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A las puertas

A las puertas de los colegios no llega la Infanta a declarar, ni el subterráneo del Puerto, tampoco los ilegales muertos, ni la subida de la luz, como mucho, las notas del siguiente trimestre y la oferta de filete de pollo , a cuatro euros.                                                    
La vida se detiene porque se mueve rápidamente y parece moviola, de gente pausada y tranquila,  que no lo es para nada. Puro teatro o ciencia difusa carnificada que lleva a congelar la imagen y a aparecer igual, año tras año, salvo por los profesores, que son cada septiembre,  un poco más viejos. Ellos entran en el cauce del patio y los padres y las madres se quedan en la puerta, puerta de acceso cifrado, por pequeñas manos que primero aprietan, luego se van y más tarde empujan, para que salgas del radar de ellos. Son las edades de tus hijos las que se te clavan en el calendario, las que te dan presencia de vida, porque eres ellos, sustentados por los exámenes, las pruebas, las comuniones y los cumpleaños.                                                                                                                           Son redes de mujeres invisibles las que estambran los hilos, las que los aglutinan y recortan para que salga –a ojos vista– un tapiz uniforme, lleno de ojos, oídos, manos y sentimientos.                                                                                                                                 
Es la historia real, la que ellas cuentan, la de acercarte al súper y poner la olla en casa para que todos rebañen el plato y vuelvan a lo suyo, que es lo tuyo, porque sin ellos, no hay vida. Es la crisis tema insustancial, en esta cotidiana existencia, que entiende más de ofertas y recortados, de andar más y consumir mucho menos.                                                                                 
No se reflejan en los telediarios, ni en la prensa, esas mujeres encalladas que trabajan por casi nada, en casas de otras, quizás funcionarias o suertudas que aún conservan nómina y seguridad social, pero que deben irse muy temprano y volver muy tard , a casa.                                                                                                                                                 
Son también aviadero de ancianos, limpiadoras de sus heces y esputos, de sus ruegos y preguntas, porque la vida es achatada como el rostro de la tierra y lo que antes fue un gran hombre o una prolífica mujer, ahora yace en una silla frente a un balcón , viéndoas venir o esperando que lleguen los nietos.
No importa lo que diga la Infanta, no importa el Juez Castro, ni el fiscal protector, tampoco las huelgas, ni los abortos, solo el llegar a fin de mes o que el padre de tu hijo te pase los ciento cincuenta euros, que hacen que sobrevivas y que todo cuadre, como las cuentas de Bárcenas en Suiza.                                                                                                 
Ya ni siquiera el número de los ciegos ayuda a entonar una copla de esperanza,  porque se queda colgando del pecho del vendedor, asolado al costado del supermercado,  comiéndose frio y lluvias, huérfano de perro guía y con la sonrisa congelada.                     
Pero llegó la carrera solidaria y la gente se volcó y llevaron paquetes , de donde no había, porque si sabes lo que cuesta continuar de pie, no eres quién para ponerle trabas a otro y así como el de Marsans no pensaba en sus empleados y se empleaba a gusto en ocultar sus cuentas dinerarias, estas mujeres de quita y pon, de puerta de colegio clonificada,  sí saben ver a los demás sin ser prójimos, sino por sus nombres y apellidos, por las edades de su hijos, que son los amigos de los suyos.                                                       
No importa el palacete de Pedralbes, ni las argucias de los políticos para conservarse en el poder, porque ellas no creen en nada, más que en sus mallas, sus deportivas y sus niños al costado, que las hacen irremediablemente viejas.                                                        
Los profesionales del colegio, no las ven, porque se deshacen en el nihilismo de estar siempre presentes, diferentes caras y cuerpos, para una misma estampa. Pero viven, más allá de la Infanta y su declarativa, de su imputación y su escolta, del paseíllo o la fila india que la lleve hasta allí, y cuando la pechuga de pollo en el supersol se ponga a dos euros, harán cola , como en el falla, con sillitas de playa, con termo , sin acordarse más que de su prole y de su grito de guerra… “Nos vemos mañana”.

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