Terminamos nuestro trabajo con las colecciones de corales en dos días de labor trepidante, con el tiempo justo para comer, desde la mañana hasta las seis de la tarde, hora en la que teníamos que abandonar el edificio. Tanto encierro en el laboratorio del MOM (Museo Oceanográfico de Mónaco) nos dejó algo entumecidos, y además, debo reconocer, que bastante asombrados del descubrimiento que estábamos haciendo en relación a las especies crípticas. Por todo ello, precisábamos despejarnos, descansar las ideas, y así, poder rematar nuestro extenso artículo científico sobre los corales en las mejores condiciones. Este tipo de descanso activo renueva la mente y ejercita la conversación en aquellos aspectos que se han estado trabajando y discutiendo con intensa dedicación.
Aun nos quedaban horas de laboratorio en Ceuta, y mucha labor de redacción y síntesis de ideas para enviar una redacción consistente a la revista,a que esperaba nuestro extenso artículo con interés. Nuestro trabajo se remató y fue un contundente conjunto de datos que demostró que la cripto-diversidad en los corales es un hecho, ahora nos encontramos terminando este artículo en la isla de Gran Canaria, después de haber concluido una campaña científica en fondos profundos y preparado dos capítulos para el libro del proyecto MIMAR. En ellos, se incluyen comentarios sobre el apasionante tema de las cripto especies; me he planteado publicar un librito que explique el concepto, incluyendo toda la información que poseo al respecto, y algunas previsiones del número de especies estructurales de invertebrados marinos que podrían quedar por conocer en los mares y océanos del planeta, tomando como referencia lo que ya hemos publicado.
Volviendo a nuestro viaje de Mónaco, tan decisivo en nuestro primer trabajo de investigación ya comentado, me gustaría tocar otros aspectos de gran interés, en la vida de cualquier naturalista científico. Ver mundo con ojos inquietos y quizá profundos sobre las realidades que nos rodean, es una de las características de este tipo de personas, entre las que tenemos la dicha de encontrarnos. Cualquier científico de raza y vocación no deja de buscar la verdad, la bondad y la belleza allí donde se encuentra, y de eso, hay mucho en la naturaleza, la historia, y en las personas que nos rodean.
Como el mar se encontraba bastante picado, inapropiado para un chapuzón con gafas y tubo, decidimos hacer una fugaz excursión cerca de los Alpes marítimos y comprobar como las benignas condiciones climáticas, por la cercanía del mar, favorecen un curioso paisaje botánico. Además así visitábamos un bonito enclave histórico de época romana y podríamos disfrutar del patrimonio cultural en las cercanas montañas a Mónaco. A mis amigos Jose Manuel Pérez-Rivera y Francisco Pereila les habría encantado.
Salimos con frío desde nuestro hotel situado en la población de Beausoleil, pegada al principado, de tal forma, que en un brevísimo tiempo se pasa de una población a la otra. Al tomar la avenida de Otto llegamos al Castellereto, una pequeña fortaleza rupestre del siglo X, en un periodo que denominan protohistórico; y fuimos subiendo rápidamente los vertiginosos desniveles de la ciudad construida en las montañas litorales. Gracias a los numerosos ascensores públicos llegamos al inicio de la ruta. Un sendero de gran recorrido nos llevaría a través de las montañas pre-alpinas (cuya altura máxima alcanza los 1500 metros) hasta el pueblecito de la Turbié y luego ya veríamos a donde dirigirnos según el tiempo y las condiciones climáticas.
La visión de la nieve en lontananza nos animaba y sobre todo el interés botánico por empezar a reconocer plantas a lo largo de la ruta. Mi joven pupilo, Dacio Correa, es una persona muy despierta y llena de entusiasmo por el aprendizaje. Su comunión con la naturaleza y bondad natural saltan a la vista. Tomamos fotos de las especies vegetales representativas, mientras comprobábamos, que la mezcla de ellas, indicaba que el frío no era excesivo, aunque los bosques de encinas y robles dominaban la zona debido justo a las condiciones térmicas más frescas durante el invierno. Sin embargo, no impedía que otras especies como el acebuche, el lentisco (muy aromático por estos lares), el arrayán o el romero crecieran en estos ambientes también mostrando el carácter termófilo de la zona, debido a la benignidad del tiempo, como consecuencia de la cercanía a la fachada marina. Los algarrobos, y en especial los mirtos, van perfumando nuestros sentidos, a la vez que vamos subiendo entre nubes y rayos escasos pero de sol verdadero, siempre en la búsqueda del sublime paisaje de mar y montaña.
En ningún momento teníamos la sensación de estar ante flora alpina y mientras nos adentrábamos más en el camino, nos cruzamos con unos currantes que alegremente iban cantando el “ay hop ay hop al campo a trabajar” en francés; el buen humor nos sonreía en el idioma de Moliere. Los espinos, escobones y las jaras seguían recordando la influencia eterna del Mediterráneo; solo el bosque de encinas, los robles, los enebros, arces sueltos y algunos helechos hablaban de una latitud diferente más afectada por el frío, un anticipo del mundo alpino, al que nos estábamos acercando.
Hacia la mitad del recorrido, que nos llevaba a nuestro primer destino, empezamos a disfrutar de un paisaje soberbio, como solo se puede apreciar en las montañas litorales; toda la Roche de Mónaco, el cabo de Roquebrune y el Mentón, ya en la frontera con Italia, se nos ofrecían luminosos. Estas dos últimas poblaciones pertenecían al principado, pero se perdieron alrededor de 1847, y fueron la causa de la reinvención del Mónaco actual, cuando Carlos III construyó el casino en 1865.
En cierto sentido, el actual principado es una especie de Babilonia a la monaquesa, que podría aparecer como algo importante por su pompa y la sofisticación de los suntuosos comercios y vehículos despampanantes circulando por su reducido casco urbano. Debo decir que no me impresiona con todo su ostentación material, hace el efecto contrario; por desgracia los ecos de su ruidoso tráfico, llegan hasta estos bellos espacios elevados en el comienzo de nuestra subida.
Una señal en el sendero nos indica que podemos desviarnos hacia el cabo del Ail (ajo), y mientras aparecen las retamas, y los pinares se suceden mostrando bellas asociaciones con los palmitos, el lentisco, los aladiernos e incluso los durillos, estos últimos buenos indicadores de humedad ambiental y zonas umbrías. No diviso ni un solo laurel como en el bello golfo de Génova años atrás, y solo después de caminar hacia el interior me topo con varios madroños; un árbol por el que siento predilección por sus nobles troncos y precioso follaje, además en mis queridas montañas del Rif marroquí forman bellos e intrincados bosques húmedos.
Al llegar a l’ Turbié, pueblo situado a unos 500 metros de altitud, encontramos el imponente monumento romano al emperador Augusto que se denomina el “Trophee de Augusto” setecientos años antes de Cristo, ya coronaba el punto más alto de la vía transalpina “Julia Augusta” de la l’Alpe Summa, frontera entre Roma y la Galia. “Jodidos romanos” fue la ocurrencia verbal de Dacio al ver el magnífico monumento y nos la quedamos para recordarla con buen humor el resto de la jornada y diría que el viaje, a los españoles nos encantan las “muletillas verbales”.
El impresionante edificio conmemorativo fue en gran parte demolido por orden de Luis XIV por motivos de la guerra contra la casa de Saboya, y las piedras fueron utilizadas para la construcción de la iglesia principal del pueblo, dedicada a San Miguel Arcángel. Un templo con gran devoción a tan excelso ángel y donde también se respira el amor del pueblo a Santa Devota, patrona de Mónaco.
Es un lugar con tradiciones algo especiales, pues conmemoran el martirio de San Sebastián, uno de los primeros mártires de las persecuciones romanas, antes de la conversión del imperio al cristianismo, con una procesión en la que los lugareños vestidos de legionarios romanos lo pasean por las calles con gran solemnidad; la tradición de vía y frontera romana sigue bastante viva en este pintoresco lugar. En la pequeña capilla de San Jean, dentro del casco antiguo, se pueden apreciar los atavíos y el paso que porta al santo.
El modesto templo está situado dentro de la pequeña ciudad medieval que conserva todo su atractivo y una coqueta biblioteca pública dedicada al cronista oficial de la población, por desgracia estaba cerrada. En este entorno se vive de verdad el pasado y a Dacio casi lo mojan al grito de “agua va”. Salimos del entorno histórico y al llegar a unos lavaderos públicos decorados con agradables frescos campestres decidimos seguir hasta “la gorra”: un promontorio montañoso en el que disfrutar de mejores vistas. Desde este lugar, no creíamos que pudiésemos alcanzar el pueblo de Peillon encajado en un solitario peñasco de roca caliza y al cual teníamos ambos el secreto deseo de llegar.
Subiendo por un robledal llegamos a un paso entre dos paisajes hermosísimos: uno montañés al oeste y otro marítimo al sur que disfrutamos a lo largo de una extensa camino lineal. Recorrimos alegres y confiados este precioso trecho entre encinas y una especie del género “Quercus” parecido a las coscojas, en apariencia.
Así caminábamos, con el sol racheando, aliviándonos del intenso frío y, al menos por mi parte, confiado en la compañía de San Miguel. Hay bancos de madera para admirar el paisaje, los enebros nos saludan y algunos incluso, de porte llorón, tienen apariencia de brezo arbóreo, parecen dos especies diferentes.
Comenzamos una bajada vertiginosa transitando por un bosque sombrío de encinas, y desembocamos en un paisaje rural, con unos carteles indicando que nos encontrábamos en un LIC (lugar de interés comunitario), por sus valores botánicos (los mentados paisajes forestales y algunas rarezas como la orquídea Orphis amelia y la niveolé de Niza), y también algunos especies de batracios con gran nivel de protección.
Ya habíamos decidido intentar llegar a Peillon, a partir de aquí, caminamos un poco por asfalto pero no tomamos el desvío apropiado, con lo que seguíamos avanzando por un sendero que nos acercaba a Niza por las montañas. Pensando que no llegaríamos al destino decidimos visitar el santuario de nuestra señora de Laghet que, después de muchas vicisitudes, consiguieron reabrir su seminario para aportar sacerdotes a las diócesis de Niza y de Mónaco. Realmente, estábamos buscando motivaciones para seguir adelante sin tener claro hacia donde nos estábamos dirigiendo.
Decidimos poner un límite a nuestra aventura, pues no era aconsejable caminar de noche sin linternas. La idea final fue consensuada, intentaríamos llegar hasta un cruce de caminos para ver si podíamos divisar el ansiado pueblo. Sin embargo, nos topamos por fortuna, con un soberbio paisaje de pueblos de montaña, diseminados en un primer plano, y con el frente alpino nevado al fondo, se dio por terminada nuestra excursión. Cualquier paisaje de montaña nevado merece la pena y este no nos dejó indiferente. Sin alimento para el cuerpo, pero con el alma bien saciada de experiencias, partimos de vuelta a toda mecha y corriendo a ratos para comprobar el tiempo que tardaríamos en alcanzar el comienzo de la ruta.
Ahora, sin paradas de observación y así evitar que nos alcanzara la noche. Me encantan este tipo de aventuras culturales, naturales y deportivas que me llenan de esperanza y recargan mi alma de sana naturaleza bajo la atenta mirada de nuestro salvador. Personalmente, me gusta imaginar sus andanzas de un lugar para otro predicando y caminando en plena naturaleza: su propia obra.
A modo de epílogo con relación a Ceuta, diré que Élisabeth, una amable mujer que trabajaba en cuestiones editoriales en el MOM, y que facilitó, que pudiéramos adquirir el precioso libro sobre los viajes del Príncipe Alberto I, nos contó una curiosa anécdota. Uno de los barcos de exploración del museo, en los años ochenta, visitaba el puerto de Ceuta con cierta asiduidad. En el trascurso de uno de estos viajes, y mientras se encontraban anclados en el muelle de España, subió un perro abandonado al barco, lo acogieron bondadosamente y le apodaron “Ceuta”; así que el nombre de nuestra querida ciudad estuvo en la mente de todos los que trabajaban en el barco, mientras la vida del agraciado “can” trascurrió en el servicio de vigilancia del propio buque.