El debate público es una actividad de riesgo en nuestra Ciudad. Si entendemos por debate la confrontación de ideas y opiniones sustentadas en argumentos racionales hilvanados por la lógica. Ceuta es el paraíso del prejuicio. Aquí todo el mundo tiene una opinión rotunda, excluyente y apriorística sobre cualquier hecho o fenómeno, que defiende fanáticamente y, habitualmente, preso de la ira. Pero cuando se desciende al terreno de la argumentación, se descubre una oquedad pavorosa. Impera la sinrazón, exageradamente extendida. Las “peleas” (que no debates) se desplazan siempre al ámbito de las emociones e instintos más primarios, en una singular competición, en la que lo más importante es recabar el mayor número de apoyos más allá de la consistencia intelectual y la coherencia de los planteamientos. La “búsqueda de la verdad”, motor histórico del pensamiento humano, en Ceuta, es una fruslería considerada irrisoria por la inmensa mayoría.
Este abrumador dominio del prejuicio sobre la razón, que secuestra el espacio público de opinión y nos ancla la “edad media”, tiene una explicación (que no una justificación). Los principales problemas sociales que afectan a Ceuta están muy vinculados a los sentimientos vitales más profundos. El racismo, la xenofobia y las secuelas del franquismo (reflejadas en un falso y patético espíritu patriótico), arraigados con mucha fuerza en nuestra sociedad, actúan como una especie de filtro axiomático que modela la opinión de la mayoría hasta el desquiciamiento.
Con este fenómeno venimos conviviendo desde hace décadas. El problema es que lejos de atenuarse, se ve cada vez más exacerbado. A ello han contribuido de manera decisiva las redes sociales. Decía un prestigioso pensador: “Las redes sociales se han convertido en un altavoz para descerebrados que siempre han existido, pero cuyas opiniones no pasaban del la barra del bar, y no dañaban a la colectividad” Este es un hecho irrefutable a la vista de los acontecimientos. La adhesión masiva a la sinrazón, termina construyendo “verdades” falsas que se instalan en el conjunto de un cuerpo social carente de los fusibles intelectuales que deberían servir para rechazar las opiniones sostenidas por las vísceras y no por la inteligencia.
Propongo una reflexión. Ahora que hemos recobrado la calma y la perspectiva. En plena apoteosis de la ira resultaba imposible. Hace unos meses, Ceuta hervía denunciando un clima de inseguridad que amenazaba la convivencia y nos incitaba al éxodo. “Qué pena de Ceuta!” se repetía sin cesar. La causa de aquella movilización ciudadana (masiva), a juicio de sus promotores, era la presencia de los menores extranjeros no acompañados que tenían atemorizada a toda la Ciudad. La coincidencia en el tiempo de varios episodios violentos, tan reprobables como llamativos, fue suficiente para construir una imagen mental que, alimentada por los prejuicios, se convirtió en una “verdad” capaz de espolear a miles de personas (muchas de ellas buenas) para “erradicar aquel cáncer”. Las redes sociales sirvieron de soporte a una deleznable, injusta e injustificada campaña contra el colectivo más vulnerable e indefenso de cuantos convivimos en Ceuta. Los exabruptos más inhumanos, proferidos con ensañamiento por personas desalmadas, se impusieron en el imaginario colectivo como si se fueran pensamientos racionales avalados por el sentido de la justicia.
El tiempo ha pasado. Y ahora, “a toro pasado”, podemos comprobar que ningún vaticinio catastrofista se cumplió. Que se puede seguir viviendo en Ceuta aunque ocasionalmente sucedan desgracias (como en todos los lugares del mundo). Que los adolescentes hacen su vida con normalidad. Que los menores no acompañados siguen entre nosotros intentando (como todos) abrirse camino en la vida a pesar de las enormes dificultades que tienen que vencer. ¿Qué ha cambiado objetivamente en estos meses para pasar del “apocalipsis” a la normalidad? Nada. Quizá es que muchas personas confundieron entonces la verdad con un constructo social elaborado desde prejuicios contagiosos y altamente inflamables. Sería bueno aprender de la experiencia para no volver a cometer errores que se terminan pagando muy caros en términos de higiene ética colectiva.