Ayer hablé con mi amiga Paloma: “Mis padres están muy delicados, esto es el principio del fin”. Le di varias vueltas a esa frase... “El principio del fin”.
Nada es para siempre, todo es efímero aunque la idea de la eternidad ronde como algo platónico, como un soporte para soportar esa brevedad del ser, ese peso de la paja que nos hace vulnerables.
Las religiones nos prometen la inmortalidad, el paraíso imaginado, la reencarnación en la que superamos fases hasta alcanzar el Nirvana.
Sobre esto se ha hablado desde que el hombre es hombre: mitos, ritos, dioses, cielos, infiernos, premios y castigos de todo ha habido en la historia del pensamiento.
Otros no abrazamos esta idea; la muerte es consecuencia de la vida, vamos de la nada a la nada y no intentamos despejar incógnitas irresolubles. Tomamos la existencia temporalmente y esperamos sembrar siendo conscientes de que nunca veremos los frutos. Así lo hicieron las personas que vivieron antes y que recordamos por sus obras. Es la herencia de la humanidad.
Cuando llega el principio del fin puede ser que no nos demos cuenta y que los seres allegados tengan que darnos la mano y acompañarnos. Debemos estar preparados, asumir y superar el dolor, preparar la despedida, permanecer sin querer irse pues hasta ello es un aprendizaje.
Otros sí saben de su dolencia y luchan hasta el último día sin asumir la derrota. Hay quienes se entregan a su destino y se van despidiendo sin ataduras, libres, lúcidos, haciendo un guiño a la muerte para decirles que no le temen, que la esperan recitando un poema.
El acompañamiento requiere fortaleza psíquica, física, anímica. Todo cambia en la rutina cotidiana y nos abandonamos de nosotros.
El alzheimer, el cáncer, la ELA, la vejez.. parecen túneles oscuros, callejones sin salidas, noches sin final y un agotamiento que va más allá del cansancio.
Todos lo hemos vivido o lo viviremos, acompañamos y nos acompañarán, señalaremos la dirección hacia ninguna parte.
Toca organizarnos, buscar estrategias, impedir que los estados de ánimo nos hagan perder los papeles, no cobijarse en el bloqueo de la desesperación.
Este verano sujeté a mi madre en su ancianidad. Comer juntos, hablar, estar, contarnos historias, recordar, acariciarnos, vigilar su sueño, pensar en el plato que prepararemos mañana, ver fotos, leerle los cañonazos que despiertan su atención y quererla, regresarla aquí y ahora, en este instante, en este momento. El almendro que plantó, sus flores blancas, las cigarras. Esa primavera la veo asomada desde la ventana de su habitación.. Tengo que hablar con ella.