El gallego nonagenario que han desterrado a los Toruños pone banda sonora de Gardel entre suspiros de gaviotas, ya ausentes los graznidos de los veraneantes.
Los días se hacen cortos cuando el invierno se acerca porque el sur nunca estuvo al norte, ni el oeste al principio de la señal de la cruz.
Los azules- del otoño que se descuelga -se hacen malvas y los malvados azulean desde que cambiaron la hora para esos seres tan tontos que se pelean por tierras que morirán yermas cuando ellos sequen las rabadillas de sus huesos con el olvido que sigue a la guerra.
Se hace la noche en el pantalán más acogedor del mundo con gaviotas que se mecen al compás de las mareas, bañándose despatarradas en turnos que no dan lugar ni a disputas ni confrontaciones. Podríamos aprender tanto de la naturaleza, del sabio mar o de la redonda y terca Tierra. De sus extinciones y otros desvaríos, de sus luchas por sobrevivir más allá de una primavera o un eterno invierno. Pero no, nos creímos dioses y así nos va, comunicándonos a través del mundo para no conocernos, queriéndonos a distancias abismales y yéndonos cuando sólo queremos parar el motor del eje planetario para darnos un respiro. No somos la especie elegida, sino la bien jodida por nosotros mismos. Imponemos horarios de trabajo, regímenes totalitarios alimentarios, con peseterías travestidas a euros y otras necedades con telón de fondo de juramentos de familias desunidas y protocolos irreales.
Quién pudiera soñar como las gaviotas con un mar eterno de mareas onduladas y peces abundantes. Quién volver a abrazar a esos brazos que te quisieron tanto que no tuviste conciencia de su caducidad. Quién pudiera volver a revivir en los Toruños -no como el gallego ondulante de Gardel- sino como ellas, las dueñas de los remolinos y los cauces imposibles de vericuetos que se abren entre sapinas, salicornias y verdolagas para nutrirse de su savia.
En ese bendito pantalán ni pasa el tiempo, ni envejeces sino que te haces marea viva, verdín expuesto. No se torna el invierno frío, ni el verano chancletero, sino el otoño, otoño y la primavera, primavera. Nada puede contagiarnos su aliento frío más que cuando están los carnavales en ciernes y platea el río y las gaviotas tiritan porque el plumaje no les da para ofertas , ni rebajas de cambio de temporada.
Este año que cabecea, ya nos ha llegado el día de difuntos y se nos ha ido, jurando bandera Leonor como antes hicieron su padre y su abuelo. Ya navegamos en muchos mares sin que pare la guerra por un solo suspiro de paz en este hermoso planeta, porque no lo hemos hecho uno sino múltiplo de cero. Los bazares asiáticos son el puto amo del cotarro declinando estaciones en sus módicos escaparates, ahora Halloween, ahora verano, ahora sillita de playa, ahora bufanda o mitones.
Hemos creado religiones para matarnos porque era aburrido tirarse piedras porque sí, sin percibir que somos carne de cañón de sillones, despachos, correos electrónicos y políticos aullantes. Quien fuera el gallego triste, solitario, nonagenario y desterrado para escribir a pulmón abierto y esfínter relajado. Quien para definir la paz que nunca hemos querido , ni buscado. Los inocentes de este planeta caerán como la lluvia fresca, como los papales del Watergate , como las niñas casadas con nueve años, como la primera bofetada dada en nombre del amor fatuo. Como cada uno de nuestros sueños que se llevó el viento de levante para atesorarlos todos a pie de calle, desmadejados y rotos. Ni un suspiro de paz tiene el gallego en sus blancos labios, solo susurros de Gardel y de otra época donde habitaba cuerpo entre copichuelas familiares y amigos de toda la vida que dejó atrás porque su hija lo emigró a la fuerza por la orfandad de madre y una plaza de maestra.