Necesitamos calma. Ceuta vive en un estado de permanente ofuscación. La suma de una serie de fenómenos diversos coincidentes en el tiempo, ha inundado nuestro espacio público de crispación irracional que envenena preocupantemente la convivencia. El debate es bueno y saludable, entre otros motivos porque es la razón de ser de la democracia y de la cooperación entre los seres humanos.
Y puede (y debe) hacerse con la mayor intensidad posible. La pasión es la expresión emocional de las convicciones que cada cual anida como anhelo colectivo. El problema surge cuando se pierde la conexión entre la voz y la razón.
En ese momento, cualquier debate carece de sentido, porque es imposible que germine conclusión alguna. Cuando no somos capaces de hilvanar argumentos sustentados en la realidad objetiva, nos hemos instalado en un estado de barbarie alimentado por los instintos más primarios. A menudo disgregadores y violentos.
No se puede pensar atenazado por el miedo. Este estado de catatonia intelectual puede producirse de una manera casual o inducida por algún grupo social convencido de obtener ventajas o privilegios derivados. En cualquiera de los casos, se trata de un fracaso terrible. Esto no está pasando a los cutíes con el fenómeno de la presencia de menores extranjeros no acompañados en nuestra Ciudad.
Es difícil encontrar una explicación (racional) sobre las causas que nos han llevado a una situación muy próxima a la paranoia colectiva. Por la forma en que se trata este asunto, se diría que Ceuta ha sublimado sus recurrentes frustraciones en odio hacia un reducido grupo de jóvenes menores de edad en un estado de vulnerabilidad extrema.
Hemos conseguido (no sin esfuerzo y con notables y gloriosas aportaciones) crear una nueva categoría en el seno de la especie humana que es “el mena”, un individuo desagradecido y malvado por naturaleza, que lleva incrustada la delincuencia en su ADN, y cuyo único destino en la vida debe ser la reclusión perpetua en su propia miseria congénita.
“El mena” ya se ha quedado prendido en el imaginario colectivo como una fiera de la que tenemos que proteger a nuestros seres queridos ante un más que inminente y seguro ataque. Contagiados por un miedo recreado en nuestra mente a modo de realidad virtual, terminamos pidiendo a gritos que “alguien se los lleve, donde sea y como será, pero que podamos vivir tranquilos”.
A veces pienso que no estamos calibrando correctamente el efecto (demoledor) que este proceso se inoculación del odio hacia un semejante puede ocasionar en nuestra forma de vida cotidiana.
Cuando el odio arraiga en el corazón, no discrimina. Es preciso atajar de inmediato y de raíz este pernicioso desquiciamiento. Cometen un gran error quienes resten importancia a lo que está sucediendo, o quienes crean que es fácilmente reversible, o quienes consideren que pueden resultar beneficiarios, de algún modo, de esta situación.
Es necesario mantener un debate sereno, sincero, honesto y lo más participativo posible sobre la mejor manera de gestionar este fenómeno. Con sus lógicas discrepancias y divergencias; pero dentro de los límites de los principios constitucionales, el marco jurídico de aplicación y la realidad sociopolítica de Ceuta.
Con tranquilidad. Para ello sería conveniente empezar por destruir algunos tópicos (o prejuicios) que se utilizan con excesiva frecuencia y frivolidad, y que son altamente contaminantes. Uno. Quienes “defendemos a los mena” y por tanto tenemos (al parecer) una obligación moral de “llevárnoslos a nuestra Casa”, no negamos la existencia del problema y no pretendemos que este colectivo este exento de cumplir las normas. Los individuos que, a título individual y bajo su estricta e intransferible responsabilidad, infrinjan las normas deben asumir las sanciones previstas en los códigos de aplicación. Por su parte, resulta ocioso decir que atender adecuadamente a trescientos menores no acompañados supone un serio problema.
Que demanda un gran esfuerzo por parte de las administraciones competentes y un plus de comprensión por parte de la ciudadanía. Dos. Es imposible pretender que “no entren los mena”. Insistir en esta idea es fomentar la frustración. Ceuta tiene que asumir que este no es un fenómeno pasajero. Puede oscilar en su intensidad (como viene sucediendo desde aproximadamente mil novecientos noventa y cuatro); pero es consustancial con nuestra realidad.
En Ceuta “entran” diariamente miles de personas que cuidan a nuestras personas mayores; o nos cocinan y limpian la casa, o nos hacen las obras y arreglos en las viviendas; todo ello a un precio más que asequible, y de manera ilegal en la inmensa mayoría de los casos (basta con ver las cifras de alta en la seguridad social).
Exactamente igual (por el mismo sitio y con idéntico procedimiento) “entran” menores con la intención de vivir mejor, en Ceuta, o en otros lugares de España. Impedir que entren menores en Ceuta es relativamente sencillo, si se cierra la frontera herméticamente para todos, algo que es, actualmente, impensable. Mientras esto no ocurra, no podemos actuar desde una repugnante hipocresía seleccionando interesadamente la permisividad ante las ilegalidades (las que nos “benefician” se silencian, y contra las que nos “perjudican” se vocifera).
Tres. Los menores no se pueden devolver a su país. Decir esto a la ciudadanía, directa o indirectamente (“donde mejor están es con su familia”) es alimentar falsas expectativas conducentes, siempre, a más frustración. Las leyes españolas, en consonancia con los tratados internacionales suscritos por los países democráticos, se fundamentan en el principio de considerar la “protección del menor” como un bien jurídico supremo.
Es un gran avance de la humanidad que no debe retroceder bajo ningún concepto. Debemos sentirnos orgullosos de nuestro ordenamiento jurídico en esta materia (eso también es patriotismo).
Según nuestra ley sólo es posible la “entrega” de un menor no acompañado en el caso de que esté garantizada, directamente o a través de la institución nacional competente, la recepción por parte de sus tutores legales. La dificultad de implementar este proceso, en la práctica, lo convierte, en el caso de Marruecos, en inviable. No se pueden “poner a los menores en la frontera” y desentenderse de su futuro.
Esto es ilegal. Y no podemos llenarnos la boca un día sí y otro también, apelando al “imperio de ley”, y en esta ocasión, obviarla flagrantemente. Pero es que además, en el improbable caso de que Marruecos quisiera articular los mecanismos necesarios para aceptar a los menores con las garantías exigidas por la ley, queda salvar el obstáculo político que las tesis anexionistas imponen en todo lo relacionado con Ceuta.
Marruecos considera que los menores que están en Ceuta “no están en el extranjero” y huelga cualquier tipo de actuación con ellos. De lo expuesto hasta ahora podemos extraer una primera conclusión muy simple: debemos asumir la presencia de menores extranjeros no acompañados procedentes de Marruecos en Ceuta como algo natural e inevitable, Y donde debemos poner el afán es en gestionarlo con la mayor eficacia posible, y eso significa acompañar a los menores en el desarrollo de sus potencialidades hacia una vida plena.
Es cierto que la prestación de los servicios que deben disfrutar estas personas supone un coste económico considerable. Como todo. Esa es la esencia de la democracia. Todos contribuimos en la medida de nuestras posibilidades para dar solución a los problemas con lo que nos tenemos que enfrentar. Este es uno de ellos, sin duda. Otra cuestión es dilucidar quién y cómo debe financiar estos servicios. Pero esta sí que es una discusión menor que se debe sustanciar en el ámbito institucional.
Para terminar, apuntaremos algunas ideas sobre cómo proceder. Como premisa es preciso hacer hincapié en que nunca debemos perder de vista la dimensión pedagógica de la política de menores. Las acciones emprendidas y las soluciones arbitradas nunca pueden ser únicas ni homogéneas. Cada persona “es un mundo”, y por eso estamos antes un trabajo de cirugía A cada persona, su solución. El primer paso es contar con las infraestructuras adecuadas.
Desde los servicios técnicos de menores se viene reclamando (hasta ahora sin éxito) la existencia de dos centros diferenciados: una residencia para los que han regularizado su vida aquí; y otro de primera acogida para albergar a los recién llegados. Son realidades diametralmente diferentes.
El segundo objetivo es contar con plantillas de profesionales suficientemente dotadas y con equipos de intervención específicos, a ser posible expertos en programas de modificación de conducta, para lograr la integración de los más reacios a aceptar su ingreso en los centros (aquellos que buscan colarse en los vehículos a la desesperada). Tercero.
Disponer de un proyecto educativo ambicioso capaz de ofrecer alternativas formativas, tanto en la enseñanza reglada como en programas complementarios, ajustados a las heterogéneas necesidades del colectivo. Cuarto. Es preciso ampliar y diversificar los conciertos para el traslado de menores a centros de la península, una medida de gran eficacia (probada) en determinados casos.
Por último, sería conveniente promover los cambios legislativos oportunos para garantizar un futuro digno y estable a quienes alcancen la mayoría de edad y se encuentren perfectamente integrados, lo que abriría un nuevo horizonte mucho más estimulante a la hora de reconducir actitudes rebeldes. No, no se me ha olvidado, también habrá casos en los que sea obligado tomar medidas disciplinarias. Soluciones democráticas hay; mágicas, no.
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