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A los árabes no les gusta la ‘primavera’

La pregunta surge sin demora: ¿por qué ha fracasado la primavera en los países árabes? Y la respuesta tampoco se demora demasiado: porque en los pueblos árabes hay miedo a la democracia y a la libertad. ¿Miedo a ser libres? ¿Cómo es posible? Pues sí, el árabe siente un tendencia inalienable a dejarse dirigir por poderes exteriores y superiores a él. Ya sean poderes mítico-religioso o terrenales, que interpretan la voluntan divina al pie de la letra. A esos poderes subordinan toda su vida. Vida programada para ser vivida con arreglo a unos cánones, a unas normas estrictas, a unos principios religiosos-morales-éticos-sociológicos-conductuales-alimenticios-educacionales-legislativos-económicos-político-militar, todo ello revestido, encubierto, de una terminología religiosa.
El Islam no discrimina entre lo secularizado y lo religioso. El Islam es un sistema todo cerrado; no es ni una fe ni una religión tan solo, tal como lo entendemos en la sociedad occidental. Sin esas directrices exteriores, la sensación de orfandad, la sensación de soledad moral hace presa en él, en el árabe. Pareciera que se siente huérfano de todo consejo. Todo lo expuesto parece extraño y contrario a la idea de libertad, producto del desarrollo histórico producido por el hombre, desarrollo que le ha liberado de las servidumbres de la sociedad tradicional. Los árabes sueñan con esa libertad de las sociedades europeas y norteamericana que ven a través de las parábolas, pero a la hora de la verdad parece que les da miedo, pánico, ser responsables de sus propias vidas, de organizar sus vidas sin tener que estar supeditados a directrices –divinas o humanas– ajenas a ellos. Parece una paradoja que en este mundo tan desarrollado y en el que  el sentido de la libertad se ha elevado a categoría, el árabe parece que rehúye ser protagonista y actor de su propia vida sin interferencias ajenas a su voluntad. Cierto es que a ser libre se aprende, a gestionar la propia libertad y a respetar la ajena se aprende también, no se debe a ciencia infusa alguna. El árabe está tan acostumbrado, tan ensimismado, que no se da cuenta del control férreo al que está siendo sometido por poderes extraños y ajenos a su voluntad, y una vez que se ve como persona autónoma en un contexto de libertad, sin interferencias ajenas, pareciera que sufre una sensación de vértigo, como si se hallara al borde de un precipicio. Cada vez más lo religioso se está desplazando del terreno de lo privado a lo público. Y esa religiosidad se está transformando en identidad. Identidad que acaso necesite ser exhibida por medio de la vestimenta, la palabra, o el rezo externo,  público y notorio. O tal vez, esa identidad islámica necesite rechazar la modernidad para afianzarse. Ya no se trataría de una religiosidad hacia adentro sino hacia el exterior. La reivindicación cultural de la identidad islámica es el derecho a la diferencia en el tejido social que acoge al musulmán. Miedo a la novedad. Toda novedad constituye una herejía dentro del Islam. Así, pues, la religión forja una identidad y mantiene la cohesión de la sociedad musulmana, en tiempos de descomposición de identidades. Sabido es que la identidad, cualquiera que sea, es una manera de definirse en relación con los demás.
Llegados a este punto, acaso ahora se pueda entender meridianamente el fracaso de esa primavera árabe que los europeos consideraban salvífica para los países arabo-islámicos, y que, asimismo, los países occidentales se las prometían tan felices con que esos países árabes pudieran, por fin, llegar a alcanzar la democracia y la libertad tal y como se estilan en occidente. Mi gozo en un pozo. Si Libia, Egipto y Siria son ejemplos de algo, lo son de impotencia y de fracaso por igualar sus sociedades a las occidentales. Han fracasado estrepitosamente. Cuando por encima del 80% de los marroquíes y paquistaníes consultados quieren que se aplique la sharia en sus países, ya todo está dicho. Sienten estremecimiento ante el hecho de que sus sociedades se abran a los vientos de la modernidad y a gestionar su propia libertad y a saber respetar los comportamientos ajenos, sin estar sometidos a la presión exterior de una religión exigente y excluyente y a una sociedad intolerante con el mínimo comportamiento en el que se atisbe un ápice de libertad individual o novedoso.
El último ejemplo de primavera fallida es Siria. En todos esos países en donde la primavera ha fracasado se han hecho con el poder partidos que son franquicias de los llamados Hermanos Musulmanes de Egipto. En esos países la intolerancia, la violencia, el fanatismo, en suma, han tomado carta de naturaleza y están haciendo válido el refrán “Otros vendrán que bueno me harán”. En efecto, respecto de Siria –la de la Dinastía Omeya, la del Califato de Damasco de casi cien años– el odio engendrado por las matanzas entre sunníes, chiíes, y alauíes está alcanzando a los cristianos, que están cogidos en medio de los odios desatados. Ellos, los cristianos, son expulsados de sus domicilios, cuando no asesinados vilmente por el mero hecho de serlo –¡la misma Siria en la que la tolerancia con los no musulmanes era una seña de identidad, pues de sus esfuerzos se alimentaba la fiscalidad califal!—. Pero lo peor, si es que aún hay algo peor en ese infierno sirio –de la primavera al infierno–, es que en el Frente al-Nostra, que aglutina a voluntarios chiíes procedentes de Irán, Irak, y Líbano y yihadistas, ahora se incorpora, a ese Frente al-Nostra, Al Qaeda.
Corolario:  pero, eso sí, los árabes practican un victimismo de altos vuelos, al tiempo que culpan de sus desgracias a los demás, ya sean los judíos, los norteamericanos, los cruzados, los europeos o vaya usted a saber. Lo cierto, y triste, es que los árabes son especialistas en desaprovechar las oportunidades que se les ofrecen.

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