memeces . La verdad es que los niños nacen para amargarnos la vida, para hacer de nuestra ilusiones y esperanza, pozo ciego y algunas minúsculas veces para hacernos reír a carcajadas porque lo son todo. No es bipolaridad, sino realidad cotidiana de adolescencia y adolescentes, estudios y otros rosarios. Como les decía, el Lara- al menos para mí- se despedía a la callada. Lo hacía engalanado, festivo, con afluencia masiva y una buena añada de la que esperaremos sus frutos, convertidos en profesores, jefes de mantenimiento o directores. Esperaremos que les importen los alumnos, que se conviertan , no ya en Juan Rosado, ni en Nicanores , porque es harto improbable por la dificultad intrínseca de tanta excelencia, pero al menos sí en gente que valore la educación y el bienestar de la sociedad. A mí me quedará huella, no en este recuerdo último de tantos años, sino en los nombres de muchos que fueron decisivos como Javi, el profe de filosofía que tenía alma de poeta, Nicanor forever , master de mis cuatro hijos, o Feliciano que era modo dios. Daría muchos nombres y me dejaría gente fuera porque todos intentaron enseñar a unos discípulos en la peor edad por la mucha inconsciencia. Si se fijan, no es que los niños maduren ahora más tarde, sino que la sociedad entera está en pañales.
No estará de acuerdo Esperanza conmigo, porque les deseó que se cumplieran sus sueños como Jedis renovados. Soy más de ver los sables a los Dark Veider que frustran voluntades solo por el hecho de poder hacerlo. La vida es incombustible, diversa, incansable y muy dura. A los míos se lo recuerdo, porque es bueno que lo sepan. Los algodones nunca han hecho favor alguno a nadie, seguramente tampoco las espinas, salvo quizás para asegurarte dónde estás y quién eres. Me gustan los luchadores, los poetas, los pensantes, los discordantes y esta juventud que se nos va como arena entre los dedos. Hacía un poniente que tiraba de espaldas con niñas púberes que lucían de mujeres entaconadas y pollitos con cascarón en traje de chaqueta, uniformados. Esperanza me pareció más madre que nunca, más directora que siempre. Si lo piensan notarán la ternura de una madre que empuja a sus gorriones a que salten del nido pudiéndose despanzurrarse en el intento. Nunca reconoceré que me duele el alma.
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